La Santa Hermandad
Cuando me capturaron los cuadrilleros de la Santa Hermandad, yo no sabía de qué se trataba, y supuse que el error se aclararía pronto; pero no me escucharon. Por lo visto, se trataba de algo más grave que un puro asunto civil. (Aunque éstos, a veces, también presentan cierta gravedad, pues, como se sabe, los cuadrilleros de la Santa Hermandad están facultados no sólo para detener, sino también para juzgar y ejecutar las sentencias, las cuales, caso de ser de muerte, se realizan atando a un árbol al reo y acribillándole a saetazos hasta que muere.) El hecho es que los cuadrilleros, en este caso, cumplían, excepcionalmente, órdenes emanantes de otra organización, encargada ésta de velar por la pureza dogmática; me refiero a la Santa Inquisición (S. I.), por cuyos oficios siento un profundo respeto como cristiano viejo que soy y obediente y respetuoso con el dogma.
El caso es que estoy en un calabozo del Santo Oficio de Sevilla y acabo de saber que, por lo visto, se trata de un proceso de brujería.
He sido interrogado, para lo cual me han retorcido un tobillo hasta rompérmelo.
Les he dicho todo lo que sabía sobre las personas de mi pueblo -varias mujeres- que, al parecer, se dedican a prácticas de brujería; y ya me soltaban un poco para darme un respiro y ponerme en condiciones de firmar la declaración, cuando ha entrado un Alto Inquisidor y ha mirado compasivo mi colgante y tumefacto pie. «Hermanos -ha dicho a los agentes de la S. I.-, paréceme que habéis hecho violencia al desdichado. Traedme su declaración, que yo la lea, y veremos si encontramos el modo de dejarle en paz para que proceda a la curación de sus llagas, las cuales no son, a fin de cuentas, sino un pálido reflejo de los sufrimientos de Cristo, de los dolores y martirios de su cuerpo, que no encontraron cura ni consolación, sino burla y desprecio por parte de tus hermanos de raza, perro judío», terminó, dirigiéndose a mí con ojos coléricos y llameantes.
Yo no podía hablar (tales eran mis dolores), pero deseaba decir al Alto Inquisidor cuál era mi verdadera naturaleza y cuánto error había en tenerme por judío, que no lo era, ni tan siquiera judaizante, pues sólo recuerdo que hubiera uno en mi pueblo y murió (a la mayor gloria de Dios) sine efusione sanguine, quiero decir, que falleció en la hoguera.
Mientras yo, reducido a la mudez por las impresiones y dolores que tan horribles acontecimientos me producían, me retorcía en el potro de la tortura (no he dicho que apenas podía moverme, pero el caso es que tenía las manos atadas a la tabla con una especie de alambre espinoso que me hería cruelmente las muñecas al intentar cualquier movimiento), el Alto Inquisidor leía mi declaración atentamente. Advertí con horror que los colores de su rostro se hacían pálidos y terrosos y que sus músculos se contraían con ira.
Rompió el papel de pronto y arrugándolo hizo como una bola de estopa que introdujo entre mis dientes; acto seguido, los agentes de la S. I. utilizaron sendos palos para hacerme tragar aquella masa de papel. «¿De modo -decía el alto inquisidor- que quieres reírte de nosotros? Entonces tendrás tu merecido.» Sentí que me asfixiaba y que un palo me desgarraba el paladar.
No sé lo que me habrán hecho después. He perdido el sentido. Ahora tengo el cuerpo lleno de sangre y no sé lo que me pasa en la columna vertebral; el caso es que no puedo moverme. Quizá han calculado mal mi resistencia y me la han roto; debe ser eso, porque al tratar de moverme, mi dolor es enorme.
Quisiera hablar con mis hijos, con mis amigos y vecinos, que me adoran, para que se aclarara este error; pero sin duda estoy incomunicado.
¿Cuándo volverán a buscarme los agentes? Tengo miedo de que vuelvan a interrogarme no sólo por el dolor, sino porque yo no sé qué es lo que quieren que les diga.
Si lo supiera, estoy seguro de que lo diría, pues no puedo soportar más esta penosa situación.
Cuando vuelvan a maltratarme, haré un experimento: empezaré a decir los nombres de todas las personas que yo recuerde, a ver si acierto con el que ellos quieren escuchar, en el caso de que sea tan sólo un nombre lo que buscan. Si esto no diera resultado, estaré definitivamente perdido, pues si lo que ellos quieren que diga es una frase, ¿por dónde empezar? ¡Son tantas las palabras y tantas las combinaciones posibles! ¡Si al menos se conformaran con una oración simple! Entonces se trataría tan sólo de combinar una lista de sujetos, verbos (transitivos e intransitivos) y predicados o complementos (directos, indirectos y circunstanciales), sin olvidar, eso sí, la lista de los posibles genitivos acompañantes del sujeto. Pero ¿y si se trata de una oración compuesta? ¿Sería una oración coordinada? ¿Una subordinada?
Naturalmente, debo confeccionar una lista de palabras probables. Por ejemplo, los nombres de que he hablado antes he de considerarlos sujetos muy probables en este asunto. Como verbos, empezaré por «conspirar», «blasfemar», «asistir a aquelarres», «matar», «incendiar», «perseguir», «robar», «violar», etc. Como predicados, para los casos en que emplee el verbo «ser», ensayaré primero vocablos como éstos: «bruja», «asesino», «judaizante», «envenenador», etc.; y cuando se trate de verbos transitivos como «matar», y otros, empezaré (en calidad de complementos directos) por emplear vocablos como «niños», «cristianos», «inocentes», y aquí puedo (incluso) precisar algo más o menos con los nombres propios de algunos niños muertos o desaparecidos que yo recuerde. Por ejemplo, Pedro González Torres mató al niño Julianillo Vega. O bien, Luis de Andrade y García «es» «judaizante». O bien, Maruja Pérez Lobo «asiste a aquelarres sabáticos», etc.
Desde luego es un gran trabajo -y sucio y reprobable, lo sé- el que me espera, ¡pero es que tengo miedo a sufrir! ¡Tengo miedo a sufrir, Dios mío!
(Alfonso Sastre)
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