El
miedo a los bárbaros
Las formas que adopta el avance hacia la
civilización son múltiples. Una de ellas tiene que ver con la propia extensión
de la entidad que designamos como «nosotros». Goethe, en un texto breve que
data del año de su muerte, «Las épocas de la cultura social», presenta una
escala de valores en este sentido. En el punto más bajo, lo más cerca de la
barbarie, está el grupo humano que sólo conoce a los individuos que forman
parte de su familia. Esta descripción no está muy lejos de la que ofrecen en
la actualidad los paleontólogos y los estudiosos de la prehistoria: en el origen cada grupo humano vivía en
un territorio aislado, no se admitía la presencia de extranjeros y la xenofobia
era de rigor, ya que todo desconocido era un posible enemigo. Se da un paso
hacia la civilización cuando ese grupo se reúne con otros y establece contactos
prolongados con ellos; otro paso más cuando forman juntos entidades
superiores, un pueblo, un país, un Estado. El estado superior se alcanza cuando
acceden a la universalidad, cuando descubren ideales comunes con los demás
miembros de la especie y están dispuestos, por ejemplo, a «colocar todas las
literaturas extranjeras en pie de igualdad con la literatura
nacional».
Encerrarse en sí mismo se opone aquí a abrirse a
los otros. Creerse el único grupo propiamente humano, negarse a conocer nada
al margen de la propia experiencia, no ofrecer nada a los otros y permanecer
deliberadamente encerrado en el propio medio de origen es un indicio de
barbarie; reconocer la pluralidad de grupos, de sociedades y de culturas
humanas, y colocarse a la misma altura que los otros forma parte de la
civilización. Esta extensión progresiva no debe confundirse con la xenofilia,
la preferencia sistemática de los extranjeros, ni con culto alguno a la
diferencia; simplemente nos indica la mayor o menor capacidad de reconocer
nuestra común humanidad.
Otra manera de avanzar de la barbarie a la
civilización consiste en distanciarse de uno mismo para ser capaz de verse
desde fuera, como con los ojos de otro, y ejercer así un juicio crítico no sólo
de los otros, sino también de uno mismo. Cuando renunciamos a privilegiar
siempre nuestro punto de vista en las relaciones sociales, nos acercamos a
los otros. Tampoco en este caso se trata de preferir la propia denigración al
orgullo de ser lo que se es, ya que ello supondría olvidar que ni la barbarie
ni la civilización califican permanentemente a los seres, sino sólo su estado y
sus acciones, de los que algunos son causa de orgullo y otros de
remordimientos. Lo que ganamos es ser capaces, cuando es necesario, de lanzar
una mirada escrutadora sobre nosotros mismos, sobre nuestra comunidad, sobre el
pueblo del que formamos parte para poder descubrir que «nosotros» somos capaces
de llevar a cabo actos de barbarie.
Otra forma diferente de progresión hacia la
civilización consiste en conseguir que las leyes del país en el que vivimos
traten a todos los ciudadanos igual, sin distinción de raza, religión o sexo. Por
el contrario, los países que mantienen estas diferencias, ya sea bajo la forma
de privilegios legales o de apartheid, están más cerca de la barbarie.
La práctica de la esclavitud tiene que ver con ello. El Estado liberal es más
civilizado que la tiranía porque garantiza la misma libertad para todos; la
democracia es más civilizada que el Antiguo Régimen, pero también que todo
Estado étnico, ya que éste mantiene un régimen de privilegios. Por la misma
razón, aunque en otro ámbito, la magia es más bárbara que la ciencia, dado que
la una implica una diferencia irreductible entre el que sabe y el que no sabe,
mientras que la otra avanza mediante observaciones y razonamientos que nada
tienen de secretos y a los que cualquiera puede acceder. El diálogo, que
garantiza una posición equivalente a todos los interlocutores, es una forma de
comunicación más civilizada que el discurso solemne, en el que uno lanza
certitudes mientras los demás escuchan, o que las palabras del oráculo, del
profeta o del adivino. Aceptar un presupuesto por acto de fe implica que el
emisor y el receptor del mensaje no son iguales; aceptarlo por un acto de razón
coloca a uno y a otro en el mismo nivel, y en consecuencia la primera práctica
es más bárbara que la segunda.
En una comunidad es más civilizado el que conoce
mejor los códigos y las tradiciones, ya que ese conocimiento le permite
entender los gestos y las actitudes de los demás miembros de su grupo, y
acercarlos así a su propia humanidad. La idea de civilización implica el conocimiento
del pasado. El que limita su comprensión y su expresión e ignora los códigos
comunes se condena fatalmente a moverse sólo en su pequeño grupo y a excluir a
los otros. El bárbaro se niega a reconocerse en un pasado distinto de su
presente. La cortesía, que es un aprendizaje de la vida con los demás, es a su
vez un primer paso hacia la civilización.
La tortura, la humillación y el
sufrimiento que se infligen a los otros forman parte de la barbarie. Lo mismo
cabe decir del asesinato, y más aún del asesinato colectivo, el genocidio, sea
cual sea el criterio con el que se ha delimitado el grupo al que se desea
eliminar: la «raza» (o características físicas visibles), la etnia, la
religión, la clase social o las convicciones políticas. Los genocidios no son
un invento del siglo xx, pero no podemos pasar por alto que en este siglo se
han perpetuado: masacres de armenios en Turquía, de «kulaks» y «burgueses» en
la Rusia soviética, de judíos y de gitanos en la Alemania nazi, de habitantes
de las ciudades en Camboya, de tutsis en Ruanda... Ya Estrabón decía que hacer
la guerra es más bárbaro que gestionar los conflictos mediante la negociación.
Pero también es un acto de barbarie que una comunidad yezidj (que vive en el
norte de Irak) lapide a una chica porque se ha enamorado de un chico suní que
no pertenece a su comunidad. Por el contrario, la decisión de instituir un tribunal
en Nuremberg al término de la Segunda Guerra Mundial, es decir, un juicio
conforme a la ley en lugar de un ajuste de cuentas, es un signo de
civilización, por grandes que sean las imperfecciones e incluso las
contradicciones internas de ese tribunal; y lo mismo cabe decir del establecimiento
de una comisión para la verdad y la reconciliación en Sudáfrica (o en cualquier
otra parte), que permite no encerrar a todos los defensores del antiguo régimen
en la categoría de monstruos, de criminales o de sádicos perversos.
Tzvetan Todorov