Blogs que sigo

miércoles, 24 de enero de 2018

Septentrion


Viaje de regreso                                

«No basta el recuerdo cuando aún queda tiempo.»
Luis Cernuda 

Poco después de ponerse el tren en marcha la vi con la cabeza apoyada contra el paisaje veloz. El impulso primario fue extender el periódico y esconderme ahí, tras el papel con las noticias que ya no iba a leer, noticias ya lejanas, como de otro mundo, desprovistas de repente de su posible relevancia. Marta. 
Y con ella, con esos gestos que creía olvidados, esa tristeza tan antigua, esa manera de mover las manos, me vino a la mente toda una época que bien podría haber sido dorada. Pero cada vez que recuerdo aquel tiempo de la vida por delante y largas horas de instituto, ese tiempo de Marta y los cafés a la salida de clase, libros por leer y sábados en los que desembarcar con el cuchillo entre los dientes; cada vez que vuelvo a todo eso termino descubriendo, bajo una superficie dulce de juventud y bullicio, el dolor de heridas que quedaron por cerrar, a la intemperie, convertidas hoy, tras el paso de los años, en sombras donde la memoria no quiere detenerse y recoge sólo de ellas, en su sobrevuelo, la inquietud que despiden, el confuso eco de su queja. A veces son recuerdos como ruidos en la escalera. 
Oculto tras el periódico, escuchándola hablar de vez en cuando con la señora o los niños que viajaban con ella, reviví rostros de amigos cuyos nombres creía olvidados, habitantes de ese tiempo en que despertábamos a un mundo asombroso que, excitante y cruel, tiraba ya de nosotros; y recordé las aulas destartaladas, el olor del proyector sobrecalentado con el que nos pasaban diapositivas de arte los lunes a última hora de la tarde mientras en la calle, en invierno, se iban encendiendo ya las primeras farolas y rótulos y los autobuses rugían bajo las ventanas cargados de historias, camino del centro; esos autobuses que casi nunca tomábamos pero que estaban ahí, como salvación como promesa, y que a cambio de unas pocas monedas traspasarían iluminados, con nosotros a bordo, los límites de lo conocido, el estrecho escenario de nuestra vida de entonces. 
La primera vez que vi a Marta fue una vez muy larga, como cinco o seis horas sin dejar de mirarla. Fue el primer día de curso en el instituto al que yo había llegado nuevo, con esa turbación y desaliento de los recién aterrizados en un medio tan ruidoso como desconocido. Ella ya conocía a casi todo el mundo, así que iba saludando gente a diestro y siniestro, y se reía; mientras yo, desde el otro extremo del aula, miraba su pelo rubio derramarse, esos ojos de ángel, la boca en continuo movimiento, ya fuera por las palabras o por el chicle de fresa que mascaba sin cesar. Luego se sentó en una mesa junto a uno de los radiadores y sacó su plumier como de niña y una carpeta forrada con fotos de James Dean. Desde ahí, iba recorriendo con la vista toda la clase, a izquierda y derecha, una y otra vez, como buscando algo, como si antes de que sonara el timbre del mediodía tuviese que haber elegido un destino, su próxima aventura, un alma sobre la que doler. El reto para mí era, por encima del rubor y la sangre revuelta, sostenerle la mirada, que fuera ella quien bajase primero los ojos o girase la cabeza hacia otro lado. 
Al terminar las clases yo solía enfilar por la calle Puerto Rico hacia Concha Espina camino de la parada del 43. Un día ella me alcanzó; venía, como siempre, acompañada de su hermana de un curso menos que el nuestro, una chica a la que se adivinaba guapa por debajo de la timidez y de unas grandes gafas redondas, y que casi siempre asistía callada y sonriente, aprendiz indecisa, a los nerviosos despliegues de Marta, Marta aquí y allá, con éste y con aquél, ahora una carcajada, de flor en flor, una broma, un beso en el aire, ahora la melena vuela de golpe hacia atrás. Me alcanzó y me dijo siempre tan solo, siempre como triste, y estuvimos hablando, ya se sabe, de todo y de nada, hasta que ellas se desviaron hacia su casa. Muchos días hice el mismo recorrido mirando hacia atrás disimuladamente, esperando a ser alcanzado por ellas, todo lo despacio que se puede andar, demorándome en cada escaparate, pero no recuerdo que volviera a suceder, o iban en grupo con mucha más gente, o se detenían en cualquier corro o a última hora cambiaban de acera. 
Todavía puedo sentir, si quiero, esa soledad en concreto, esa soledad de caminar lentamente pensando en que, a lo mejor, de un momento a otro, oiría su voz a mi espalda y ese silencio sólo de ella, ese silencio entre tantos gritos y risas y motores. Y los sentí ese día en el tren, agazapado en mi asiento, siempre tan solo, siempre como triste; los sentí de tal modo que tuve que levantarme Y caminar hacia ella, hacia la mujer de sus mismos ojos y su misma piel, que en ese momento sacaba de una bolsa un par de yogures con sabor a fruta para sus hijos y que en seguida recordó mi nombre y se puso de pie, alborozada y confusa, y me presentó a su suegra casi a la vez que le decía que se iba un momento conmigo al bar, con este amigo recién hallado de los tiempos de María Castaña. 
Nos sentamos en una de las mesas del vagón cafetería y comenzamos a hablar de aquellos años, de cómo creíamos entonces que serían nuestras vidas y cómo habían sido en realidad, y nos preguntamos por la suerte de un montón de compañeros, amigos inseparables entonces, a los que no habíamos vuelto a ver. Ella me suministró información más o menos reciente de la vida actual de alguna de sus amigas del instituto, nombres que me sonaban familiarmente lejanos pero para los que mi memoria, en la mayoría de los casos, no conservaba un rostro aproximado que calzarles; y yo le conté que había visto a Urzaiz, el anarquista rebelde que soñaba con incendiar la secretaría, y que estaba prácticamente calvo, encorbatado y vencido, trabajando nueve horas como jefe de sección en una asesoría financiera. Hablamos de mil cosas, de aquellos años y de ahora, de cómo se pudre todo, de los niños, de los conciertos que vimos en los colegios mayores y de la vieja canción de dónde habrían ido a parar todos aquellos sueños compartidos tan de veras, tan de corazón, como el poco dinero con que entonces podíamos contar o la botella que hacíamos circular de mano en mano, sentados en la hierba. 
Pero mientras ella evocaba en voz alta vaguedades de un tiempo que se esfumó entre aplausos, yo, en cambio, recordaba cosas que a ella parecían resultarle extrañas, aunque asintiera sonriendo. Como, por ejemplo, la vez en que nos hicimos novios, es decir, compañeros, justo un año después de habernos visto por primera vez, compañeros con guerreras verdes, las dos iguales, como la del Che, compradas en el rastro un domingo de lluvia, en la calle codo a codo y con la revolución por delante, y su melena al viento y los entrañables libros de Benedetti con las esquinas rotas; mucho más que dos, eso desde luego, siempre rodeados de gente, sin tiempo para el amor, tanto por hacer, reunirse, maquetar la revista, volverse a reunir. Y ella rehuyendo estar solos de veras, porque no se decide, porque le da miedo y no le parece buena la idea de una acampada en la sierra ni de una pensión cutre en el centro, de ésas en las que las putas se pasan la noche subiendo y bajando escaleras, la única que podemos pagar, estrenarnos escuchando las toses de viejos sifilíticos. Y además tanto por hacer, el grupo de teatro, el miedo, este sábado imposible, el miedo, la regla, mi sueño tan burgués de caminar de su mano junto al mar, bajo un cielo estrellado. 
Recordaba historias de todos nuestros profesores de entonces y de los viejos bedeles, esos seres con cara de antepasados que se nos aparecían por los pasillos arrastrando los pies. Pero había olvidado, al parecer, la tarde en que arrancamos de todas y cada una de las aulas del segundo piso los crucifijos y los cuadros con el testamento enmarcado de Franco, ella y yo solitos, y llenamos con ellos los cubos de basura. Yo di un paso al frente cuando preguntaron por los culpables y me costó tres días de expulsión, pero ella calló porque su padre la mata si se entera y no pudimos ser, como yo quería, la pareja de rojos castigados que caminara enlazada por los jardines que rodeaban el instituto, mientras los demás llenaban cuadernos con problemas de matemáticas, besándose al tiempo que agitaban todas las conciencias. 
Hablaba de nuestras expediciones en grupo al antiguo cinestudio Griffith, esas tardes de Bogart y Novecento, de Johnny y de Jonás, de cañas a la salida camino del barrio, cuando me perdí en estériles especulaciones acerca de lo caprichosa que puede llegar a ser la memoria en cada uno de nosotros, hasta el punto de que cuando nos hace retornar, al girar la vista atrás hacia un mismo tiempo y escenario vividos, nos conduce en realidad a mundos radicalmente distintos, acontecimientos que se contradicen, ciudades que se niegan, que flotan en brumas de tonos diversos, nieblas rosas, nieblas grises que te dejan de golpe el corazón sin hogar, nieblas negras como boca de lobo. Así, mientras para unos el reino del pasado que regresa es pura nostalgia perfumada, caminitos de flores entre las frondas de un bosque umbrío, para otros destapar la caja de los recuerdos es como cuando se abren las tumbas en algunas películas de terror  y salen fantasmas en pie de guerra, muertos a caballo que van dejando, tras de sí, la noche llena de aullidos y jirones de sábanas negras. 
Pedimos más coñac y seguimos repasando las cosas de aquel tiempo. Parecía no saber de qué le hablaba cuando le nombré la amargura suave que entonces me envolvía, siempre tan solo, siempre como triste, vosotros mismos lo decíais, rodeado de gente pero en otro planeta, un planeta frío donde tantas veces no llegaba el eco de vuestra risa ni sonaba esa música que os hacía saltar. Habló de una euforia por cambiarlo todo, cosa que no se ve en la juventud de ahora, ni por asomo, de un deseo de libertad en la sangre que nos hizo a su imagen y todavía nos mueve, nos duele dentro a veces como un caballo en llamas, y es un dolor del pasado, y ese dolor del pasado, amigo mío, no perdona ni una, nos obliga a la dignidad con su látigo que viene de tan lejos. Pero nada dijo, ni yo quise recordárselo, de lo que fue mi infierno entonces y aun hoy, en algunas pesadillas, regresa como un abismo tanteado con un bastón de ciego, no precipicio con garras sino dolor sin más, a secas, dolor del que se queda cuando enciendes la luz, cuando te vistes y vives, porque lo llevas dentro y tiene que ver con la forma de tu mirada y la humedad de tus huesos y el peso de los días que te toca despachar: no dijo nada de cuando Pradillo -el guaperas de la clase que representaba, con su cazadora de ante y con su pelo peinado hacia atrás, con su llavero de oro del Real Madrid y su chulería absurda corno de portero de discoteca, todo cuanto nosotros odiábamos- se quedó encerrado en los lavabos y empezó a gritar preso de un ataque de claustrofobia; y no hubo manera, y tuvo que venir el cerrajero y medio instituto estaba allí, viendo trabajar a aquel hombre y oyendo los gritos y cuando por fin se abrió la puerta Marta estaba allí, con él, sentada en la tapa del retrete con las manos cubriéndose la cara. No quiso hablar con nadie, conmigo menos todavía. Dejó el teatro, y la alegría, y la revista y a mí y todo y no volvió a ser más Marta saltarina, Marta aquí y allá, se quedó sólo con ese silencio con el que había salido de los servicios abriéndose un pasillo entre las risas ahogadas y los murmullos. Se la vio desde entonces acompañada por Pradillo, que parecía más su guardaespaldas que cualquier otra cosa más digna de envidia, y sin abandonar ya ese silencio que se le quedó desde ese día como enquistado y que, por lo que a mí respecta había durado hasta esa tarde del tren. 
Cuando volvimos a nuestros asientos, toda la familia que viajaba con ella dormía profundamente; quedaba casi una hora de viaje y era imposible ponerse a leer, con tanto coñac en el cuerpo. Fue un momento de esos en que casi puedes oír la banda sonora de una película en la que de repente te has metido sin darte cuenta. Allí estábamos los dos, con nuestros ojitos achispados, sin poder leer ni hacer nada que no fuera mirarnos, ella sonriendo de vez en cuando, estirándose la falda, volviéndome a mirar. Me levanté y le propuse tomar la última o un café cargado que nos despejase un poco, lo que decidiésemos camino del bar. Y esta vez me la llevé de la mano. Pero camino del bar no pensamos en eso, porque entre el dulce mareo y el movimiento del tren, en uno de esos espacios entre dos vagones, donde van las puertas y el extintor y los cuadros de control del aire acondicionado, tropezamos y, para no caer, nos agarramos el uno en el otro, quedando en una posición como de comenzar el baile, igual que si fuera un anuncio de perfume; y tras esa mirada interrogante que cierto punto de ebriedad suele hacer mucho más breve, noté su lengua en mi boca como un pez cálido y lento que me iba diciendo que tomase lo que era mío, que recogiese lo que había dejado olvidado, perdido durante tanto tiempo por el mundo pero que ahora de nuevo estaba aquí. En su sitio. Cuando nadie miraba nos encerramos en uno de los servicios y allí pude despeinarla del todo, amarla contra el lavabo de zinc por cuyo desagüe se colaba un viento con olor a hierro. Y sentir, después de tantos años, la forma de amar que me correspondía y no gocé, esa mezcla de ternura y arrebato, rosas y sangre, y en esa especie de dulzura intempestiva me perdí, como un niño en la noche, y ni por un solo segundo quise rehuir ni una gota del dolor que ese placer me traía, desde tan lejos (dolor por no poder retener el momento, por haber transcurrido miles de días como una monótona apisonadora, dolor de Pradillo, de cada autobús que nuestro miedo dejaba marchar, dolor de llegar tarde a donde ya no me esperan), y me hacía sentir a un tiempo la herida y la venganza. 
Al despedirnos, en el andén, la vida real nos recibió heladora, rodeados de niños y maletas, invierno otra vez; quise mirarle a los ojos y pronunciar gravemente, sintiendo cada letra, un «adiós, Marta» que quedara rotundo en su memoria como uno de esos instantes que no pueden faltar en ningún álbum de su vida, ése cuyas páginas pasarían a toda velocidad por su mente si su coche diera un día cuatro vueltas de campana. No pareció en absoluto contrariada cuando me contestó riendo que no, que no era Marta, sino Begoñita, su hermana, la de las gafas, la que tenía tendencia al acné, la que se quedaba en casa tantas veces, viendo la televisión con sus padres cuando yo iba a recoger a Marta, la que no logró en ese tiempo causar a nadie el más mínimo temblor, la que miraba, callada y en segunda fila, vivir a los demás. Y entonces supe que en aquel sucio lavabo de ferrocarril desbocado hacia el invierno, había habido a la vez más de una venganza, más de un dolor arrancando botones, sudando, gimiendo, dejándolo todo perdido de carmín. 

Carlos Castán