Nos encontramos a gran altura
entre dos bahías, con la vasta soledad del mar delante de nosotros. De los diez
mil barcos que anualmente surcan aquellas aguas a la vista del Cabo, no se
descubría entonces ni uno solo. Era el mar un desierto azul brillante, del que,
a intervalos, emergía la negra cabeza de un cachalote arrojando dos delgados
chorros de agua. La bahía de Finisterre, la más grande de las dos, resplandecía
hasta su entrada con los bellos tornasoles de un inmenso banco de sardinhas,
en cuyos bordes estaba probablemente el cachalote dándose un festín. Al
otro lado del cabo veíamos a nuestros pies una bahía más pequeña, bordeada de
rocas de formas extrañas, que dominaban la costa; esta bahía se llama en el
lenguaje del país Praia do mar de fora y es lugar temible en días de
borrasca, cuando el oleaje del Atlántico penetra en ella y rompe contra las
rocas sumergidas que allí abundan. Aun en días de calma resuena en aquella
bahía un fragor cavernoso que llena el corazón de inquietud.
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-No estaría mal fusilar a estos dos hombres ahora mismo -continuó el alcalde-; porque si no son los dos pretendientes, es seguro que los dos son facciosos.
-No estaría mal fusilar a estos dos hombres ahora mismo -continuó el alcalde-; porque si no son los dos pretendientes, es seguro que los dos son facciosos.
-No estoy yo muy seguro de que
sean ni una cosa ni otra -dijo una voz bronca.
La justicia de Finisterre
volvió los ojos hacia donde había sonado la voz, y lo mismo hice yo. Nuestras
miradas se posaron en el individuo que guardaba la puerta; había plantado el
cañón de la escopeta en el suelo y apoyaba la barba en la culata.
-No estoy muy seguro de que sean
una cosa ni otra -repitió avanzando-. He examinado a este hombre -dijo
señalándome- y escuchado su modo de hablar, y me parece que es inglés; su cara
y su voz lo dicen. ¿Quién conoce a los ingleses mejor que Antonio de la Trava?
¿Quién tiene más motivos para conocerlos? ¿No ha tripulado sus barcos, no ha comido
su galleta, y no estaba junto a Nelson cuando le mataron de un tiro?
Al oírle, el alcalde se
enfureció.
-Es tan inglés como tú -exclamó-.
Si fuese inglés no habría venido a escondidas ni por tierra; habría venido
embarcado y con recomendaciones para alguno de nosotros o para los catalanes;
habría venido a comprar o a vender; pero en Finisterre no le conoce nadie ni conoce
a nadie; además, lo primero que ha hecho al llegar aquí ha sido inspeccionar el
fuerte y subir a la montaña a trazar un campamento, estoy seguro. ¿A qué iba a
venir a Finisterre si no es Calros ni un bribón de faccioso?
Comprendí que había gran parte de
justicia en alguna de estas observaciones, y por vez primera me di cuenta de la
gran imprudencia que había cometido metiéndome por parajes tan incultos y entre
gentes tan bárbaras, sin llevar pretexto alguno que pudiera justificar a sus
ojos mi viaje. Traté de convencer al alcalde de que mi expedición por
aquel país no tenía otro fin que el de conocer las muchas cosas notables que encierra
y recoger noticias acerca del carácter y condición de los habitantes. Pero
estos motivos eran incomprensibles para él.
-¿A qué
ha subido usted a la montaña? ¡Para ver el paisaje! ¡Disparate! Hace
cuarenta años que vivo en Finisterre y no he subido nunca, ni subiría en un día
como el de hoy aunque me diesen dos onzas de oro. Ha venido usted a medir la
altura y a replantear un campamento.
Encontré,
sin embargo, un amigo resuelto en Antonio, el viejo, quien insistió, fundándose
en su conocimiento de los ingleses, en que muy bien podía ser cierto cuanto yo
decía.
-Los
ingleses -decía- no saben qué hacer con tanto dinero como tienen, y andan de
aquí para allá por todo el mundo, y a lo mejor pagan carísimo lo que para la
demás gente no vale un cuarto.
Comenzó
entonces, a pesar del enojo del alcalde, a examinarme de inglés. Todos
sus conocimientos en esta lengua se reducían a dos palabras: knife y fork,
las cuales traduje a sus equivalentes en español; el viejo me declaró
inglés al instante, y blandiendo su escopeta exclamó:
-Este
hombre no es Calros; es inglés, como tiene dicho, y el que trate de molestarle
se las entenderá con Antonio de la Trava, el valiente de Finisterre.
Nadie trató de impugnar ese
fallo, y al fin resolvieron enviarme a Corcubión para que me interrogara el alcalde
mayor del distrito.
-Pero ¿qué hacemos con este otro
individuo? -preguntó el alcalde de
Finisterre-. Este, al menos, no es inglés. Tráele para acá y oigamos lo
que dice en su defensa. Vamos, hombre, ¿quién eres y quién es tu amo?
El guía: Soy
Sebastianillo, un pobre marinero licenciado de Padrón, y mi amo, a la hora
presente, es este caballero que está aquí, el inglés más valiente y de más
dinero del mundo. Tiene en Vigo dos barcos cargados de riquezas. Ya se lo dije
a ustedes antes, cuando me prendieron en la posada.
El alcalde: ¿Y tu
pasaporte?
El guía: Yo no tengo
pasaporte. ¿Quién piensa en traer pasaporte a un sitio como éste, donde no
habrá dos personas que sepan leer? Yo no tengo pasaporte; el de mi amo sirve
también para mí.
El alcalde: No tal; y puesto que no tienes
pasaporte y confiesas que te llamas Sebastián, vamos a fusilarte. Antonio de la
Trava, tú y los escopeteros os lleváis de aquí a este Sebastianillo y le
fusiláis delante de la puerta.
Antonio de la Trava: Con mucho gusto, señor alcalde, puesto que usted
lo manda. No tengo por qué tomarme ningún trabajo en favor de este individuo.
Es seguro que no es inglés; más trazas
tiene de brujo o de nuveiro,
uno de esos demonios que levantan las tormentas y hunden las
lanchas. Además, dice que es de Padrón, y todos los de ese pueblo son ladrones
y borrachos. Una vez me jugaron una mala partida, y no me disgustaría fusilar a
todo el pueblo.
Intervine yo entonces, y dije que
si fusilaban al guía debían fusilarme a
mí también; ponderé la crueldad y barbarie de quitar la vida a un pobre
desdichado que, como se adivinaba al primer golpe de vista, era medio tonto;
añadí que si alguien tenía culpa en aquel caso era yo, porque el otro no era
más que un criado sometido a mis órdenes.
-Después de todo -dijo el
alcalde-, me parece que lo mejor es enviar a los dos presos a Corcubión para que el alcalde mayor
haga de vosotros lo que le
parezca. Pero tenéis que pagar la escolta; no vayáis a figuraros que los
vecinos de Finisterre no tienen cosa mejor que hacer que ir de una parte a otra
con cada individuo que se le ocurra venir a esta ciudad.
-De eso me encargo yo -dijo Antonio-. Soy el valiente de Finisterre y no me asusto de dos hombres. Además,
estoy seguro de que el capitán, aquí presente, me pagará lo que sea razonable,
o dejaría de ser inglés. Conque no perdamos tiempo, y en marcha para
Corcubión, que se hace tarde. Sin embargo, capitán, lo primero de todo es
registrarle a usted, y luego registraré el equipaje. Supongo que no llevará
usted armas; pero lo mejor es cerciorarse.
Mucho antes de cerrar la noche,
montado de nuevo en la jaca y acompañado
por el guía, emprendí a través de la playa el regreso a Corcubión.
George Borrow - La biblia en España
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a J.M. Traba Velay, natural de Fisterra, autor de libros sobre micología de Galicia, descendiente directo de Antonio de la Trava y, por encima de todo, "buena gente"