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sábado, 6 de enero de 2018

Carnaval de Vilanova






La locura juega al ajedrez 

Preparó el ajedrez sobre una mesita. Se disponía a jugar solo. No previó que la locura jugaría también.  
Encerrado en su casa de solterón durante una larga enfermedad, hacía tiempo que no jugaba con nadie. La verdad es que antes de caer enfermo tampoco tenía con quién jugar. Ni siquiera en el Club encontraba ya quien le hiciera la partida. Empezaban a apartarse de él. ¿Querrían pagarle con la misma moneda? Quizá; porque -él no lo iba a negar- últimamente había andado huido de las gentes; no por misantropía, entiéndase bien, sino por discreción. Se metía en sí mismo para no entrometerse en vidas ajenas. Su pacto social era mínimo: una sociedad de dos. Y en el ajedrez ese pacto es tan discreto que los compañeros apenas se dan compañía. Prisioneros en una islita encantada -que es lo que es el tablero- dos solitarios se desprenden de sus almas y las infunden en peones, reyes, reinas, torres, alfiles y caballos de madera o de marfil. No necesitan conversar ni mirarse las caras. En ajedrez, el émulo no tiene cara. Uno puede batir a un desconocido por carta o por telegrama. Uno, con los ojos vendados o desde una celda oscura, puede analizar un reticulado mental. Uno puede borrar a los mediocres en cincuenta matches simultáneos: por ser mediocres, esas cincuenta manos son una sola mano, mediocre.  
Ahora que, convaleciente en su cuarto desierto, acababa de preparar el ajedrez sobre la mesita, comprobaría si jugar solo era muy diferente de jugar con otro.  
Ya al sentarse se lamentó de que la otra silla estuviese desocupada: echó de menos al contrincante porque presintió que le sería difícil no ganar.  
Generalmente los jugadores sortean los colores para ver a quien le corresponde salir con las piezas blancas. Puesto que estaba sin pareja pudo prescindir de ese rito y se dio el gusto de elegirlas para todo el día. Nunca lo había admitido en público, pero las blancas le gustaban más que las negras. Esto, por una razón familiar, y era que el ejército de blancas se apellidaban como él: Blanco. Cándido Blanco, para mayor casualidad. Nada de chistes, señores filólogos. ¿Acaso era chistoso el doblete del escritor español: Blanco-White? La ventaja inicial de abrir el juego dura poco, pero para probarse a sí mismo que su intención no era aprovecharse del rival ausente, le permitió que le diera mate en dos jugadas: 1.P4AR, P3R; 2.P4CR, D5T mate.  
Muy bien. Haciéndose el idiota le había regalado al rival la primera partida. Basta ya. A jugar en serio. Volvió a arreglar las piezas en el tablero. A la novena jugada ganaron las blancas.  
-Ganar así no tiene mérito -se dijo-. Sé lo que quiero, sé lo que el otro quiere, sé que el otro sabe lo que quiero. Esto se parece al dialogo entre un ventrílocuo y su muñeco. La gracia estaría en que alguien manejara a las negras desde atrás.  
Dicho y hecho. Colocó las piezas en orden de batalla y salió: 1.P4R. Paseó la mirada por la sala, como si estuviese aburrido de tanto esperar la maniobra de un compañero moroso. Baldosas blancas lucían sobre un pavimento negro. En un santiamén, fueron baldosas negras las que se destacaron sobre un pavimento blanco. Además del trastorno en la vista, hubo un trastorno de lo visto. Aquello que predicaba Jesús -«cuando tú haces limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha»- se dio a dos manos: las dos de Blanco ignoraron lo que ellas mismas hacían cuando levantaron el tablero y le dieron media vuelta. Gracias a ese giro un peón negro, al caminar hacia la casilla 4 Rey, se sintió respaldado por el brazo, casi por la persona que lo había empujado desde atrás.  
El altruista gesto de Blanco no sirvió de nada. A pesar de su buena voluntad, volvieron a perder las negras.  
-Ah -se dijo-, ya sé lo que pasa. Una cabeza es capaz de inventar a otra cabeza, pero las asentaderas son poco imaginativas y no pueden inventar a otras asentaderas: se han pegado a la silla y con sus sensaciones de nalga no me dejan olvidar que yo, la única persona real en la habitación, sigo siempre en el mismo trono y favorezco a las blancas, de las que soy dueño y señor. A ver si, mudando de silla a mi nalgatorio, consigo imaginarme que soy otro y que ese otro sabe salvar a las negras.  
Se puso de pie, se corrió al otro lado de la mesa, se sentó allí y atacó con las negras. Después se levantó, regresó a su sitio y contraatacó para en seguida visitar a las negras y así en ese vaivén movía ya una blanca con la mano derecha, ya una negra con la mano izquierda. Para marcar aún más la diferencia, al mover las negras deparó a la izquierda un manerismo postizo: con la pinza de los dedos atornillaba el trebejo en la casilla. Esto, la derecha no lo había hecho jamás. Izquierda, derecha, capitaneaban bandos contrarios. Las dos manos de Blanco, aunque a pesar de todo se asemejaban, eran esos dos adversarios que van a un baile de máscaras, el uno disfrazado del otro: Blanco, uno en dos, dos en uno, se sentaba, se levantaba, iba, venía.  
Ni con eso. No había caso. Ese cambio de postura física ayudaba, pero poco. La nueva sensación de las asentaderas en una silla de forma distinta y sin almohada no llegó a enajenar a Blanco. Péndulo, pero humano, se lanzaba de extremo a extremo recordando sus venidas y anticipándose a sus idas. Al trasladarse llevaba consigo su conocimiento de las variantes famosas en la historia mundial de cada ataque, de cada defensa. El segundo jugador no existía: era un autómata dirigido desde lejos. Nada extraño, pues, que el final fuera propicio a las blancas. Y lo seguiría siendo mientras Blanco, telepáticamente, transmitiese sus propios pensamientos al segundo jugador, quien, sin mostrar la mano, replicaba con la pieza que le indicaban. Reflejados en un espejo loco, los avances de acá se transformaban en los avances de allá, pero unos y otros estaban regulados por la misma estrategia de Blanco. Lo que se necesitaba era que su persona, en vez de duplicarse en otra igual, se dividiera en dos personalidades distintas. La serpiente Anfisbena tenía en cada punta una cabeza: había que partirla de un hachazo para que se convirtiese en dos serpientes que se atacasen.  
-El ajedrez -se dijo- es un duelo a muerte entre dos inteligencias. Lo que debo hacer es desdoblarme de manera que, cuando jueguen las negras, el lado blanco de mi conciencia quede eclipsado.  
Una inteligencia no le bastaba. Ahora quería dos. Con pasión jugóse el todo por el todo: se desprendió de la única inteligencia que tenía y la arrojó al abismo, confiado en que lo Inconsciente -o lo Subconsciente; o lo Anticonsciente; o lo Reconsciente- se la devolvería multiplicada. Blanco fue loco, fue religioso, fue niño, fue salvaje, se hundió en el recuerdo de sus propias pesadillas y alucinaciones, se fundió en la memoria ancestral de la especie y allí encontró mitos de seres desdoblados y dioses bicéfalos, caviló con esa piqueta esquizoide que es la cruz que todos los hombres cargamos y celebró ritos conjuradores. De pie, erguido en medio de la habitación, miró a su alrededor y vio todo -el techo con la araña de luz, las paredes tapizadas de cuadros, las cortinas de la ventana, los islotes de los muebles en un suelo con extensiones de mar- vio todo, todo menos el cuerpo con el que estaba mirando; era invisible para sí mismo y de ese estado de invisibilidad, al observarse la punta de la nariz, el pecho, las piernas y sobre todo las manos, que lo sobresaltaron con una tremenda sensación de otredad, se vio salir como si fuera otro. Pero ese otro todavía era él. Y no: lo que él quería era algo más, algo más. ¿Qué? Adán vio salir a una compañera de su costilla y Eva vio salir a Caín de sus entrañas. Pues bien: lo que él quería era ver salir de sí mismo a un compañero de juego. No pudo verlo: el jugador imaginario reclamaba sus derechos a existir, pero todavía era una masa oscura que luchaba en la mente sumergida de Blanco; y esta mente sumergida, para emerger, pugnaba a su vez contra tentáculos de pulpo que lo retenían en la profundidad de sueños irracionales. La gestación del Otro fue laboriosa: tuvo lugar, según se verá, en los escaques blancos y negros del ajedrez, agitados en los adentros por la misma magia que rigorea el destino del hombre en el ajedrez de sus días y noches.  
La apertura fue como siempre: Blanco alternaba las blancas con las negras y así el juego permaneció muy consciente de los dos planes con sus posibles ramificaciones, sólo que, al tocarle el turno a las negras, se propuso ignorar que la conciencia de las negras se asentaba en su propia cabeza. Y lo logró: sacó esa conciencia fuera de sí y la instaló en la cabeza de un personaje fantástico, invisible más capaz de jugar por su cuenta. Entonces Blanco se entregó con alma y vida a las blancas y premeditó una desvastadora combinación para dar mate en la vigésima jugada. Se aprendió de memoria la sucesión de movidas, una por una, y con alegría vio que las negras respondían exactamente a lo que él había previsto. El juego parecía mecánico. La victoria, segura, sería de las blancas. En eso cometió un error. En vez de la jugada decimonovena que había calculado se precipitó a la vigésima: su Caballo capturó un peón de Alfil. Fue entonces cuando de la nada surgió una claridad de madrugada, una neblina lunar, un humo opalescente, unos filamentos de medusa, un indeciso ectoplasma, una plasta de otro mundo que de súbito cobró la forma de una mano. No fue más ominosa aquella mano que el rey Belsasar vio salir del aire y escribir palabras fatídicas en la pared. La mano -no era una garra de águila: era un águila- revoloteó sobre el tablero, bajó y le arrebató el Caballo blanco: Blanco, en un vértigo, se encegueció y movió su Torre. Al levantar la vista, la mano contraria ya se había completado en un brazo, y el brazo en un cuerpo. Sentado al frente, el Otro le sonreía. Gracias a Dios, el doble no resultó ser un mono mímico.  
El fantasma era parecido a él: una cara larga, pensativa, de inmóviles ojos celestes, pálida de encierro e insomnio. Pero todavía era una forma preexistente, abstracta, débil como las telarañas del ensueño, liviana como el incienso de los sacrificios. Por un instante Blanco tuvo ganas de deshacer a ese jugador, de obligarlo a cometer un error aun más estúpido que el suyo, pero se contuvo. No, no. Los poetas épicos inventaban a un antihéroe lo bastante digno para realzar el valor del héroe. Blanco inventaría a un poderoso anti-Blanco. Resolvió concebir a su competidor, parte por parte, hacerlo real. Puesto que se había materializado en un cuerpo de características definidas, ya no pudo retocarlo. Tuvo que aceptarlo tal como se le había aparecido. A lo más, cubrirle la palidez con una piel tostada al sol, oscurecerle los ojos, corregirle la astenia con unos músculos más ejercitados. Pero en cambio, dotó a sus glándulas con una química diferente, esa química nerviosa que los teólogos llaman «alma». Alma química que, desde dentro, modeló en una cara igual a la suya expresiones desconocidas. El fantasma ya era un hombre, y había que bautizarlo. Blanco lo bautizo: «Negro». (Había antecedentes: en un torneo de Nuremberg, en 1883, hicieron tablas los alemanes Weiss y Schwartz; y en otro de Londres, en 1924, White derroto a Black.)  
La tabla se puso en tensión, en un equilibrio de fuerzas. El conflicto entre dos espíritus opuestos era inminente. Blanco oyó tambores de guerra en el campamento enemigo. Las negras, apostadas en una selva tenebrosa, divisaban la luz del amanecer y por fin se orientaban. El arrogante paso de un peón indicó que habían encontrado el camino y se ponían en marcha con las banderas desplegadas al viento. Blanco, desde las blancas, se esforzó en descifrar la total estrategia de las negras dentro de la cual ese paso de peón había sido una simple táctica. En vez de obedecer como al principio las instrucciones telepáticas que Blanco le mandaba, Negro se hizo respondón. No sin sorprenderse Blanco comprobó que el otro no caía en una celada y se rehusaba a retroceder. Torbellino contra ciclón en una tempestad de relámpagos. Rodeado de peligros ocultos, Blanco empezó a fallar en su destreza y Negro se hizo cada vez más siniestro. Y de pronto, Blanco vio y oyó que Negro le comía la Torre y con la voz menos fantasmal del mundo decía:  
-Jaque mate.  
Le pidió la revancha, pero a partir de ese punto el ajedrez adquirió una extraña irregularidad.  
Juego es el sometimiento a ciertas reglas de una actividad que no tiene otro fin que la actividad misma. Si dos jugadores resuelven competir, las ganancias de uno corresponden a las pérdidas del otro. Cada jugador entiende, con lógica lucidez, que debe hacer la mejor jugada posible sin preocuparse por el efecto aniquilante que produzca en el rival. La única moral que la teoría del juego acepta es la implícita en la neutralidad moral. Pero las reglas que Blanco había obedecido en los tiempos en que jugaba con los miembros del Club, ahora, al jugar con Negro, se modificaron rápidamente.  
La revolución comenzó con una irrisoria rebeldía de Negro. Estaba arrinconado. La derrota era inminente. Había perdido los alfiles y en ese momento los caballos no parecían servir de nada. Sin embargo, tomó un caballo, lo hizo andar de soslayo, de negro en negro, hasta que llegó a la reina blanca y la capturó. 
-¡Epa, amigo! -exclamó Blanco, sin poder creer en lo que veía-. Usted no hizo saltar al caballo, sino que lo movió de sesgo, como si fuera un alfil...  
-Ya sé -contestó Negro-, pero ¿qué otro remedio? si no le gano la reina ahora mismo, tres jugadas más y usted me jaquea...  
-Pe... pero -tartamudeó Blanco- el caballo es un caballo y el alfil es un alfil, y lo que usted ha hecho no se puede hacer...  
-¿Por qué no? Total, son unos pedacitos de madera.  
Blanco nunca pudo recordar lo que se dijeron en la discusión que siguió. Hubo argumentos, contraargumentos, conciliaciones, reformas de código... Cuando reanudaron el juego las reglas no fueron las mismas. Los jugadores habían regido sus ídolos: ahora dos juguetones demiurgos los regirían a ellos.  
Los árabes llamaron al ajedrez ach-chitrendj y antes los persas lo llamaron shatranj y antes, los hindúes, chaturanga. Partida tras partida, Blanco y Negro retomaron el camino y, a redrotiempo, de siglo en siglo de milenio en milenio, retornaron al remoto Oriente. En ese viaje a los orígenes Blanco y Negro dejaron atrás las escuelas de hoy; los torneos de ayer; las partidas entre califas y reyes medievales que solían resolver sus conflictos no siempre con la guerra, sino con el ajedrez; el ajedrez viviente de los hindúes, en que jóvenes suntuosamente vestidos ocupaban el lugar de las piezas en grandes patios cuadriculados; hasta que el ajedrez se les hizo astronómico, después metafísico, y terminaron en las cabezas de las viejas divinidades. En un universo ajedrezado se combatían Dios y el Diablo, Vahu Manah y Akam Manah, Varuna y Mitra, Isis y Osiris, Ahura Mazdah y Ahra Manyu, Neikos y Philia, Jahwe y Satán, Ormazd y Ahriman.  
El juego, ahora, era moral.  
En los tiempos en que Blanco iba al Club y se encontraba con profesionales y aficionados, se había sentido un buen neoplatónico. Enfrentaba el problema moral con soluciones monistas: Dios, perfecto, ha creado un mundo perfecto; el Bien es un fulgor del Ser; el Mal, una sombra de la Nada; padecemos dolores, miserias, injusticias, pero son una mera ilusión de nuestros sentimientos anonadados; si contemplásemos el mundo, desde dentro, todo iluminado por el amor, comprenderíamos la maravillosa jerarquía que va de lo Múltiple a lo Uno.  
Simple, lógico, verdadero ¿no 
Pero ahora que se le había aparecido Negro, tuvo que enfrentar el problema moral con una solución dualista. En el fondo del universo hay dos principios que contienden: uno benéfico, otro maléfico. El hombre no puede menos de aliarse, a veces con la luz en el campo de Ormuz, a veces con las tinieblas en el campo de Arimán.  
Lucharon furiosamente. Las piezas eran meros pedazos de madera movidos convencionalmente, pero Blanco y Negro, ahora, estaban decidiendo la suerte de los hombres y el sino del universo con la energía anticonvencional de ángeles y demonios. Un peón podía retroceder o coronarse rey, un rey podía destruir a otro o delegar su responsabilidad en la reina. Así, a las estrategias de los hombres de Occidente y Oriente, se sumaban las estrategias divinas y el vértigo de reglas se parecía al caos.  
¿De veras era un caos? Blanco y Negro estaban de acuerdo en que ambos eran agentes de reñidas fuerzas cósmicas, pero no en las definiciones del Bien y del Mal. Ya no sabían quién era el bueno, quién el malo. Y la verdad es que, en sus discusiones, no menos apasionadas que sus jugadas, olvidaron quién era quién. Ni protagonista ni deuteragonista: antagonistas a secas. Uno de ellos -¿Blanco? ¿Negro?- se apoderaba del juego: inventaba las reglas a cada movida y movía todas las veces que se le daba la gana. El otro aguardaba pacientemente una ocasión propicia hasta que de repente intervenía con una jugada que paraba, desviaba, anulaba o contrarrestaba la anterior y entonces el universo cuadricular del cosmos quedaba otra vez alterado. ¿Era agente de Dios aquel que dominaba el ajedrez con un continuo desfile de piezas? ¿Era agente del Diablo éste que, intermitentemente, imponía cambios? ¿O al revés? En todo caso, mientras ellos, al parecer indiferentes a lo que no fueran sus trebejos, se arremetían por líneas, columnas y diagonales, en realidad su ambigua casuística compelía a los hombres del mundo entero a salir de una trampa y caer en otra sin saber, porque tampoco sus demiurgos lo sabían, si la vida era una felicidad interrumpida por un aparente dolor o un sufrimiento interrumpido por dichas sueltas.  
-¡Jaque-mate! -exclamó una estentórea voz, pronunciándolo con la entonación de un maniqueo persa: 'shah, mat'.  
El vencido se levantó, con fastidio, y por la ventana se asomó a la calle.  
Esa calle, y la gente que en ese momento la transitaba, formaban parte de uno de los tableros donde habían jugado. El tablero ese se extendía entre Barracas y Flores, entre la Recoleta y Belgrano. Y como resultado de las partidas que Blanco y Negro habían jugado, los hombres -inocentes o malvados- avanzaban con el caballo de Garibaldi desde Palermo, con la Torre de los Ingleses desde Retiro, con el alfil de Plaza de Mayo, con peones desde todos los barrios, con un reyezuelo que «cumplía» desde la Casa Rosada o una reina que «dignificaba» desde la Caja de Justicia y Previsión.  
Desde la ventana el jugador vencido se puso a gritar a los hombres que pasaban:  
-¡Yo no tengo la culpa! ¡Hago lo que puedo! El Otro es el malo. No sabe jugar, pero gana. ¡Huyan, fichas, huyan del tablero antes de que sea demasiado tarde!  
La gente empezó a aglomerarse al pie de la ventana. Unos se reían, otros lo insultaban, otros lo miraban sin comprender.  
Un vigilante se aproximó:  
-¿Qué pasa aquí? Usted, señor, está promoviendo un desorden público.  
-Yo no. ¡Es Él, es Él! -exclamó el hombre señalando hacia dentro de la habitación.  
El vigilante se puso en puntas de pie, miró por la ventana y no vio a nadie.  
-¿Quién?  
-Blanco. Él es el malo. Yo soy Negro.     

Anderson Imbert