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martes, 7 de enero de 2014

El pescador Urashima Taró

En un pueblo de pescadores de la costa del Mar de Japón vivía un joven llamado Taró. Como el lugar se denominaba Urashima, nosotros conocemos al joven por el nombre de Urashima Taró.
Taró era hijo único, y su madre, ya algo mayor, era viuda desde hacía unos años. Los dos moraban en una casa sencilla, típica de la costa, que no servía más que para guarecerse de los vientos del mar y preparar la comida. Como su padre, Taró se hacía a la mar todos los días para pescar. Había días en que conseguía hermosos besugos y doradas, pero también tenía rachas en las que volvía a casa sólo con un par de cangrejos y algas.
Llevaba ya unos días sin conseguir buena pesca cuando una mañana de primavera salió a un mar tranquilo. Después de pasar unas horas en alta mar, y cuando pensaba que ese día iba a ser también como los anteriores, sin ningún pez que picara, notó de pronto que su anzuelo había enganchado algo muy pesado. Preocupado, empezó a tirar con cuidado del hilo. Resultó tratarse de una tortuga de mar tan grande como una persona. Taró quedó sorprendido por el tamaño de la tortuga, pero su asombro fue aún mayor cuando la tortuga empezó a hablarle:
-Señor Urashima, el que usted me haya sacado del mar debe obedecer a un motivo especial. Si me deja en libertad, yo le podría llevar al Reino del Dragón que está bajo la superficie del mar y que ningún ser humano ha conocido. Es el país de la eternidad del océano, donde abundan la riqueza y el gozo. No se arrepentirá de acompañarme.
-¡Caramba con la tortuga! ¡Qué sorpresa! Algo extraordinario debe de estar pasándome. Si es un sueño, no querría despertarme antes de conocer el Reino del Dragón. Sí, tortuga, iré donde me lleves -contestó.
La tortuga se puso entonces al lado de la barca y Taró se echó sobre su enorme caparazón. Durante un momento, pensó que una decisión tan repentina era algo arriesgada, pero su afán de aventura y la confianza de que en seguida habría de volver a la barca pudieron con sus resquemores.
La tortuga empezó a nadar a gran velocidad con Taró a sus espaldas. Con el buen tiempo que reinaba, resultó muy agradable navegar por el mar. Súbitamente, sin que Taró tuviera tiempo siquiera para gritar, la tortuga se sumergió y comenzaron a descender a las profundidades de un mar cada vez más oscuro.
Extrañamente, Taró no sentía la presión del agua ni experimentaba dificultades para respirar. Parecía que Taró se hubiera convertido en una criatura más del mar. Después de atravesar la profunda capa de agua donde apenas llegaba la luz, llegaron de pronto a un lugar tan resplandeciente que el atónito Taró se vio obligado a cerrar los ojos.
Después de frotárselos con las manos para poder ver lo que había más allá de aquella luz blanca, los abrió y halló ante sí un gran palacio de coral. Era imponente y precioso. A un lado y a otro de su persona pasaban bancos de peces plateados y dorados cuyas palabras también podía entender. Hablaban de preparar un banquete para un invitado de excepción que estaba llegando para presentar sus respetos al rey.
«¿Seré yo ese invitado?» Su emoción se mezcló con el asombro al pasar el primer portal del palacio, que estaba adornado con piedras preciosas. Pasaron luego el segundo y, cuando llegaron al tercero, la tortuga se detuvo y le dijo:
-Hasta aquí mi misión. Le he traído al palacio del Rey Dragón que rige todo este océano. A partir de ahora la princesa le guiará y le llevará hasta el rey.
Delante de Taró había una chica de tez muy blanca y de largo cabello, tan negro como el azabache. Lucía un vestido tan espléndido como él jamás había visto. Era bella y elegante.
-Bienvenido al palacio, señor Urashima. Mi padre le está esperando en el salón del trono.
Tal parecía que fuera lo más normal del mundo. Taró no dudó ni un momento en seguir a la preciosa muchacha. Pasaron varios salones de distintos colores hasta que llegaron donde estaba el rey. «¿Cómo tendré que hablar al rey?», se preguntaba Taró, que nunca en su vida había visto a un rey. Encima, le aguardaba para saludarle personalmente. El rey estaba sentado al fondo del salón, rodeado de peces grandes y pequeños.
Taró se inclinó y dijo unas palabras de agradecimiento por haber sido invitado. El rey le contestó diciendo que estaba contento de verle en su palacio y que se quedara todo el tiempo que quisiera. La princesa se llamaba Otohime y era la única hija del rey.
El banquete que prepararon para Taró fue magnífico. No faltaron ni el baile ni la música, y los variados platos de exquisita comida eran imposibles de terminar. Taró recordó a su madre: ¡cuánto le gustaría a la pobre estar allí con él! Pero pronto se olvidó de todo. El sake que le sirvieron le hizo efecto y cayó en un profundo sueño.
En el sueño, Taró vivía con la princesa Otohime. Ella le cuidaba y cocinaba para él todos los días. Todo cuanto deseaba lo tenía a su alcance. Caballas y platijas le hacían de criados, limpiaban el palacio y le servían. Si quería oír música, los bogavantes y langostas se encargaban de ello. Vestía trajes de telas brillantes y azuladas. No tenía ninguna preocupación, ni de dinero ni de salud...
Pero ¿qué sería de su madre que se había quedado sola mientras Taró vivía en palacio? «Es verdad, tengo que avisarla de que estoy aquí. La pobre se preocupará si no vuelvo en seguida», pensó.
En ese instante, Taró se despertó. Miró a su alrededor y todo parecía obedecer al mundo soñado. Los pececillos con rayas de color amarillo y negro le saludaban alegremente:
-¿Ha despertado ya, señor Urashima? ¿En qué podemos servirle?
Taró les pidió que llamaran a Otohime. No podía dejar pasar ni un segundo más sin avisar a su madre de que no le pasaba nada y contarle las maravillas del Reino del Dragón.
-Mira, Otohime. Estoy encantado de estar aquí y me atrevo a decir que no me falta casi nada para alcanzar la plena felicidad. Pero hay un pensamiento que me apesadumbra. Se trata de mi madre, que está lejos. Si me dejas ir un rato a tierra para decirle dónde estoy, se quedará tranquila. ¿Puedes ayudarme a volver allá?
Otohime se quedó algo pensativa cuando escuchó estas palabras de Taró, pero en seguida volvió a ser la princesa complaciente de siempre y le respondió:
-Mi querido Taró, claro que puedes volver a casa. Yo te ayudaré.
Seguidamente se fue a su cuarto y trajo consigo un cofre incrustado de piedras preciosas que le entregó diciendo:
-Mira, toma esto. Es una caja de joyas que te entrego como recuerdo. Te la doy para que te acuerdes de mí y de este lugar, pero cuando estés en tu mundo nunca debes abrirla. ¿De acuerdo?
Taró se volvió loco de contento. Una vez presa de la expectativa de volver a su mundo anterior, hervía de impaciencia por el regreso. «Aunque han sido sólo unas cuantas horas, seguro que mamá estará preocupada pensando que algo me puede haber pasado en el mar», reflexionaba para sus adentros.
La tortuga fue llamada de nuevo. Taró se despidió cariñosamente de la princesa y le dijo que no tardaría en volver de nuevo trayendo consigo a su madre. Otohime no cesó de agitar su mano hasta que la tortuga con Taró a cuestas desapareció del todo en la oscuridad del mar.
No tardaron mucho en llegar a la superficie. El tiempo era tan cálido como cuando habían emprendido su viaje al palacio del Rey Dragón. ¿Sería todavía de mañana? A lo lejos se veían algunas barcas de pescadores. Pronto llegaron a la orilla y la tortuga dejó a Taró con su caja de joyas en la playa.
«Sí, es el pinar de la playa de siempre, y detrás de aquella caleta, a la derecha, estará mi madre esperándome», se dijo Taró.
Impulsado por las ganas de verla, corrió a toda velocidad. Giró a la derecha de la cala, pero la casa que esperaba ver no estaba allí. «¿Me habré equivocado?», pensó. Miró en derredor y en el mar distinguió la roca que sobresalía en forma de copa que siempre le servía de referencia para volver a casa cuando salía a pescar. No había duda de que se encontraba en la playa de Urashima.
¿Qué habría pasado? Anduvo a lo largo de la costa y vio varias casas muy grandes y sólidas. Andaba por allí un anciano que reparó en la presencia de Taró y éste se dirigió a él.
-Por favor, señor. Usted es de aquí, me imagino.
El anciano le miró perplejo y le replicó:
-Sí, yo vivo aquí, pero usted ¿quién es?
-Soy Urashima Taró. Soy de aquí y estoy buscando a mi madre.
-Bueno, pero ¿quién es su madre?
Taró le dijo su nombre y le explicó dónde tenía que estar su casa. El anciano lo miró como si estuviera viendo un fantasma y le dijo que, efectivamente, había oído hablar de ese hombre, que hacía trescientos años se había perdido en el mar y que nunca volvió. Taró no podía creer lo que oía, y cuando quiso preguntar al anciano más cosas de su madre, éste, muerto de miedo, se metió en su casa corriendo.
¡Habían pasado trescientos años desde aquel día! De repente, Taró sintió que empezaban a pesarle las piernas y sólo a duras penas consiguió llegar a la playa. Ahora, ¿cómo volver al palacio del Rey Dragón? Lloraba desesperadamente la muerte de su madre y se dio cuenta de que estaba completamente solo en el mundo.
Sus lágrimas mojaron la caja de joyas que le había dado Otohime. Taró miró la caja un momento y la abrió. De su interior ascendió un humo blanco que envolvió toda su cabeza. Cuando el humo se desvaneció, sintió que su memoria se extinguía. Era un hombre de trescientos años. Su cabeza estaba cubierta de canas y su cara plagada de arrugas.
En la playa de Urashima quedó el esqueleto blanco de Taró. La caja de joyas había desaparecido. Dicen que nadie la encontró.