Vino de lejos
Tres años ya de misión en Guinea, pocos blancos a su alrededor y muchos deseos de volver, de ver a los suyos.
El permiso le llegó al último momento, y le pareció imposible pensar que aquel 24 de diciembre fuera a pasarlo sentado alrededor de la gran mesa familiar, con los padres, con los otros hermanos más jóvenes que él.
Llegó por la tarde, sin avisar, contento de dar la sorpresa. Pero antes de ir a su casa debía cumplir con el encargo. No era agradable. El individuo le resultó siempre repulsivo. Era un blanco, un muchacho joven, enfermo de fiebres y constantemente borracho. En la plantación nadie le quería. Pero él, como médico, tuvo que tratarle. Por frases deshilachadas supo que en España le aguardaban mujer e hijos a los que abandonó años antes.
El individuo había muerto dejando deudas, mal recuerdo, su alianza de oro. También una pequeña foto en donde el rostro fino de una mujer aparecía al lado del de dos niños. Y un sobre con la dirección de los suyos, de los que dejó, como si presintiera que jamás tornaría a su lado.
Tomó un taxi, acomodó en él su equipaje y dio unas señas. «Antes que nada —pensó— vale más terminar con este enojoso asunto.»
Ella no esperaba a nadie.
Desde los primeros tiempos del matrimonio fue desdichada con él, como si la felicidad se le negara por lo difícil, y en todo caso resultase fuera de su alcance. Ni siquiera los dos chicos, nacidos en aquellos primeros y únicos tres años de convivencia, remediaron el carácter del hombre huraño y bebedor. Aprendió a callar, a sufrir, y el día en que se supo definitivamente abandonada pensó que quizá fuera mejor así.
A los niños podría explicarles cualquier cosa: que el padre viajaba; que lo habían destinado a un lugar malsano, y que muy pronto regresaría para nunca más separarse de ellos.
Durante unos años, engañarles fue muy fácil. Se puso a trabajar y la sonrisa volvió a sus labios. Una sonrisa entristecida, derrotada, que los niños tomaron por contento.
—¿Volverá pronto papá?
—Pronto, hijos míos.
—¿Para Navidad?
—Quizá llegue para Navidad.
—¿Y nos traerá regalos?
—Claro. El día que papá llegue volverá lleno de regalos.
Ni una simple carta tuvo durante los años de ausencia. El mayor de los chicos cumpliría pronto los siete años. El menor tenía seis,
Preparaba la cena cuando sonó el timbre. Dijo al mayor de los chicos:
—Abre la puerta.
El pequeño corrió tras el hermano, y ella, desde la cocina, aguzó el oído.
—¡Papá! ¡Papá! —gritaban los chicos.
Y un tumulto de frases y palabras de alegría retumbó en la casa.
Las piernas le flaquearon. La sonrisa se heló en el rostro, empalidecido de pronto, y tuvo que sentarse. Los gritos de gozo de los chicos le llegaban a través de una niebla miedosa. Creyó oír, entre los niños, la voz aborrecida del hombre que la abandonó. Y eso, no. No podía ser. Los años, si no dicha, le aportaron el sosiego. Él no podía, no tenía ningún, derecho a turbar de nuevo esa paz tan duramente adquirida.
Se irguió entonces.
«Le echaré de casa —se dijo—. Ya no es nada para nosotros. Le aborrezco.»
Muy pálida, con deseos de gritar siquiera una sola vez su desprecio, llegó a la entrada.
Un hombre desconocido acariciaba a sus dos pequeños, el asombro pintado en su cara, infinita piedad en los ojos. Buscó la mirada de la mujer, implorando silencio.
Los dos chiquillos se apretujaban contra el recién llegado, sonreían a la madre, decían a gritos:
—Papá ha llegado. Papá ha llegado.
Interpelaban al hombre.
—Mamá dijo que llegarías en Navidad. Y que traerías regalos.
El hombre se acercó a ella, rozó su frente con los labios. Luego le pidió que secara sus lágrimas. Y entonces dijo a los niños:
—Dejadme un momento, un momento nada más con vuestra madre. Si os portáis bien, tendréis los regalos.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó ella.
—No lo sé. No he tenido tiempo de pensarlo.
—¿Y qué explicación daremos a los chicos?
—Ninguna,
—Ellos querrán que cene esta noche con nosotros. Les he estado diciendo, durante estos últimos años, que el día que su padre regresara no volvería a marcharse.
—El padre de los niños no volverá nunca.
—¿Nunca?
—Nunca —repitió él.
Y le dio cuanto dejó el hombre borracho de la plantación: la alianza de oro y la pequeña foto.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó ella entonces, con paz nueva recién llegada a ella, dolida por su ausencia de dolor.
—Lo que ellos han deseado durante este tiempo. Me quedaré a cenar. Me iré cuando estén dormidos.
—¿Y mañana?
—¿Mañana? No lo sé aún. Tenemos la noche para pensarlo.
—¿Y sus padres? Le están esperando.
—No importa.
—Les privas de una ilusión muy grande.
El hombre sonrió.
—Doy una mayor a sus niños. No discuta. En casa somos muchos hermanos, y sus chicos, en cambio, sólo tienen un padre. Quisiera el sitio de ese padre en la cena de hoy.
—Era un hombre indigno —comentó ella con voz llena de lágrimas.
—Lo sé. Pero ellos no lo saben. Por favor, no les diga nada. Cállese una noche más y mañana veremos.
Y, ante la duda de ella, añadió:
—Se lo ruego.
Carmen Kurtz