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lunes, 24 de febrero de 2014

Puzzle-Mapa de Gervasio Pacheco (2) : México


La llovizna

Desde hace algún tiempo, desde que enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien. ¡Ay, entonces era libre! Ahora, en cambio: ¡los hijos! ¡Miedo me da que cunda el mal ejemplo! ¿Pero por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de cualquiera otra persona. "Ahí está don Fulano que lo diga."
Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna corriendo sobre la oscura carretera.
Sí: al timón de mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del vehículo, traía yo prisa y una rabia contenida, cierto temor inexplicable y muy malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían el paso.
Ni pitos de sirenas, ni voces que denotaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente desgraciado. "¿No será que tratan de asaltarme? ¿Y quién dice que sean solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces, entonces... si no paro y los atropello, me disparan los otros por la espalda. Pero, ¡qué demontre!, si aquí traigo cargado mi revólver. ¿A qué, pues, miedo y tales aflicciones? Alguna vez tengo que usarlo" —pensé; apronté el arma, y paré el auto.
—¡Qué hay! —dije brusco y en voz alta.
Los de las linternas se acercaron.
Me parecieron cuatro infelices indios, de ésos que uno en seguida reconoce como el prototipo de nuestros albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de campo.
A la luz de mis reflectores vi los ocho guaraches de sus pies, mientras se aproximaban. El resto de sus indumentarias eran overoles azules, sombreros de petate y un paliacate colorado al cuello.
—¿Qué hubo? —volví a gritarles.
Entretanto llegaban, con sus linternas en alto, me guardé la pistola debajo de la pretina del pantalón, y para ganar facilidad de movimientos a la hora aviada, desabroché los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso.
—¿Qué hubo? —volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras.
Uno de ellos, el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban unos treinta años, y el último, el más joven, menos de veinte.
—Patrón —dijo el viejo—, tenemos de precisión que ir a México, porque debemos de entrar tempranito, mañana lunes, al trabajo.
¿Acaso me olvidé? ¿No dije al comienzo que aquella noche de marzo, cuando regresaba de reponer las fuerzas con mi paseo del fin de semana, era la de un domingo? Creo que sí, ¿o no?
A las palabras del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y animado de un puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistante desdén al par que meneaba en igual manera de significación negativa la cabeza.
—Se nos hizo tarde, jefe —agregó uno de los otros indios.
Era bueno tomarse tiempo de pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidía negarme de palabra.
—Por favor, patrón, como ya no pasan los camiones... y como usted lleva nuestro mismo rumbo.
Intervino el más joven:
—Sólo semos albañiles... —y sonrió, inocente o malicioso en alusión velada.
Observé su vista socarrona en un rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo que insinuaban, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y rebajarme. ¡Y esto no!
—¡Acomódense ustedes tres en el asiento de atrás! —dispuse—. Tú, viejo, ven adelante conmigo.
Al punto se apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes.
No cesaba la llovizna.

Libré del freno a mi automóvil, aceleré y seguí la marcha.
Los de atrás sólo dijeron unas cuantas frases, que recuerdo bien:
—¿Cómo estará Usebita?
—Pos ya ves.
—Tan bonita.
—Tan luciditos sus siete años.
Y en adelante se pertrecharon en un mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la menor muestra de expansión, de franqueza propia de habitantes de otras tierras, sino el mutismo ése que impone zozobra, desconfianza, sospechas, o doblega, deprime, aplasta el ánimo. Además, la oscuridad al filo de continuos precipicios... las circunstancias... esa tenaz llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya visión, con sus opacas luces agitándose en la bruma, estaban todavía en mi retina...
De lejos, ya el aliento del viejo despedía tufos de un alcohol tan malo que sentí, ahora de cerca, al volver la cara y hablarme, un asco insoportable. "¡Indio borracho!"
—Esta agüita no entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad patrón?
—¡Ujú! —respondí, conteniendo el resuello.
Tras breve silencio, insistió:
—Ni dos dedos, ni dos dedos, ¿no cree, patrón?
"¡Indio borracho!" —pensé de nuevo y no le contesté.
—¿No cree, patrón?
—Sí, claro —dije. Había que armarse de paciencia.
Otro intervalo, y lo mismo:
—Ni tanto así, ¿eh, patroncito?
Y luego, a cada rato:
—Pos ni tantito, ni tantito puede ser... ¿verdad, señor?
Corría el coche a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡Estas cosas del instinto! Ya se sabe lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos, y con la misma cantinela; ¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban clavados, fijos, en su mutismo empecinado? ¡Si fuesen de veras piedras, inofensivas piedras... pero son seres humanos!
Por cierto que aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío de neblina espesa.
Mis temores venían a ráfagas; mas lograba disiparlos al pensar en la seguridad de mi revólver.
—Ni dos dedos, ¿eh, jefe?
—¡Aja!
—Ni uno...
—¡Ujú!
Y persistía:
—Ni siquiera uno... Ni siquiera un dedo, ni tanto así...
—Claro.
—Porque esta agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas...
—Naturalmente.
—Para refrescar las siembritas y no para que entre mucho en la tierra... ¿verdad?
—Verdad.
—¿Verdad? ¿Verdad que sí, patrón?
De pronto el motor del automóvil empezó a mostrar síntomas de haberse calentado con exceso.
En cuanto llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba.
El viejo se ofreció a ir a una tienda próxima para traer una cubeta de agua.
Y entonces, mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis espaldas y dijo desde atrás:
—¡Patrón!
Volví la cabeza.
—Es mi padre, patrón.
Se detuvo como hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo:
—El padre está bebido.
El joven continuó:
—Perdone, pos dice todo eso porque venimos de nuestro pueblo a donde juimos a enterrar a mi hermanita… La mera verdá, patrón, que semos albañiles.
Yo no pedía ninguna explicación; pero el tercero añadió aún:
—No quiere que l'almita se moje allí abajo, dentro el cuerpecito.

Continuaron la oscuridad, el misterio y la llovizna, la llovizna, el misterio y la oscuridad en el camino...
¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó.
Y ahora, duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el auto. Llueve y recuerdo tal un soplo:
—¿Cómo estará Usebita?
—Pos ya ves.
—Tan bonita.
—Tan luciditos sus siete años.
(Juan de la Cabada)