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lunes, 23 de octubre de 2017

Museu Etnográfico de Ripoll




    

La bombilla de cien vatios 

Estaba en el cruce, a la salida de Qesar Park, donde solían estacionar los tongas, y allí, de pie y en silencio junto a la farola, pensaba en lo devastado que estaba todo a su alrededor. 
Ese parque que tan solo pocos años antes era un lugar tan bullicioso ofrecía ahora una imagen desoladora. Allí donde antes paseaban hombres y mujeres risueños engalanados a la última moda vagaban ahora sin rumbo gentes con ropas mugrientas. El mercado estaba bastante concurrido, pero ya no tenía aquella algazara de feria de antaño. Los edificios de cemento circundantes habían perdido su belleza y ahora se contemplaban unos a otros con cara de pánico y aspecto desaliñado, como viudas. 
Estaba asombrado pensando qué fue de todo aquel maquillaje, dónde quedó todo aquel sindur, qué se hizo de aquella música que en otro tiempo allí resonaba. No era algo que hubiera ocurrido hacía mucho, ya que él prácticamente era un recién llegado (dos años es muy poco tiempo). Cuando llegó desde Calcuta para trabajar en una empresa con un buen sueldo, trató por todos los medios de alquilar una habitación en la zona de Qesar Park, pero por más que lo intentó no lo consiguió. 
Sin embargo, ahora todos esos edificios estaban ocupados por verduleros, sastres y zapateros. 
Donde antes había una deslumbrante oficina de una gran compañía cinematográfica, hoy ardían los fogones. Donde antes se concentraban los personajes más acaudalados y famosos de la ciudad, hoy lavaban ropa sucia los lavanderas. ¡En tan solo dos años se había producido una revolución! 
Le resultaba sorprendente, aunque conocía de primera mano sus pormenores. Gracias a los periódicos y a otros amigos que también vivían en la ciudad, había estado al corriente de cómo había irrumpido aquel huracán, pero le parecía que había sido un huracán extraño, ya que también había devorado la belleza de los edificios. Había hombres que habían matado a otros y habían deshonrado a las mujeres, pero también se habían comportado del mismo modo con los ladrillos y las maderas resecas de los edificios. 
Había oído decir que en el furor de ese ciclón habían desnudado a algunas mujeres y les habían cortado los pechos, y a él en ese momento le parecía como si todo lo que le rodeara estuviera desnudo y como si la mocedad de todo su entorno hubiera sido mutilada. 
Estaba junto a la farola esperando a un amigo con cuya ayuda esperaba encontrar algún lugar para vivir. Habían quedado en encontrarse en Qesar Park, en la parada de tongas. 
Dos años antes, cuando llegó allí a trabajar, aquel era un lugar muy famoso en el que se podía ver a las gentes más adineradas y elegantes de la ciudad, ya que allí se podía conseguir todo tipo de artículos de lujo, y en sus inmediaciones estaban situados los mejores restaurantes y hoteles, en los cuales se podía beber el mejor té y disfrutar de la mejor comida. 
Asimismo, allí se concentraban los grandes proxenetas de la ciudad, dado que en aquel lugar había compañías muy importantes y un flujo continuo de dinero y alcohol. 
Recordó cómo solía divertirse dos años antes junto con su amigo, abrazados cada noche a las mejores mujeres. Aunque con la guerra no se podía conseguir whisky, allí en dos minutos uno podía obtener docenas de botellas. 
Seguía habiendo tongas, pero ya no estaban decorados con penachos de plumas, borlas y lustrosos adornos de latón. Quizás todas esas cosas también desaparecieron junto a las otras. 
Miró la hora en el reloj. Acababan de dar las cinco. Era febrero y había comenzado a anochecer. Empezó a criticar en su interior la tardanza de su amigo, y, justo cuando se dio la vuelta con la intención de ir a tomar un té en aquel desolado hotel que había a mano derecha, en que parecían hacerlo con agua del desagüe, alguien lo llamó en voz baja. Pensó que sería su amigo, pero, cuando se volvió, vio a un desconocido. Tenía un aspecto normal y llevaba un salvar nuevo de algodón que no podía estar más arrugado y una camisa azul de popelín que pedía a gritos ser lavada. 
Le preguntó: 
—¿Me llamabas? 
El otro contestó en voz baja: 
-Sí. 
Pensó que quizás sería un refugiado que pedía limosna. 
—¿Qué quieres? —le preguntó. 
El hombre contestó: 
—Nada. —A continuación se acercó más a él y le preguntó—: Y usted, ¿quiere algo? 
-¿Qué? 
—Una chica o algo así. —Tras decir esto se retiró un poco hacia atrás. 
Al pensar que incluso en esos tiempos aquella gente seguía dedicándose a satisfacer sus deseos sexuales sintió una punzada en el pecho. Y a continuación, dominado por sus instintos, lo invadió toda una avalancha de pensamientos lujuriosos, imbuido por los cuales preguntó: 
—¿Dónde está? 
Al proxeneta, por su tono de voz, no le pareció que estuviera demasiado interesado, por lo que empezó a andar y le dijo: 
—No, no parece que lo necesite. 
El lo detuvo. 
-¿Tú qué sabes? El hombre necesita en todo momento ese tipo de cosas que tú puedes proporcionarle, ya se halle en el cadalso o en la pira funeraria- 
Justo cuando iba a comenzar a filosofar, se detuvo y dijo: 
—Oye, si está cerca, estoy dispuesto a ir. Había quedado aquí con un amigo. 
El proxeneta se acercó a él y le dijo: 
—Está cerca. Justo aquí al lado. 
—¿Dónde? 
—En ese edificio de enfrente. Miró hacia aquel edificio. 
—¿Allí? ¿En ese edificio grande? 
—Sí. 
Él comenzó a temblar. 
—Bueno..., entonces... 
Finalmente reunió el coraje suficiente y dijo: 
—¿Voy yo también? 
—Sí, pero yo iré delante. —Y el proxeneta comenzó a caminar en dirección al edificio. 
El lo siguió mientras pensaba cientos de cosas sombrías. 
Como aquel edificio a cuyo frente colgaba un letrero estaba tan solo a unos metros, llegaron en seguida. El inmueble se hallaba completamente devastado, le faltaban ladrillos por todas partes y estaba lleno de tuberías rotas y montones de basura. 
Ya había anochecido completamente, por lo cual, en cuanto cruzaron la entrada y siguieron caminando, comenzó la oscuridad. Tras cruzar el amplio patio, el hombre giró a un lado. Allí habían dejado la construcción a medias y estaban los ladrillos a la vista. Había montones secos de cal y cemento mezclados y por todas partes se veía gravilla esparcida. 
El proxeneta comenzó a subir aquellas escaleras inacabadas, se volvió y le dijo: 
—Espere aquí, que ahora vengo. 
El se detuvo y el hombre desapareció. Alzó la cabeza para contemplar el rellano y vio allí una luz muy intensa. 
Al cabo de dos minutos comenzó a subir las escaleras sigilosamente, y al llegar al último escalón oyó cómo el proxeneta gritaba: 
—¿Te vas a levantar o no? 
Una mujer respondió: 
—Ya te lo he dicho antes, déjame dormir. —Era una voz completamente quejumbrosa. 
El proxeneta volvió a gritar: 
—¡Te he dicho que te levantes, y, como no lo hagas, ya verás...! 
Se oyó la voz de la mujer que decía: 
—Mátame si quieres, pero no me voy a levantar. ¡Por Dios, ten piedad de mí! 
Entonces el proxeneta comenzó a hablar de forma persuasiva: 
—Levántate, mi vida. No seas cabezota. Si no, ¿de qué vamos a vivir? 
La mujer le respondió: 
—¡Pues al infierno con la vida! ¡Me moriré de hambre! ¡Por Dios, no insistas, que tengo mucho sueño! 
El tono del proxeneta se volvió más severo. 
—No te piensas levantar. ¡Desgraciada! ¡Hija de perra! 
La mujer comenzó a gritar: 
—¡No, no me voy a levantar! ¡No me voy a levantar! 
Él, moderando la voz, le dijo: 
—Habla más bajo, que nos van a oír. Venga, levántate. Conseguiremos unas treinta o cuarenta rupias. 
La mujer dijo en tono suplicante: 
—Te lo pido por favor. ¿Cuántos días llevo sin dormir? ¡Ten un poco de piedad! ¡Por Dios, ten un poco de misericordia! 
—Pero si no serán más que una o dos horas... Y después podrás dormir. Si no, voy a tener que ponerme serio. 
Durante unos instantes hubo un completo silencio. Él se acercó con cuidado y se asomó a la habitación de la que salía aquella luz tan intensa. 
Era una estancia pequeña sobre cuyo suelo había una mujer tumbada. Lo único que allí había eran dos o tres cacharros. El proxeneta estaba al lado de la mujer dándole un masaje en los pies. 
Al cabo de un rato le dijo: 
—Venga, ahora levántate. Te juro por Dios que dentro de una o dos horas estarás de vuelta y podrás dormir. 
Ella se levantó como impulsada por un resorte y gritó: 
—¡Está bien, me levantaré! 
El se apartó, asustado, y bajó las escaleras rápidamente con sigilo. Sintió deseos de huir, huir de aquella ciudad, huir de ese mundo, pero ¿adonde? 
A continuación comenzó a pensar quién sería aquella mujer. ¿Por qué la trataban tan mal? ¿Y quién era ese proxeneta? ¿Qué relación tenía con ella? ¿Por qué vivían en aquella habitación con una bombilla tan potente, que no tendría menos de cien vatios? ¿Desde cuándo vivían allí? 
Todavía tenía clavada en los ojos la luz punzante de aquella bombilla. Estaba cegado, y pensaba cómo se podía dormir con una luz tan fuerte, con una bombilla tan potente. ¿Es que no podían poner otra menos intensa, una de quince o de veinticinco vatios? 
Mientras pensaba todas estas cosas, oyó unos pasos y vio dos sombras junto a él. Una, que era la del proxeneta, le dijo: 
—Échele un vistazo. 
—Ya la he visto —contestó él. 
—Está bien, ¿no? 
—Sí. 
—Son cuarenta rupias. 
—De acuerdo. 
—Démelas. 
En ese momento era incapaz de razonar, de modo que se metió la mano en el bolsillo y sacó unos cuantos billetes que entregó al proxeneta. 
—Cuenta a ver cuánto dinero hay. 
Se oyó el crujido de los billetes. 
El proxeneta respondió: 
—Hay cincuenta. 
Él le dijo: 
—Quédate con las cincuenta. 
—Gracias, Sahab. 
A él le dieron ganas de matarlo de una pedrada. 
El proxeneta añadió: 
—Llévesela, pero no sea duro con ella y vuelva a traerla al cabo de dos horas. 
—De acuerdo. 
Salió de aquel gran edificio, cuyo letrero de la fachada había leído en numerosas ocasiones. 
Fuera había un tonga. Él se sentó delante y la mujer detrás. 
El proxeneta se volvió a despedir de él y él volvió a sentir de nuevo ganas de coger una gran piedra y partirle la cabeza con ella. 
El tonga comenzó a andar. La llevó a un hotel cercano y vacío. Tras apartar de su mente el desasosiego que había sentido, contempló a la mujer. Su aspecto era absolutamente lastimoso de los pies a la cabeza. Tenía los párpados hinchados y medio cerrados, y la mitad superior de su cuerpo estaba encorvada como un edificio que se fuera a derrumbar de un momento a otro. 
Él le dijo: 
—Levanta un poco la cabeza. 
Ella salió de su sopor y preguntó: 
—¿Qué? 
—Nada, solo quería que dijeras algo. 
Tenía los ojos completamente rojos, como si le hubieran echado pimentón picante. Permaneció en silencio. 
—¿Cómo te llamas? 
—Da igual —dijo en tono muy ácido. 
—¿De dónde eres? 
—Como si fuera de aquí. 
—¿Por qué eres tan antipática hablando? 
La mujer, que en ese momento ya estaba prácticamente despierta, le miró con los ojos hinchados y enrojecidos y le dijo: 
—Mira, haz lo que tengas que hacer, porque me tengo que marchar. 
El le preguntó: 
—¿Adonde? 
Ella, con gran asperezay brusquedad, le respondió: 
—Al mismo sitio de donde me has traído. 
—Pues márchate. 
—Haz lo que tengas que hacer. ¿Por qué me fastidias? 
El le respondió con un tono lleno de pena: 
—No te estoy fastidiando, siento compasión por ti. 
Ella se enfadó. 
—No necesito a nadie que me compadezca. —Tras lo cual le dijo prácticamente a gritos—: ¡Haz lo que tengas que hacer y deja que me marche! 
El se acercó a ella con intención de acariciarle la cabeza, pero ella se apartó a un lado bruscamente. 
—¡Te he dicho que no me fastidies! Llevo varios días sin dormir. Desde que he venido aquí no he podido dormir. 
Él sintió gran compasión por ella y le dijo: 
—Pues duerme aquí. 
Los ojos de la mujer se llenaron de ira y respondió en tono brusco: 
—¡Yo no he venido aquí a dormir! ¡Esta no es mi casa! 
—¿Tu casa es esa de donde hemos venido? La mujer se irritó aún más. 
—¡Ay! ¿Quieres dejar de decir tonterías? ¡Yo no tengo ninguna casa! ¡Mira, si no quieres hacer nada, me llevas allí y le vuelves a pedir tu dinero a ese..., a ese...! —Iba a decir un insulto, pero se contuvo. 
Llegó a la conclusión de que era inútil intentar preguntarle algo o compadecerse de aquella mujer teniendo en cuenta el estado en que se hallaba, de modo que le dijo: 
—Vamos, te llevaré allí. 
Y la volvió a dejar en aquel gran edificio. 
Al día siguiente, en un restaurante destartalado de Qesar Park, le relató a su amigo toda la historia de la mujer. Este sintió ganas de llorar, y visiblemente conmovido le preguntó: 
—¿Era joven? 
Él le respondió: 
—No lo sé, no la pude ver bien. No hacía más que pensar que por qué no cogía un gran pedrusco y le machacaba la cabeza a ese chulo. 
El amigo le respondió: 
—Pues habrías hecho una buena acción. 
No pudo quedarse mucho tiempo en el restaurante con su amigo. El suceso del día anterior no hacía más que atormentarlo; por eso, en cuanto terminaron de tomar el té, se despidieron. 
Su amigo se dirigió en silencio a la parada de tongas y él se quedó durante un rato buscando a aquel proxeneta, pero no apareció. Eran ya las seis. Frente a él, a pocos metros estaba aquel gran edificio. Se dirigió allí y entró. 
Aunque había mucha gente entrando en el edificio, llegó sin problemas a aquel lugar. Estaba bastante oscuro, pero al llegar junto a las escaleras vio una luz. Miró hacia arriba y comenzó a subir sigilosamente, y, al llegar al último escalón, permaneció un rato de pie en silencio. De la habitación surgía una luz muy intensa, pero no se oía ningún ruido. Se aproximó un poco más. La puerta estaba abierta, así que se acercó y se asomó. Lo primero que vio fue aquella bombilla, y su brillo se le clavó en los ojos. Se alejó inmediatamente para mirar a la oscuridad durante un rato y así poder quitarse ese resplandor de los ojos. 
A continuación volvió a acercarse a la puerta tomando la precaución de no dirigir la vista hacia la bombilla. Al asomarse vio a una mujer tendida en el suelo sobre una esterilla. La observó con atención. Estaba durmiendo. Tenía el rostro cubierto con la dupatta, y su pecho subía y bajaba al compás de su respiración. Entonces se asomó un poco más y lanzó un grito que contuvo inmediatamente. A poca distancia de aquella mujer, sobre el suelo desnudo, yacía un hombre con la cabeza machacada, y junto a él había un ladrillo lleno de sangre. Solo lo vio durante unos segundos, ya que inmediatamente se dirigió corriendo hacia las escaleras. Al bajar, se resbaló y se cayó, pero, haciendo caso omiso de las heridas e intentando mantener la calma, llegó con gran dificultad a su casa, donde pasó toda la noche asediado por las pesadillas. 

Saadat Hasan Manto