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sábado, 7 de octubre de 2017

Casa Botines - León


Una leyenda de la fortaleza de San Petersburgo 

La fortaleza de San Petersburgo fue edificada, como todas las fortalezas, para ser un símbolo visible del antagonismo entre el pueblo y su soberano. 
Sin duda defiende la ciudad, pero aún más la amenaza; sin duda fue construida para repeler a los suecos, pero ha servido para encarcelar a los rusos. 
Es la Bastilla de San Petersburgo; al igual que la Bastilla del faubourg Saint-Antoine, ha tenido aprisionado, sobre todo, al pensamiento. 
Escribiríamos una terrible historia si escribiéramos la de la fortaleza. Lo ha visto todo, lo ha oído todo; pero todavía no ha revelado nada. 
Llegará el día en que abra sus muros, como la Bastilla, y entonces nos asustaremos de la profundidad, la humedad y la oscuridad de sus mazmorras. 
Llegará el día en que se hable de ella como del castillo de If. 
Ese día Rusia tendrá una historia; hasta el momento presente no tiene más que leyendas. Una de estas leyendas es la que voy a contaros ahora. 
Un amigo mío se encontraba cazando, en septiembre de 1855, a unos cientos de verstas de Moscú, por la parte de Pereslof. La caza lo había llevado demasiado lejos para que pudiera regresar a su casa por la noche. Se hallaba en las cercanías de una casita habitada por un anciano caballero que, desde hacía cincuenta y siete años, también era el propietario. 
Este anciano había ido a vivir allí a la edad de veinte años, y nadie sabía cómo la había comprado, ni de dónde venía, ni quién era. Desde el día en que había entrado en posesión de la casa, nunca más había salido de ella, ni siquiera para ir a Moscú. 
Durante diez años no había visto a nadie, no había hecho amistades entre el vecindario, no había hablado más que para decir lo que estrictamente necesitaba decir. 
Jamás se había casado, aunque sus propiedades, que se componían de dos mil deciatinas de tierra, habitadas por quinientos campesinos, le reportaban una fortuna de cuatro a cinco mil rublos de plata de renta. 
Esta propiedad estaba situada entre el convento de Troitza y la pequeña ciudad de Pereslof. Aunque el caballero era poco hospitalario, al menos de reputación, nuestro cazador no dudó en pedirle permiso para pasar la noche en su casa, un sitio en un banco, una parte de la cena. El calor de la estufa jamás lo niega el campesino ruso al forastero: con mayor razón, un caballero a su conciudadano, queremos decir a su compatriota; en Rusia todavía son solo compatriotas. 
Bajo el emperador Alejandro II se convertirán en conciudadanos. 
Eran las siete de la tarde; el crepúsculo ya estaba empezando a caer, acompañado por ese viento frío que, con tres semanas de anticipación, anuncia el invierno ruso, cuando el cazador llamó a la puerta del palate. 
Así es como se llama, en Rusia, a la vivienda que es un poco menos que un castillo y un poco más que una casa. 
Al golpe en la puerta, un viejo criado fue a abrir. El cazador le expuso su demanda; el viejo criado entró para transmitirla al pomeschik, rogando al solicitante que esperara un momento en la antecámara. 
Cinco minutos después reapareció. El pomeschik invitaba a nuestro cazador a entrar. 
Este entró, y halló a su anfitrión sentado a la mesa con un invitado en el que reconoció a un vecino de la casa de campo de su padre. 
Así pues, tenía una protección ante el supuesto misántropo en el caso de que este se desdijera de su primera decisión. Pero no la necesitó, pues el pomeschik se levantó y fue a su encuentro invitándolo a sentarse a la mesa. 
Era un apuesto anciano de setenta y cinco años, de mirada vivaz, incluso un poco inquieta, de salud robusta, y con una hermosa cabellera cana y una bonita barba blanca que no le restaban nada de su apariencia vigorosa. 
Llevaba el traje ruso en su rígida exactitud, botas hasta por debajo de la rodilla, pantalón de terciopelo negro con anchos pliegues, sobre todo de paño gris, y gorro de astracán. 
Estaban terminando de comer: los dos comensales tomaban una taza de té y fumaban. El anciano, excusándose ante su huésped por recibirlo de manera tan poco acorde con sus deseos, ordenó que se devolvieran a la mesa los restos de la cena. 
Estos restos de la cena eran, por otra parte, suficientemente copiosos para satisfacer el apetito del cazador más hambriento. 
El nuestro comió rápidamente para unirse a los dos viejos amigos, en su quinta o sexta taza de té, y en su tercer o cuarto cigarro. 
Ni que decir tiene que el invitado del anciano y mi amigo el cazador se habían dirigido las fórmulas de cortesía de rigor, y el pomeschik sabía que sus dos huéspedes no eran desconocidos el uno para el otro. 
La conversación se dirigió hacia los asuntos de la época: se hablaba por aquel entonces con una libertad que parecía muy dulce, pues salían de treinta y tres años de mutismo. 
El emperador Nicolás había muerto el 18 de febrero del mismo año; y el emperador Alejandro II había debutado con palabras y actos que abrían Rusia a un porvenir que el país ya había dejado de esperar. 
El anciano, contra la costumbre de la gente de su edad, que siempre añora el pasado, parecía feliz por haber cambiado de régimen, y respiraba a pleno pulmón; parecía un hombre que hubiese estado largo tiempo oprimido por el techo de una mazmorra y al que acabaran de devolverle la libertad, que ahora saboreaba encantado. 
La conversación interesaba grandemente a nuestro cazador; el anciano, que tenía una memoria prodigiosa, hablaba de las épocas más remotas como si estuviese hablando de acontecimientos ocurridos el día antes. Se acordaba de Catalina II, de los Potemkin, los Orlof, los Zubof, héroes de otro siglo, que aparecían ante nuestra generación como espectros de una época extinguida. 
Así pues, había vivido en San Petersburgo antes de ir a tomar posesión de su propiedad; había visto la corte y se había codeado con los grandes señores antes de retirarse entre sus campesinos. 
Esta locuacidad por parte de su anfitrión sorprendía a nuestro cazador, pues, como ya hemos dicho, el viejo gentilhombre no tenía ni mucho menos la reputación de charlatán. 
Sin duda su necesidad de hablar era tan grande porque durante mucho tiempo había estado callado. Por eso respondía con total complacencia a las reiteradas preguntas del joven. 
Pero este, retenido por cierta circunspección, no se atrevía a hacerle la pregunta que le interesaba por encima de las demás: 
-¿Cómo un hombre de su distinción abandonó San Petersburgo a los dieciocho años para ir a enterrarse durante cincuenta y siete años al fondo de una provincia? 
Pero, como el anciano se había levantado y había salido un momento, esta pregunta que no se atrevía a hacerle a él se la hizo al amigo de su padre. 
-No estoy mucho más enterado que tú al respecto -le respondió el interrogado-, aunque hace casi treinta años que conozco a mi misterioso vecino. Pero tengo la sensación de que esta noche me habría hecho una confidencia completa si no hubiera habido aquí un extraño: me estaba hablando y es la primera vez que lo veo en semejante disposición. 
El anciano regresó. 
Después de la confidencia que acababa de oír, habría sido una indiscreción por parte de nuestro cazador quedarse más tiempo como tercero en discordia con los dos amigos. Se levantó y pidió al anciano que le indicara la habitación que le habían destinado. El anciano le señaló la habitación contigua. 
Hizo más que señalársela, lo condujo hasta ella. 
Un simple tabique separaba esta habitación del comedor; y como si no hubiera sido suficiente para dar libre curso a la curiosidad del joven, al retirarse, dejó la puerta abierta. 
Nuestro cazador vio con espanto que en aquel comedor no se diría ni una palabra que él no pudiera oír como si estuviera allí mismo. ¡Era tentar a Dios! 
Y, sin embargo, es de justicia decir que nuestro cazador hizo cuanto pudo para dormirse, y, por consiguiente, para no oír; pero por mucho que diera vueltas y más vueltas en el sofá, que cerrara los ojos o que se tapara con la manta hasta la cabeza, el sueño parecía huir con la misma obstinación con que él lo invocaba; o, cuando parecía acudir a su llamada, en ese momento en que las ideas se enturbian, en que a través de los párpados cerrados se ve revolotear a los espíritus de alas de falena, una rata empezaba a roer un tablón, una araña a tejer su tela, un perro a barrer el suelo con la cola, y se despertaba con los ojos abiertos de par en par y el oído tendido a su pesar hacia aquella puerta entreabierta que, por la rendija, dejaba entrar en su habitación la luz y el sonido. 
Creyó entonces que era deber suyo señalar su presencia y sobre todo su cercanía al amo de la casa. Tosió, escupió, estornudó. A cada ruido, en efecto, la conversación se interrumpía, pero para reanudarse en cuanto el ruido cesaba. 
Durante cinco minutos tuvo la imprudencia de callarse e intentar distraerse pensando en las cosas que de costumbre inclinaban de su lado la balanza del pensamiento; pero los dos platillos quedaron iguales, y el equilibrio que se hizo en su mente fue tal, al contrario, que habiéndose callado todo en su memoria y en su corazón, en él y a su alrededor, oyó las primeras palabras de aquella historia que tantas ganas tenía de conocer, y habiendo oído las primeras palabras, no tuvo fuerzas para cerrar los oídos a las últimas. 
-Tenía yo dieciocho años: llevaba dos como abanderado en el regimiento Pavlovsky. 
»El regimiento estaba acuartelado en el gran edificio que aún existe al otro lado del Campo de Marte, enfrente del jardín de Verano. 
»El emperador Pablo I llevaba tres años reinando y vivía en el palacio Rojo, que estaba recién terminado. 
»Una noche en que, después de no sé qué escapada, me habían denegado el permiso que había solicitado para salir con algunos compañeros, y me había quedado en el cuarto de los oficiales de mi graduación prácticamente solo, me sacó de mi sueño una voz cuyo aliento me rozaba la cara y me decía al oído: 
»-Dimitri Alexándrovich, despiértese y sígame.  
»-¿Seguirle? -repetí- ¿Adónde? 
»-No se lo puedo decir. Sin embargo, sepa que es de parte del emperador. 
»Me estremecí. 
»¡De parte del emperador! ¿Qué podía querer de mí, pobre abanderado, de buena familia, pero demasiado alejado del trono para que mi nombre hubiera llegado al emperador? 
»Recordé el sombrío proverbio ruso, nacido en tiempos de Iván el Terrible: "Cerca del zar, cerca de la muerte". 
»Pero no podía vacilar. Salté de la cama y me vestí. 
»Después miré con atención al hombre que había venido a despertarme. Aunque iba envuelto en su pelliza, creí reconocer en él a un antiguo esclavo turco, barbero primero y favorito del emperador después. 
»Pero el examen no fue largo. De haberse prolongado, tal vez habría corrido peligro. 
»-Estoy listo -dije al cabo de cinco minutos, ciñéndome bien la espada por si acaso. 
»Mi inquietud aumentó cuando vi que mi guía, en lugar de dirigirse hacia la entrada del cuartel, bajaba por una pequeña escalera que daba a las salas bajas del inmenso edificio. Él mismo alumbraba nuestra marcha con una especie de linterna sorda. 
»Tras varias vueltas y desvíos, me hallé frente a una puerta que me resultaba completamente desconocida. 
»Durante todo el camino recorrido, no nos habíamos topado con nadie; parecía que el edificio estuviera desierto. 
»Solo creí ver pasar una o dos sombras; pero esas sombras, inasibles por lo demás, desaparecieron o, más bien, se difuminaron en la oscuridad. 
»La puerta a la que habíamos llegado estaba cerrada; mi conductor llamó de una determinada manera; la puerta se abrió sola, aunque evidentemente la había puesto en movimiento un hombre que esperaba al otro lado. 
»En efecto, cuando hubimos pasado, vi claramente, pese a las tinieblas, a un hombre que volvía a cerrar la puerta y que nos seguía. 
»El pasaje por el que habíamos entrado era una especie de subterráneo de siete u ocho pies de ancho, excavado en un suelo cuya humedad rezumaba por los ladrillos que tapizaban las paredes. 
»Al cabo de quinientos pasos, más o menos, el subterráneo quedaba cortado por una reja. 
»Mi conductor se sacó una llave del bolsillo, abrió la reja, y la cerró tras de nosotros. Continuamos el camino. 
»Entonces empecé a recordar la tradición que decía que una galería subterránea comunicaba el palacio Rojo con el cuartel de los granaderos de Pavlovsky. 
»Comprendí que estábamos siguiendo aquella galería, y que, puesto que habíamos salido del cuartel, debíamos de estar yendo al palacio. 
»Llegamos a una puerta similar a aquella por la que habíamos salido en primer lugar. 
»Mi conductor llamó a esta puerta de la misma manera que había llamado a la otra, y de la misma manera la abrió un hombre que esperaba del lado opuesto. 
»Nos encontramos enfrente de unas escaleras, y las subimos; daban entrada a unos apartamentos inferiores, pero por su atmósfera se podía reconocer que entrábamos en una casa caldeada con esmero. 
»Aquella casa pronto tomó las proporciones de un palacio. 
»Entonces todas mis dudas cesaron: me conducían ante el emperador -el emperador, que me enviaba a buscar, a mí, un ser ínfimo escondido en las últimas filas de la guardia. 
»Me acordaba bien del joven abanderado al que el emperador había conocido en la calle, al que había hecho ir detrás de su coche, y al que había nombrado sucesivamente, en menos de un cuarto de hora, teniente, capitán, mayor, coronel y general. Pero yo no podía esperar que me enviara a buscar por la misma razón. 
»Comoquiera que fuese, llegamos a una última puerta, ante la cual iba y venía un centinela. 
»Mi conductor me puso la mano en el hombro diciéndome: 
»-Ahora compórtese, va a estar delante del emperador.  
»Dijo una palabra en voz baja al centinela. Este se apartó.  
»Abrió la puerta, según me pareció, no empleando la llave de la cerradura, sino mediante un secreto. 
»Un hombre de corta estatura, vestido a la prusiana, con botas que llegaban hasta medio muslo, la capa que le caía hasta las espuelas, un tricornio gigantesco, aunque estaba dentro de la habitación, y traje de gala, aunque era medianoche, se giró al oír el ruido. 
»Reconocí al emperador. No era difícil: nos pasaba revista cada dos días. 
»Recordé que en la revista del día anterior, su mirada se había detenido en mí; había mandado salir de las filas a mi capitán y, mirándome, le había hecho algunas preguntas en voz baja, luego había hablado a un oficial del séquito con el tono con que se da una orden total y absoluta. 
»Todo aquello no hacía más que aumentar mi inquietud. 
»Majestad -dijo mi conductor inclinándose-, aquí está el joven abanderado con el que deseabais hablar. 
»El emperador se acercó a mí, y, como era de corta estatura, se puso de puntillas para mirarme. Sin duda reconoció en mí a la persona que esperaba, pues hizo un signo de aprobación con la cabeza y, girando sobre sí mismo, dijo: 
»-¡Váyase! 
»Mi conductor se inclinó, salió y me dejó a solas con el emperador. 
»Le aseguro que hubiera preferido quedarme a solas con un león en su jaula de hierro. 
»Al principio, el emperador parecía no hacerme ningún caso; iba y venía, a zancadas, se paraba delante de una ventana de una sola vidriera y abría un cristal movible para respirar; después, cuando había respirado, volvía a una mesa en la que estaba su caja de tabaco y aspiraba una pizca. 
»Era la ventana de su dormitorio, desde la cual lo mataron después, y que, según dicen, está cerrada desde la época de su muerte. 
»Tuve tiempo de examinar la disposición de cada mueble, de cada butaca, de cada silla. 
»Perpendicular a una de las ventanas había un escritorio. Sobre el escritorio, un papel abierto. 
»Al fin, el emperador pareció darse cuenta de mi presencia y vino a mí. 
»Su cara me pareció furiosa; sin embargo, solo estaba agitada por movimientos nerviosos. Se paró frente a mí. 
»-Polvo -me dijo-, polvo, sabes que tú no eres más que polvo, y que yo lo soy todo, ¿verdad? 
»No sé cómo tuve fuerzas para responder: 
»-Vos sois el elegido del Señor, el árbitro del destino de los hombres. 
»-¡Hum! -masculló. 
»Y, dándome la espalda, se paseó de nuevo, abrió de nuevo la ventana, aspiró tabaco de nuevo, y vino a mí por segunda vez: 
»-Así pues, ¿sabes que, cuando mando algo, debo ser obedecido sin resistencia, sin observaciones, sin comentarios?  
»-Como se obedecería a Dios, Majestad, sí, lo sé. 
»Me miró fijamente. 
»Tenía en los ojos una expresión tan extraña que no pude soportar su mirada. Aparté la vista. 
»Pareció satisfecho de la influencia que ejercía sobre mí. Él la atribuía al respeto, pero era desagrado. 
»Fue a su escritorio, cogió el papel, lo releyó, lo dobló, lo metió en un sobre, selló el sobre, no con el sello imperial, sino con una sortija que llevaba en el dedo. A continuación volvió a mí. 
»-Recuerda que te he escogido de entre mil para ejecutar mis órdenes -dijo-, porque he pensado que, contigo, estarían bien ejecutadas. 
»-Tendré siempre en mente la obediencia que debo a mi emperador -le respondí. 
»-Bien, bien. ¡Recuerda que tú solo eres polvo y que yo lo soy todo! 
»-Espero las órdenes de Su Majestad. 
»-Toma esta carta, llévala al gobernador de la fortaleza, acompáñalo a donde él quiera conducirte, presencia lo que haga, y vuelve a decirme: "Lo he visto". 
»Cogí el paquete al tiempo que me inclinaba. 
»-Lo he visto, ¿me oyes? Lo he visto. 
»-Sí, Majestad. 
»-¡Vete! 
»El emperador cerró la puerta tras de mí mientras repetía:  
»-¡Polvo, polvo, polvo! 
Me quedé completamente aturdido en el umbral.  
»-¡Vamos! -me dijo mi conductor. 
»Nos pusimos de nuevo en marcha, pero por un camino diferente. 
»Este conducía al exterior de la fortaleza. Un trineo esperaba en el patio: subimos los dos, mi conductor y yo. 
»La puerta de la fortaleza que daba al puente de la Fontanka se abrió, y el trineo partió a buen trote, enganchado en troika. Cruzamos toda la plaza, y llegamos a la orilla del Neva. Los caballos se lanzaron sobre el hielo y, guiados por el campanario Pedro y Pablo, cruzamos el río. 
»La noche era oscura, el viento soplaba de un modo lúgubre y terrible. 
»Apenas me di cuenta, por el desnivel de las orillas, de que acababa de tocar tierra firme; estábamos en la puerta de la fortaleza. 
»El soldado aceptó el santo y seña y nos dejó pasar. 
»Entramos en la fortaleza; el trineo se detuvo ante la puerta del alcaide. 
»Después de dar por segunda vez el santo y seña, entramos en las dependencias del alcaide igual que habíamos entrado en la fortaleza. 
»El alcaide estaba acostado; lo hicieron levantarse con estas palabras todopoderosas: "¡Por orden del emperador!". 
»Llegó ocultando su inquietud bajo una sonrisa. 
»Con un hombre como Pablo, no estaban más seguros los carceleros que los cautivos, ni los verdugos que sus víctimas. 
»El alcaide nos interrogó con la mirada; mi conductor le señaló que era a mí con quien debía tratar. 
»Entonces me miró con más atención; sin embargo, dudó en dirigirse a mí. Sin duda le sorprendía mi juventud. 
»Para que se tranquilizase un poco, le di, sin mediar palabra, la orden del emperador. 
»Se acercó a la vela, examinó el lacre, reconoció el sello particular del emperador, la cifra de las órdenes secretas; se inclinó, hizo una señal de la cruz casi imperceptible, y abrió la carta. 
»Leyó la orden una primera vez, me miró, la volvió a leer, y, dirigiéndome la palabra: 
»-¿Usted debe ver? -me dijo. 
»-Debo ver -respondí. 
»-¿Qué es lo que debe ver? 
»-Es usted quien lo sabe. 
»-Y usted, ¿lo sabe usted? 
»-No. 
»Se quedó pensativo unos instantes. 
»-¿Ha venido en trineo? -preguntó. 
»-Sí. 
»-¿Cuántas personas caben en su trineo? 
»-Tres. 
»-¿El señor viene con nosotros? -preguntó señalando a mi conductor. 
»Dudé, pues no sabía qué decir. 
»-No -respondió él-, yo esperaré. 
»-¿Dónde? 
»-Aquí. 
»-¿Qué esperará? 
»-A que la cosa esté hecha. 
»-Está bien; prepare un segundo trineo, escoja a cuatro soldados, y que uno coja una palanca, otro un martillo y los otros dos hachas. 
»El hombre al que se había dirigido el alcaide salió de inmediato. 
»Entonces se giró hacia mí. 
»-Venga -prosiguió el gobernador-, y verá.  
»Salió delante de mí para mostrarme el camino; lo seguí; un guardián vino detrás de nosotros con las llaves.  
»Caminamos hasta que estuvimos frente a la cárcel.  
»El alcaide señaló una puerta con el dedo. 
»El carcelero la abrió, entró, encendió una linterna y nos alumbró. 
»Bajamos diez escalones, encontramos una primera hilera de mazmorras, pero no nos detuvimos; luego otros diez escalones, no nos detuvimos; luego otros diez escalones, tampoco nos detuvimos; luego cinco; fue allí donde nos detuvimos.  
»Las puertas estaban numeradas: el alcaide se paró delante de la puerta señalada con la cifra 11. 
»Hizo un ademán sin hablar; era como si, en aquella sala de tumbas, al igual que los muertos que lo habitan, se perdiese la facultad del habla. 
»Fuera hacía un frío de veinte grados; en las profundidades donde nos hallábamos, aquel frío se mezclaba con una humedad que calaba hasta los huesos; la médula de los míos estaba helada y, sin embargo, me tuve que secar el sudor de la frente. 
»La puerta se abrió; bajamos seis peldaños rápidos y viscosos, y nos encontramos en una mazmorra de ocho pies cuadrados. 
»A la luz de la linterna, me pareció ver una forma humana moverse al fondo de la mazmorra. 
»Se oía un rumor sordo y extraño. Miré a mi alrededor; vi una tronera de un pie de largo por cuatro pulgadas de ancho. 
»El viento venía de esta abertura y hada corriente con la puerta abierta. 
»Comprendí qué ruido era aquel y de dónde venía: era el agua del Neva que golpeaba los muros de la fortaleza; la mazmorra estaba por debajo del nivel del río. 
»-Levántese y vístase -dijo el alcaide. 
»Tuve la curiosidad de saber a quién se dirigía aquella orden. 
»-Alumbra -dije al carcelero. 
»El carcelero dirigió su linterna al fondo de la mazmorra. »Entonces vi incorporarse a un viejo flaco y pálido de pelo blanco y barba blanca. Sin duda había bajado a aquella mazmorra vestido con las ropas con las que había sido detenido; pero aquella ropa había tenido tiempo de caer trozo a trozo, y ya solo iba vestido con una pelliza hecha jirones. 
»A través de aquellos jirones se veía un cuerpo desnudo, tiritando y huesudo. 
»Tal vez aquel cuerpo había estado cubierto de ropas espléndidas; tal vez los cordones de las órdenes más nobles habían cruzado aquel pecho descarnado. Hoy, era un esqueleto viviente que había perdido su rango, su dignidad, hasta su nombre, y que se llamaba número 11. 
»Se levantó, se cubrió con los restos de su pelliza sin emitir ni un quejido; su cuerpo estaba encorvado, vencido por la prisión, la humedad, el tiempo, las tinieblas, el hambre tal vez; la mirada era orgullosa, casi amenazadora. 
»-Bien -dijo el alcaide-; venga. 
»Y salió en primer lugar. 
»El prisionero lanzó una última mirada a su mazmorra, a su asiento de piedra, a su jarra de agua, a su paja podrida. Suspiró. 
»Era imposible, sin embargo, que fuera a echar de menos nada de aquello. 
»Siguió al alcaide, y pasó delante de mí. Jamás olvidaré la mirada que me dirigió al pasar y el reproche que había en aquella mirada. 
»-¡Tan joven -parecía decirme-, y ya a las órdenes de la tiranía! 
»Aparté la vista; aquella mirada había penetrado en mi corazón como un puñal. Me alejé para que no me alcanzara al pasar. 
»Cruzó la puerta de la mazmorra. ¿Cuánto hacía que había entrado en ella? 
»Quizá él mismo lo ignoraba. 
»Seguramente hacía tiempo que había dejado de contar los días y las noches en el fondo de aquel abismo. 
»Salí detrás de él; el carcelero nos siguió y cerró la mazmorra con cuidado. 
»Quizá solamente la vaciaban porque la necesitaban para otro. 
»Ante la puerta del alcaide encontramos los dos trineos. 
»Hicieron subir al prisionero al trineo que nos había llevado hasta allí; nos sentamos, el alcaide a su lado, y yo delante. 
»En el otro trineo subieron los cuatro soldados. 
»¿Adónde íbamos? Lo ignoraba. ¿Qué íbamos a hacer? También lo ignoraba. 
»Lo que sucediese no era asunto mío, acuérdese. Yo debía ver, nada más. 
»Me equivoco, me faltaba otra cosa que hacer; me faltaba decir: "Lo he visto". 
»Nos pusimos en marcha. 
»Por mi posición, tenía las rodillas del viejo entre las mías; noté cómo le temblaban. 
»El alcaide iba envuelto en pieles; yo llevaba el sobretodo militar abotonado y el frío nos invadía. 
»El viejo iba desnudo, o casi, y el alcaide no le había ofrecido nada para taparse. 
»Por un momento pensé en quitarme el sobretodo y dárselo; el alcaide adivinó mi intención. 
»-No vale la pena -dijo. 
»Me dejé el sobretodo. 
»Habíamos reanudado la marcha y habíamos vuelto al Neva. 
»Al llegar en medio del río, el trineo tomó la dirección de Cronstadt. 
»El viento venía del Báltico y soplaba con violencia, un fino granizo nos golpeaba la cara; se estaba preparando una de esas terribles tormentas de viento como solo existen en el golfo de Finlandia. 
»Aunque nuestros ojos estaban habituados a la oscuridad, no veíamos a más de diez pasos. 
»Cuando sobrepasamos la punta, se declaró la tormenta de viento. 
»No se hace una idea, amigo mío, de lo que era aquel torbellino de viento helado, en medio de aquel terreno bajo y cenagoso, donde ni un solo árbol se oponía a su violencia. 
»Avanzábamos a través de una atmósfera en movimiento, pero flotaban unos copos tan recios que parecía casi sólida y como si fuera a ahogarnos entre murallas de nieve. 
»Los caballos resoplaban, relinchaban, se negaban a avanzar. El cochero los forzaba a seguir adelante a base de latigazos. Continuamente se desviaban e iban a hacernos chocar con las orillas del río. 
»Pero con una lucha inaudita volvíamos al centro. 
»Yo sabía que, a veces, en pleno día, trineos, caballos y pasajeros quedaban engullidos en unos abismos donde el agua no se hiela nunca. Podíamos encontrar uno de esos agujeros y ahogarnos todos. 
»¡Qué noche, amigo mío, qué noche! 
»¡Y aquel anciano, con sus rodillas temblando cada vez más entre las mías! 
»Al final nos detuvimos. Debíamos de estar más o menos a una legua de San Petersburgo. 
»El alcaide bajó, se acercó al segundo trineo. Los cuatro soldados ya habían bajado, llevando cada uno en la mano el instrumento con que les habían mandado pertrecharse. 
»-Haced un agujero en el hielo -les dijo el alcaide. 
»No pude reprimir un grito de terror. Empezaba a entender. 
»-¡Ah! -murmuró el viejo con un tono que parecía la risa de un esqueleto-, entonces, ¿la emperatriz aún se acuerda de mí? Creía que me había olvidado. 
»¿De qué emperatriz hablaba? Tres emperatrices se habían sucedido: Ana, Isabel, Catalina. 
»Era evidente que creía vivir todavía bajo una de ellas y que ignoraba hasta el nombre de quien ordenaba su muerte. 
»¿Qué era la oscuridad de su noche comparada con la de su mazmorra? 
»Los cuatro soldados se habían puesto manos a la obra. Quebraban el hielo con el martillo, lo cortaban con las hachas, levantaban los bloques con la palanca. 
»De pronto, dieron un salto atrás; el hielo se había roto, el agua subía. 
»-Baje -dijo el alcaide al anciano, volviéndose hacia él.  
»La orden era inútil, el anciano se había bajado ya.  
»De rodillas en el hielo, estaba rezando. 
»El alcaide dio en voz muy baja una orden a los cuatro soldados; luego volvió a sentarse a mi lado: yo no me había movido del trineo. 
»Al cabo de un minuto, el anciano se levantó. 
»-Estoy preparado -dijo. 
»Los cuatro soldados se lanzaron sobre él. 
»Aparté la vista; pero, aunque no vi, sí oí. 
»Oí el ruido de un cuerpo que caía al abismo. 
»A mi pesar me di la vuelta. El viejo había desaparecido.  
»Olvidé que no era yo quien debía dar órdenes, y grité al cochero: 
»-Pachol! Pachol! 
»-Stoi! -gritó el alcaide. 
»El trineo, que ya había hecho un movimiento, se detuvo.  
»-Aún no ha terminado todo -me dijo el gobernador en francés. 
»-¿Qué nos queda por hacer? -le pregunté.  
»-Esperar -contestó. 
»Esperamos una media hora. 
»-El hielo se ha cerrado, Excelencia -dijo uno de los soldados. 
»-¿Estás seguro? -preguntó el alcaide. 
»Golpeó en la superficie del abismo; el agua había vuelto a solidificarse. 
»-Vámonos -dijo el alcaide. 
»Los caballos partieron al galope. Parecía que el demonio de las tormentas los perseguía. 
»En menos de diez minutos, estábamos de regreso en la fortaleza. 
»Recogí a mi conductor. 
»-¡Al palacio Rojo! -dijo al cochero. 
»Cinco minutos después, la puerta del emperador se abría de nuevo para dejarme pasar. Estaba de pie y engalanado, tal como lo había visto la primera vez. 
»Se paró delante de mí. 
»-¿Y bien? -me preguntó. 
»-Lo he visto -respondí. 
»-¿Lo has visto, visto con tus propios ojos?  
»-Míreme, Majestad -le dije-, y no lo dudará.  
»Me hallaba delante de un espejo. Me veía en él; pero estaba tan pálido; tenía los rasgos tan desfigurados, que apenas yo mismo me reconocía. 
»El emperador me miró, y, sin decir palabra, fue a coger de su escritorio, de donde había cogido el primero, un segundo papel. 
»-Te doy -dijo-, entre Troitza y Pereslof, una tierra con quinientos campesinos. Vete esta noche y no regreses jamás a San Petersburgo. Si hablas, ya sabes cómo castigo. ¡Vete! 
»Me fui, y no volví a ver Moscú nunca más, y es la primera vez que le cuento a alguien lo que acabo de contarle a usted. 
Esta es una de las mil leyendas de la fortaleza.                                                                                                
A. Dumas