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martes, 2 de enero de 2018

Ferrer-Dalmau 3













El soldado de La Ciotat 
  
Tras la primera guerra mundial, durante una feria organizada para celebrar la botadura de un barco en el pequeño puerto de La Ciotat, al sur de Francia, vimos en una plaza pública la estatua de bronce de un soldado francés en torno a la cual se apiñaba una multitud. Nos acercamos y descubrimos que se trataba de un hombre de carne y hueso, con capote color caqui, casco de acero en la cabeza y bayoneta bajo el brazo, inmóvil en un pedestal de piedra bajo el candente sol de junio. Su cara y sus manos estaban revestidas de una capa de pintura color bronce. No se le movía un solo músculo, ni siquiera pestañeaba. 
A sus pies, apoyado contra el pedestal, había un trozo de cartón en el cual se leía: 

«El hombre estatua 
(L' homme statue) 

Yo, Charles Louis Franchard, soldado del regimiento..., adquirí, a raíz de quedar sepultado vivo cerca de Verdun, la insólita capacidad de permanecer totalmente inmóvil y comportarme como una estatua el tiempo que me plazca. Este talento mío ha sido examinado por muchos profesores y calificado de enfermedad inexplicable. ¡Ayude usted, por favor, a un padre de familia sin trabajo depositando aquí su pequeña dádiva!». 

Arrojamos una moneda al plato colocado junto al cartón y, meneando la cabeza, seguimos nuestro camino. 
De modo que aquí está él, pensamos, armado hasta los dientes, el indestructible soldado de tantos milenios, aquel con el que se ha hecho la historia, el que hizo posible todas las hazañas de Alejandro, César y Napoleón de ras que hablan los libros de lectura escolares. Es éste. Ni siquiera pestañea. Este es el arquero de Ciro, el auriga del carro falcado de Cambises al que la arena del desierto no logró enterrar definitivamente, el legionario de César, el lancero de Gengis-Khan, el guardia suizo de Luis XIV y el granadero de Napoleón I. Él posee la capacidad –no tan insólita, después de todo- de no dejar traslucir nada cuando se prueban en su persona los instrumentos de destrucción más inconcebibles. Se queda como una piedra, insensible (dice él), cuando lo envían a la muerte. Agujereado por lanzas de las más diversas épocas -de piedra, bronce o hierro-; arrollado por carros de combate, los de Artajerjes y los del general Ludendorff; pisoteado por los elefantes de Aníbal y los escuadrones de caballería de Atila; destrozado por proyectiles voladores de los cañones cada vez más perfeccionados de diversos siglos, pero también por las piedras voladoras de las catapultas; desgarrado por balas de fusil grandes como huevos de paloma y pequeñas como abejas, él se yergue siempre de nuevo, indestructible, recibiendo órdenes en cientos de idiomas, pero sin saber nunca por qué ni para qué. No es él quien toma posesión de las tierras que conquista, como el albañil tampoco vive en la casa que ha construido. Tampoco el territorio que defiende es propiedad suya. Ni siquiera su arma o su equipo le pertenecen. Pero allí permanece erguido, teniendo sobre su cabeza la lluvia mortífera de los aviones y la brea ardiente de las murallas de la ciudad enemiga, bajo sus pies las minas y las trampas, y a su alrededor la peste y el gas mostaza; allí se mantiene erguido, aljaba de carne para dardos y flechas, punto de mira permanente, picadillo de tanque, infiernillo de gas, ¡con el enemigo por delante y el general por detrás! 
¡Incontables son las manos que le habrán tejido el jubón, forjado la armadura, cortado los botas! ¡Incontables los bolsillos que se habrán llenado a expensas de él! ¡Inconmensurable el clamor que lo ha acicateado siempre en todas las lenguas del mundo! ¡No ha habido Dios que no lo bendijera! ¡A él, ser atacado por la horrible lepra de la paciencia, minado por el incurable mal de la insensibilidad! 
¿A qué extraño enterramiento, pensamos, deberá este hombre su enfermedad, una enfermedad tan horrenda, atroz y contagiosa? 
¿No será, pese a todo, curable?, nos preguntamos. 

Bertolt Brecht