El hombre importante que se hizo anacoreta
Había una vez un hombre importante casado y padre de familia, fiel devoto de Buddha. Había salido de viaje para presentar sus respetos al Bienaventurado con ocasión de la fiesta de aniversario de su muerte y adornar sus altares con guirnaldas de flores. Su esposa, que se había quedado en casa, recibió la visita de su madre:
Había una vez un hombre importante casado y padre de familia, fiel devoto de Buddha. Había salido de viaje para presentar sus respetos al Bienaventurado con ocasión de la fiesta de aniversario de su muerte y adornar sus altares con guirnaldas de flores. Su esposa, que se había quedado en casa, recibió la visita de su madre:
«Entonces, hija, ¿sigues siendo feliz con tu marido? ¿Qué tal se porta contigo?
-¡No tengo queja, mi querido esposo es un hombre bueno, sabio y virtuoso como un anacoreta!»
La buena señora, que era algo dura de oído, no oyó más que la última palabra, «anacoreta». Enseguida se deshizo en gritos y lamentos:
«¡Cómo -exclamó-, vaya marido, que abandona a su joven esposa recién casada, con un niño y otro en camino! ¡Eso es abominable! ¡Hacerse anacoreta cuando tiene mujer e hijos pequeños!». Y, casi llorando, se arañó el rostro; se arrancó los pelos y se cubrió la cabeza de cenizas, todo ello delante de los vecinos:
«¡Anacoreta! ¡Qué desgracia más terrible!
-¡Que no, mamá -exclamaba alarmada la joven esposa-, que mi marido no se ha hecho anacoreta!
-¡Anacoreta! ¡Ay! -se desgañitaba la vieja sorda- ¡Qué catástrofe! ¡Qué va a ser de mi hija y de mis pobres nietos! ¡Qué desgracia, qué pena!»
Y corría por el pueblo anunciando a todo el mundo la noticia.
Cuando Kalyana regresó a casa, sus conciudadanos lo acogieron convencidos de que ahora era anacoreta. Asombrado, consideró que aquello debía de ser un signo del cielo. Arregló sus asuntos, se despidió de su esposa y sus hijos y regresó al monasterio zen del que había sido huésped durante sus devociones. Se hizo realmente anacoreta, pronto se hizo famoso por su santidad y, murió, entró en el cielo de Brahma.
* * *
Una palabra puede cambiar el destino.
Ninguna palabra es totalmente inocente. La «palabra justa» es parca. No hay que añadir sufrimiento al mundo, hay que curar, si se puede, la relación entre los hombres. Ni mentir, ni calumniar, evitar los comadreos. Hablar de un tercero nunca es sabio. Decir mal de él es perjudicarlo, hablar demasiado bien de él es despreciar, por comparación, al interlocutor. Alentar, reconfortar, valorar, equilibrar, sonreír. Despertar el gusto por las cosas espirituales. La «palabra justa», según los maestros zen, aporta un poco de paz, de sabiduría y de felicidad a este mundo.
Henri Brunel