Blogs que sigo

martes, 15 de septiembre de 2015

Compostela




Nos encontramos a gran altura entre dos bahías, con la vasta soledad del mar delante de nosotros. De los diez mil barcos que anualmente surcan aquellas aguas a la vista del Cabo, no se descubría entonces ni uno solo. Era el mar un desierto azul brillante, del que, a intervalos, emergía la negra cabeza de un cachalote arrojando dos delgados chorros de agua. La bahía de Finisterre, la más grande de las dos, resplandecía hasta su entrada con los bellos tornasoles de un inmenso banco de sardinhas, en cuyos bordes estaba probablemente el cachalote dándose un festín. Al otro lado del cabo veíamos a nuestros pies una bahía más pequeña, bordeada de rocas de formas extrañas, que dominaban la costa; esta bahía se llama en el lenguaje del país Praia do mar de fora y es lugar te­mible en días de borrasca, cuando el oleaje del Atlán­tico penetra en ella y rompe contra las rocas sumergidas que allí abundan. Aun en días de calma resuena en aque­lla bahía un fragor cavernoso que llena el corazón de inquietud.
.................
-No estaría mal fusilar a estos dos hombres ahora mismo -continuó el alcalde-; porque si no son los dos pretendientes, es seguro que los dos son facciosos.
-No estoy yo muy seguro de que sean ni una cosa ni otra -dijo una voz bronca.
La justicia de Finisterre volvió los ojos hacia donde había sonado la voz, y lo mismo hice yo. Nuestras mira­das se posaron en el individuo que guardaba la puerta; había plantado el cañón de la escopeta en el suelo y apo­yaba la barba en la culata.
-No estoy muy seguro de que sean una cosa ni otra -repitió avanzando-. He examinado a este hombre -dijo señalándome- y escuchado su modo de hablar, y me parece que es inglés; su cara y su voz lo dicen. ¿Quién conoce a los ingleses mejor que Antonio de la Trava? ¿Quién tiene más motivos para conocerlos? ¿No ha tripulado sus barcos, no ha comido su galleta, y no estaba junto a Nelson cuando le mataron de un tiro?
Al oírle, el alcalde se enfureció.
-Es tan inglés como tú -exclamó-. Si fuese inglés no habría venido a escondidas ni por tierra; habría ve­nido embarcado y con recomendaciones para alguno de nosotros o para los catalanes; habría venido a comprar o a vender; pero en Finisterre no le conoce nadie ni co­noce a nadie; además, lo primero que ha hecho al llegar aquí ha sido inspeccionar el fuerte y subir a la montaña a trazar un campamento, estoy seguro. ¿A qué iba a ve­nir a Finisterre si no es Calros ni un bribón de faccioso?
Comprendí que había gran parte de justicia en alguna de estas observaciones, y por vez primera me di cuenta de la gran imprudencia que había cometido metiéndome por parajes tan incultos y entre gentes tan bárbaras, sin llevar pretexto alguno que pudiera justificar a sus ojos mi viaje. Traté de convencer al alcalde de que mi expedi­ción por aquel país no tenía otro fin que el de conocer las muchas cosas notables que encierra y recoger noticias acerca del carácter y condición de los habitantes. Pero estos motivos eran incomprensibles para él.
-¿A qué ha subido usted a la montaña? ¡Para ver el paisaje! ¡Disparate! Hace cuarenta años que vivo en Finisterre y no he subido nunca, ni subiría en un día como el de hoy aunque me diesen dos onzas de oro. Ha venido usted a medir la altura y a replantear un campamento.
Encontré, sin embargo, un amigo resuelto en Antonio, el viejo, quien insistió, fundándose en su conocimiento de los ingleses, en que muy bien podía ser cierto cuanto yo decía.
-Los ingleses -decía- no saben qué hacer con tanto dinero como tienen, y andan de aquí para allá por todo el mundo, y a lo mejor pagan carísimo lo que para la demás gente no vale un cuarto.
Comenzó entonces, a pesar del enojo del alcalde, a examinarme de inglés. Todos sus conocimientos en esta lengua se reducían a dos palabras: knife y fork, las cuales traduje a sus equivalentes en español; el viejo me declaró inglés al instante, y blandiendo su escopeta exclamó: ­
-Este hombre no es Calros; es inglés, como tiene dicho, y el que trate de molestarle se las entenderá con Antonio de la Trava, el valiente de Finisterre.
Nadie trató de impugnar ese fallo, y al fin resolvieron enviarme a Corcubión para que me interrogara el alcalde mayor del distrito.
-Pero ¿qué hacemos con este otro individuo? -preguntó el alcalde de Finisterre-. Este, al menos, no es inglés. Tráele para acá y oigamos lo que dice en su defensa. Vamos, hombre, ¿quién eres y quién es tu amo?
El guía: Soy Sebastianillo, un pobre marinero licencia­do de Padrón, y mi amo, a la hora presente, es este caba­llero que está aquí, el inglés más valiente y de más dinero del mundo. Tiene en Vigo dos barcos cargados de riquezas. Ya se lo dije a ustedes antes, cuando me prendieron en la posada.
El alcalde: ¿Y tu pasaporte?
El guía: Yo no tengo pasaporte. ¿Quién piensa en traer pasaporte a un sitio como éste, donde no habrá dos personas que sepan leer? Yo no tengo pasaporte; el de mi amo sirve también para mí.
El alcalde: No tal; y puesto que no tienes pasaporte y confiesas que te llamas Sebastián, vamos a fusilarte. Antonio de la Trava, tú y los escopeteros os lleváis de aquí a este Sebastianillo y le fusiláis delante de la puerta.
Antonio de la Trava: Con mucho gusto, señor alcal­de, puesto que usted lo manda. No tengo por qué tomar­me ningún trabajo en favor de este individuo. Es seguro que no es inglés; más trazas tiene de brujo o de nuveiro, uno de esos demonios que levantan las tormentas y hun­den las lanchas. Además, dice que es de Padrón, y todos los de ese pueblo son ladrones y borrachos. Una vez me jugaron una mala partida, y no me disgustaría fusilar a todo el pueblo.
Intervine yo entonces, y dije que si fusilaban al guía debían fusilarme a mí también; ponderé la crueldad y barbarie de quitar la vida a un pobre desdichado que, como se adivinaba al primer golpe de vista, era medio tonto; añadí que si alguien tenía culpa en aquel caso era yo, porque el otro no era más que un criado sometido a mis órdenes.
-Después de todo -dijo el alcalde-, me parece que lo mejor es enviar a los dos presos a Corcubión para que el alcalde mayor haga de vosotros lo que le parezca. Pero tenéis que pagar la escolta; no vayáis a figuraros que los vecinos de Finisterre no tienen cosa mejor que hacer que ir de una parte a otra con cada individuo que se le ocurra venir a esta ciudad.
-De eso me encargo yo -dijo Antonio-. Soy el va­liente de Finisterre y no me asusto de dos hombres. Ade­más, estoy seguro de que el capitán, aquí presente, me pagará lo que sea razonable, o dejaría de ser inglés. Con­que no perdamos tiempo, y en marcha para Corcubión, que se hace tarde. Sin embargo, capitán, lo primero de todo es registrarle a usted, y luego registraré el equipaje. Supongo que no llevará usted armas; pero lo mejor es cerciorarse.
Mucho antes de cerrar la noche, montado de nuevo en la jaca y acompañado por el guía, emprendí a través de la playa el regreso a Corcubión.
George Borrow - La biblia en España


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a J.M. Traba Velay, natural de Fisterra, autor de libros sobre micología de Galicia, descendiente directo de Antonio de la Trava y, por encima de todo, "buena gente"