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jueves, 23 de enero de 2014

Paseando por Praga

             

El señor Rysanek y el señor Schlegl 

I

Sería ridículo dudar de que aquellos de mis lectores que han estado en Praga conocen la fonda del barrio de Malá Strana, Stajnic. Es la primera fonda de aquel barrio; la primera casa, después de la torre del «puente de piedra», a la izquierda; la esquina que formaban las calles del Puente y de los Baños. Tiene grandes ventanas y una gran vidriera. Es la única fonda que se colocó, osadamente, en la calle más frecuentada, abriendo sus puertas, además, directamente a la calle. Todas las demás fondas se encuentran en calles más o menos escondidas, en la parte posterior de las casas o, por lo menos, tienen delante arcadas tal como exige la verdadera discreción de aquel barrio. Por esta razón, un verdadero hijo de Malá Strana, nacido en una de sus calles silenciosas, donde abundan los rincones poéticos, nunca entra en la fonda de Stajnic. Allí van funcionarios de alguna categoría: catedráticos, oficiales del ejército -a quienes el azar de la vida llevó a aquel barrio y acaso los llevará pronto a otro-, algunos funcionarios retirados, varios ricos caseros, retirados también hace mucho tiempo de sus negocios, y nadie más. Como quien dice, una clientela burocrático-aristocrática.
Y hace años, cuando yo era todavía un chicuelo que cursaba los primeros años del bachillerato, la clientela tenía aquel carácter exclusivo; sin embargo, era algo diferente de la de ahora. En una palabra, la fonda de Stajnic era el Olimpo de la Malá Strana, donde se reunieron los dioses de aquel barrio. Es un hecho completamente indiscutible de la historia que los dioses salen directamente de sus respectivos pueblos. Los dioses de los griegos eran elegantes e ingeniosos, hermosos y alegres, helenos siempre en todos los sentidos. Los dioses eslavos... ¡Perdón! Nosotros los eslavos no tuvimos bastante fuerza plástica ni para crear grandes Estados ni para formar determinados dioses; nuestros dioses de antaño son para nosotros, a pesar de nuestros sabios, algo nebuloso e indefinido todavía. Acaso escriba alguna vez un artículo, naturalmente ingenioso e intencionado, sobre este paralelismo entre lo divino y lo humano. Por hoy sólo quiero decir que los dioses que se reunieron en la fonda de Stajnic eran indudablemente verdaderos dioses del barrio de Malá Strana. La Malá Strana -tanto en las casas como en la gente- tiene algo silencioso, patriarcal y hasta soñoliento, y este ambiente rodeaba también a todos aquellos señores. Y aunque eran funcionarios, oficiales, catedráticos y pensionistas, como hoy, eran diferentes; en aquellos tiempos los funcionarios y la oficialidad no cambiaban de destino con tanta frecuencia como ahora; los padres procuraban que sus hijos terminasen la carrera en Praga, les conseguían luego un destino y allí se quedaban los hijos para siempre, protegidos por la influencia de los amigos pudientes. Cuando algunos de tales parroquianos de la fonda de Stajnic se paraban alguna vez en la acera, todos los transeúntes les saludaban. Eran conocidísimos.
Para nosotros los bachilleres, el Olimpo de la fonda de Stajnic era tanto más el Olimpo porque allí estaban también todos nuestros viejos profesores. ¡Viejos! ¿Por qué digo viejos? Conocía perfectamente a los dioses de nuestra querida Malá Strana, y siempre me parecía que entre todos no había ningún joven; mejor dicho, que probablemente debían de haber tenido el mismo aspecto desde niños. Acaso sólo habrían sido algo más pequeños.
Todos los retengo en la memoria como si los viera hoy. Primero, el señor consejero del Tribunal de Apelación. Alto, seco y de una dignidad inmensa. Era funcionario en activo todavía; no llegué, sin embargo, a tener nunca idea exacta sobre lo que podrían ser aquellas funciones. Cuando abandonábamos, cerca de las diez, el colegio, él salía de su casa -en la calle de los Carmelitas-, y se trasladaba con suma dignidad a la calle de Ostruha, donde entraba en la bodega de Carda. Los jueves no teníamos colegio por la tarde y jugábamos en las fortificaciones antiguas, mientras él se paseaba por aquellos parques. Cerca ya de las cinco de la tarde entraba en la fonda de Stajnic. Tenía yo entonces el firme propósito de estudiar mucho y hacerme también consejero del Tribunal de Apelación; pero luego, no sé cómo, olvidé tal propósito.
Después estaba el tuerto señor conde. En el barrio de Malá Strana nunca faltaban condes, pero aquel conde tuerto era probablemente el único que frecuentaba las fondas del barrio, por lo menos en aquellos tiempos. Alto, huesudo, de colores vivos, con el pelo corto y blanco y una venda negra encima del ojo izquierdo. Solía estar hasta dos horas en la acera delante de la fonda de Stajnic. Un día que tuve que pasar por allí me vi obligado a dar un rodeo. La naturaleza dio a los aristócratas cierto perfil de cara que se llama aristocrático y que les hace parecerse mucho a las aves de rapiña. El señor conde tenía para mí -la verdad sea dicha- un gran parecido con aquel halcón que, con puntualidad verdaderamente cruel, acostumbraba a posarse diariamente, cerca de las doce de la mañana, en la aguja de la torre de la iglesia de San Nicolás, donde devoraba su presa: un pichón, cuyas plumas caían a la plaza. Di, pues, un rodeo cuando vi al conde en la acera, porque tuve un miedo atroz de que me clavara el pico de su cabeza.
También era asiduo a la fonda el gordo médico mayor, todavía de muy buen ver, pero ya retirado. Se cuenta que una vez, cuando una personalidad muy alta inspeccionaba los hospitales de Praga y criticaba algunas cosas, dicho señor le contestó que no entendía de nada, lo que le valió el retiro y, al mismo tiempo, nuestra veneración, puesto que nosotros los chicos consideramos a aquel señor gordo como un acabado revolucionario. Era también muy afable. Cuando encontraba un chico que le gustaba -y el chico era a veces una chica- le paraba, le acariciaba la cara y después le decía: «Recuerdos de mi parte a tu papá», aunque no le conocía.
Después... ¡pero no quiero continuar! Todos los viejecitos se volvieron de repente todavía más viejos, y luego se murieron. Dejémosles descansar en paz. Recuerdo con suma satisfacción los momentos que pasé entre ellos y la sensación de independencia, hasta de grandeza, que experimenté cuando, después de haberme matriculado en la Universidad, entré por primera vez, sin miedo a los profesores, en la fonda de Stajnic, entre aquellos seres sublimes. No me hicieron mucho caso, dicha sea la verdad. Mejor dicho, no me hicieron ningún caso. Sólo sucedió una vez en el transcurso de muchas semanas, que el médico mayor, al pasar por mi lado, me dijo: «Sí, sí, joven, la cerveza hoy día no vale absolutamente nada, digan lo que digan», y al mismo tiempo miraba con desdén a las personas con quienes estaba sentado momentos antes junto a una mesa... ¡Un verdadero Bruto! Me atrevo a afirmar que aquel hombre hubiera sido capaz de echarle en cara, por ejemplo, al mismísimo César, que no entendía ni pizca de cerveza.
Yo, por el contrario, me fijaba bastante en ellos, no por lo mucho que les oía, sino por lo mucho que me llamaban la atención. Me considero una copia muy pobre de tales seres, pero lo que tengo de sublime y de grande en mi persona se lo debo a ellos. De entre todos, no olvidaré nunca a dos hombres cuyos apellidos están grabados indeleblemente en mi corazón: se llamaban Rysanek y Schlegl, y no se podían ver el uno al otro.
Y ahora perdona, lector, si empiezo la historia de otra manera.
Entrando en la fonda de Stajnic desde la calle del Puente, se ven en el primer local, donde se encuentran las mesas de billar, a la derecha, tres ventanas que dan a la calle de los Baños. Delante de cada ventana hay una mesita, y detrás una banqueta en forma de herradura. Ante la mesita pueden sentarse tres personas: una con la espalda a la ventana y las otras dos a los dos lados de la herradura; si esas dos personas quieren sentarse también de espaldas a la ventana, quedan mirando a las mesas de billar y se pueden divertir viendo el juego.
Ante la tercera ventana se congregaban todos los días, de seis a ocho de la tarde, nuestros universalmente estimados ciudadanos; el señor Rysanek y el señor Schlegl. Su sitio siempre estaba libre para ellos; pensar que acaso alguna otra persona pudiera tener la osadía de ocupar sus asientos acostumbrados era algo que un verdadero hijo de la Malá Strana consideraba inaudito y rechazaba de su pensamiento como absolutamente imposible. ¡La cosa no era ni para pensarla! El sitio de junto a la ventana quedaba siempre vacío; el señor Schlegl se sentaba en el lado de la herradura más próximo a la entrada y el señor Rysanek en el otro, una vara más allá. Los dos permanecían dando la espalda a la ventana y, por lo tanto, sin mirarse cara a cara, dedicándose a observar a los que jugaban en las mesas de billar. Hacia la mesita se volvían sólo cuando querían echar un trago o deseaban encender las pipas. Desde hacía once años ocupaban estos sitios en la misma forma, sin faltar un solo día. Y durante ese tiempo no se habían dirigido la palabra, ni siquiera para saber el uno del otro.
Toda la Malá Strana conocía el furioso rencor que se tenían los dos. La enemistad entre ellos databa de hacía muchos años, y era implacable. También se conocía la causa, el origen de todo lo malo: una mujer. Los dos amaron a la misma. Ella prefirió antes al señor Rysanek, antiguo y acreditado comerciante, de absoluta independencia y con buen establecimiento, pero después, de pronto, inopinadamente, se decidió por el señor Schlegl, acaso porque éste tenía casi diez años menos. Y terminó casándose con él.
Ignoro si la señora de Schlegl era realmente una belleza tan excepcional que hubiera podido explicar el dolor eterno y el consiguiente estado de soltería del señor Rysanek. La señora se había despedido del mundo hacía ya muchos años; murió en el primer parto, dejando a su marido una hijita, que era acaso la imagen de su madre. En el tiempo a que me refiero, la señorita de Schlegl había cumplido unos veintidós abriles. La conocí, pues solía visitar con mucha frecuencia a la señora del capitán Poldyn, que vivía en el piso de encima de nosotros; aquella señora que daba un tropezón cada dos pasos cuando andaba por la calle. La gente decía que la señorita de Schlegl era una belleza. No digo que no, pero su belleza era, por decirlo así, arquitectónica. Todo en su sitio; en toda su persona reinaba la simetría más perfecta, y de todo detalle se sabía el porqué. Mas para una persona que no fuese arquitecto, era desesperante. Su cara se movía tan poco, que parecía la fachada de un palacio. Sus ojos no tenían expresión y brillaban como las ventanas recién lavadas. Su boca, tan bonita como un pequeño arabesco, se abría despacito como un portal, y después se quedaba abierta de par en par o volvía a cerrarse con la misma lentitud. Y todo eso con un cutis que daba la sensación de estar recién enjalbegado. Puede que ahora ya no sea tan bonita, si vive, pero será más guapa. Inmuebles de esta clase ganan con el tiempo.
Siento no poder decir por qué ni cómo el señor Rysanek y el señor Schlegl llegaron a encontrarse en aquella mesita de la tercera ventana. Algo de culpa tuvo la maldita casualidad, la cual diariamente quería amargar la vida a los viejos. Cuando la casualidad desconocida los hizo encontrarse ante la mesita por primera vez, el orgullo de ambos les impidió abandonar sus sitios. La segunda vez se sentaron por despecho. Después, para demostrar su imperturbabilidad y «para que la gente no dijese». Y luego todos los parroquianos de la fonda de Stajnic comprendieron que para los dos viejos se trataba de una cuestión de honor y que ninguno podía ceder.
Llegaban a las seis, hoy uno un minuto más temprano, mañana el otro. Saludaban cortésmente a todo el mundo y a cada cual en particular, y solamente hacían la excepción el uno con el otro. El camarero les quitaba en verano el sombrero y el bastón y en invierno la gorra de piel y el abrigo, y los colgaba en la percha, detrás de sus respectivos sitios. Después de quitarse dichas prendas inclinaban algunas veces la cabeza como los pichones -la gente vieja tiene esa costumbre cuando quiere sentarse-, se apoyaban con una mano en la esquina de la mesita -el señor Rysanek con la izquierda y el señor Schlegl con la derecha- y se sentaban con lentitud, volviendo la espalda a la ventana, con la cara hacia las mesas de billar. Cuando se acercaba el gordo hostelero, con su eterna cara sonriente y siempre charlando sin cesar, para ofrecer los polvos de rapé de cumplido, tenía que llamar la atención de cada uno por separado dando unos golpecitos en la tapa de la cajita, y para cada uno tenía que hacer aparte la eterna observación acerca del buen tiempo o del malo. Si no, el otro no habría aceptado los polvos o se hubiese hecho el sordo. Nadie podía vanagloriarse de haber sostenido una conversación con los dos a la vez. Jamás uno quiso saber nada del otro; el compañero de mesa no existía para ninguno de los dos.
El camarero ponía delante de cada uno su vaso de cerveza. Después de un rato -pero nunca los dos al mismo tiempo, observándose uno al otro, a pesar de la aparente indiferencia- se volvían hacia la mesita, sacaban una pipa de espuma de mar con guarniciones de plata, y de un bolsillo exterior de la americana una bolsa llena de tabaco; llenaban las pipas, las encendían y volvían a sentarse como antes. Así permanecían dos horas, y así bebían cada uno sus tres tercios; después se levantaban -hoy uno un minuto antes, mañana el otro-, guardaban las pipas, el camarero les ayudaba a ponerse los abrigos, y saludaban a todo el mundo, despidiéndose de todos, excepto el uno del otro.
Me senté a propósito en la mesa de al lado de la chimenea. Así les veía directamente la cara y les podía observar cómodamente sin llamar la atención.
El señor Rysanek era un comerciante en telas; el señor Schlegl tenía una tienda de quincallería. En aquel entonces se habían retirado de los negocios como ricos propietarios de fincas, pero sus rostros reflejaban todavía sus ocupaciones anteriores. La cara del señor Rysanek hacía recordar siempre la tela con rayas blancas y encarnadas que antes vendía; la del señor Schlegl me pareció siempre la de un viejo almirez jubilado.
El señor Rysanek era más alto, más seco y, como antes dije, más viejo. No se encontraba ya nada bien, muchas veces se sentía débil, y la mandíbula inferior, involuntariamente, se le descolgaba. Usaba lentes montados en asta negra. Su pelo era gris y, a juzgar por la parte escasa que había conservado del primitivo color, podía asegurarse que el señor Rysanek había sido rubio. Sus mejillas estaban hundidas y pálidas; tan pálidas, que sus largas narices se habían puesto encarnadas y eran de un color casi carmesí. Por la misma razón acaso siempre colgaba de su final una lágrima, una gota, que brotaba de aquel adorno colorado. Como biógrafo concienzudo, tengo que observar que el señor Rysanek trataba de secar aquella lágrima demasiado tarde; algunas veces cuando ya había caído sobre su pecho.
El señor Schlegl era algo achaparrado; quiero decir que no tenía cuello. Su cabeza era como una bola; el cabello, bastante canoso, negro. Su cara, donde estaba afeitada, de un color negro azulado, y donde no tenía pelo, de un color rosado: un pedazo de carne radiante y después un pedazo oscuro; como algún severo cuadro de Rembrandt.
Sentí verdadera estimación hacia los dos héroes, y cuanto más los estimaba más los admiraba. Tal como estaban sentados en aquel banco, libraban diariamente una gran batalla, un combate cruel, inexorable. Luchaban con sus armas; con el silencio saturado de veneno, con el menosprecio más pronunciado. Y la batalla quedaba siempre indecisa. ¿Cuál de los dos pondría por fin su pie sobre la nuca de su adversario vencido? El señor Schlegl era físicamente el más fuerte; todo en él era corto, conciso; cuando hablaba, parecía como si sonaran golpes. El señor Rysanek hablaba más suave, más despacio: era débil, pero guardaba silencio y odiaba con el mismo heroísmo.
(Continuará)