Xavier Vilató Ruiz, conocido artísticamente como Javier Vilató (Barcelona, 11 de noviembre de 1921 - París, 10 de marzo de 2000) desarrolló su carrera como pintor, grabador y escultor, entre Barcelona y París, donde llegó en 1946, gracias a una beca del Instituto Francés.
Sobrino de Pablo Picasso, hijo de su hermana Lola y del neuropsiquiatra Juan Bautista Vilató.
Vilató fue un artista vital, apasionado, enérgico, traductor de la luz y el color mediterráneos que lo acompañaron siempre, tanto en Barcelona, como el Midi francés o los veranos alicantinos. Defendió siempre la autenticidad, huyendo de los conceptos establecidos o de moda. Su obra, tan centrada en los temas de su entorno, expresa una manera de vivir la vida a través del arte.
La estrecha relación de Vilató con su tío llegó a ser casi fraternal, compartiendo tanto intereses artísticos como la atracción por el Mediterráneo o confidencias y secretos amorosos, un hecho que supuso un intercambio recíproco, más allá de ser una relación exclusivamente unívoca. Esto explica, por ejemplo, el papel destacado que Vilató tuvo en 1970 en la donación de las obras de su tío, custodiadas por su familia, en el Ayuntamiento de Barcelona, fondos clave del Museo Picasso.
La nueva escultura
Munich, 8 junio
No voy nunca a visitar estudios
de artistas. Porque me aburro; porque no sé qué decir; porque se encuentran
casi siempre las mismas cosas; porque todos ven en mí únicamente al que regala
cheques, al mecenas incompetente y fácil de engañar. Pero el otro día me dejé
tentar por un escultor checoslovaco, jovencísimo, desconocido, albino, que se
llama Matiegka.
-Venga -me dijo -. Verá lo que no
podrá ver en ningún museo, en ninguna exposición del mundo. He creado, después
de miles de años, una escultura nueva, no realizada jamás por nadie. Cuando
salió a abrirme me hizo pasar a una habitación más alta que larga -una especie
de pozo con techo de cristal - y sin ventanas. Fuera de algunas sillas y una
especie de trípode de hierro en el centro, la habitación estaba vacía; ni
yesos, ni bocetos, ni mármoles, nada que revelase el estudio de un escultor.
-¿Trabaja usted aquí?
-Trabajo aquí -contestó Matiegka
-. Siéntese y confiese su sorpresa. Ya le dije, sin embargo que había aprendido
a crear lo "nunca visto". ¡Yo también soy escultor! Pero no al modo
grosero de todos. La antigua escultura, maciza y pesada, herencia de los
egipcios y de los asirios, ha perdido ya toda su actualidad. Correspondía a una
civilización religiosa, monárquica, lenta, primitiva. Ahora somos ascetas,
anárquicos, dinámicos, cinemáticos. La escultura debe cambiar también. Fabricar
estatuas en mármol, en piedra, en bronce -aunque no sea más que en plata o en
madera -sería, ahora, como viajar en los carros de los faraones o vestirse con
la armadura de Bayardo. Es necesario, ante todo, cambiar la materia. Modelar
estatuas de nieve, como hizo Miguel Ángel en el patio del Palacio de los
Médicis, o de cera, como ha hecho Medardo Rosso era ya un progreso, pero
demasiado tímido. ¿No ha observado nunca a los niños, en las playas del mar
cuando construyen figuras de arena? ¿No se le ha ocurrido nunca observar a un
artista vendedor de helados que esculpe en la crema y en el hielo? Estos han
sido mis maestros.
»La única solución plástica posible consiste
en pasar de la inmovilidad a lo efímero. El arte perfecto, la música, late,
pasa y desaparece. El sonido es instantáneo, no perdura, y, sin embargo, es
potentísimo. Si todas las artes aspiran a la música, incluso la escultura debe
aproximarse a aquella divina cosa pasajera. Le daré ahora mismo el ejemplo.
Al decir esto, Matiegka, con sus
manos delicadas, destapó el trípode que se hallaba en medio del estudio y
colocó en él una pasta negruzca a la que prendió fuego. Una columna densa y
espesa de humo se alzó rectilínea, sobre el brasero. El fantástico escultor
cogió una especie de larga paleta con la mano derecha, luego otra con la
izquierda, y comenzó velozmente su trabajo, girando en torno al globo alargado
de humo, ayudándose, además de los instrumentos, con los brazos y con el
aliento. En menos de un minuto, la
oscura columna había adquirido el aspecto de una figura humana, de un fantasma
amarillo que a cada instante amenazaba con esfumarse. La masa se había
redondeado en la cúspide hasta parecer una cabeza, y, con un poco de buena
voluntad, se podían distinguir una veleidad de nariz y el conato de una
barbilla. El humo, espeso y graso, como el que sale de las viejas locomotoras
en reposo, se dejaba cortar por los mordiscos reiterados de las paletas.
Matiegka, palidísimo, se movía como un condenado; arrojaba el humo que
amenazaba confundir las dos piernas, soplaba ligeramente sobre los hombros de
la aérea estatua para hacerlos más verosímiles, o alejaba el alón humeante que
impedía definir las líneas de la obra. Finalmente se separó de su obra, se
acercó a mí y gritó:
-¡Mire! ¡Deprisa! ¡Imprima la forma en su memoria!
¡Dentro de pocos segundos la estatua se desvanecerá como una melodía que acaba!
Y realmente, poco a poco, el humo,
alargándose, la deformaba; el fantasma se deshizo, se disolvió en una niebla
oscura que, lentamente, desaparecía por una abertura de la claraboya.
-¡La obra maestra ha muerto como
mueren todas las abras maestras! -exclamó Matiegka-. ¿Qué importa? Puedo volver
a hacer cuantas quiera. Cada obra es única y debe bastar para la alegría un
momento único. Que una estatua dure diez siglos o diez segundos, ¿qué
diferencia hay con relación a la eternidad, qué diferencia si tanto aquella de
mármol como ésta de humo, deben, al final, desaparecer?
Dejé a Matiegka entregado a su
entusiasmo, después de haber alabado como mejor supe la innegable originalidad
de su arte.
Cuando volvía al hotel pensaba
para mí mismo que la nueva escultura tiene, para los mecenas económicos, un
mérito enorme; no puede ser conservada ni transportada, y, por tanto, no puede
ser tampoco comprada.
(Giovanni Papini - Gog)