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viernes, 25 de septiembre de 2015

Musée de La Roche-sur-Yon





La esencia de la sabiduría

El viejo rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo aún no había alcanzado la madurez. Subió al trono, preocupado por estar tan poco formado para el cargo que le correspondía. Tenía esa penosa sensación de que la corona se le caía de la cabeza, de que era demasia­do grande y demasiado pesada. Se atre­vió a decirlo. Los consejeros se tranqui­lizaron; pensaron: «Su conciencia de no saber, de no estar listo, le predispone a ser un buen rey, capaz de aceptar consejos, de escuchar sugerencias sin precipi­tarse a la hora de tomar una decisión, de reconocer un error y de aceptar corre­girlo. Alegrémonos por el reino». Él, de­seoso de instruirse, hizo llamar a todos los sabios del reino: eruditos, monjes y sabios probados. De entre ellos eligió a algunos como consejeros y pidió a los demás que recorrieran el mundo entero para ir a buscar y traer toda la ciencia co­nocida en su época, con el fin de extraer de ella el conocimiento, incluso la sabi­duría.
Algunos partieron tan lejos como la tierra podía llevarles, otros tomaron vías marítimas hasta los confines del hori­zonte. Regresaron dieciséis años más tarde, cargados de rollos, libros, sellos y símbolos. El palacio era vasto. No pudo, sin embargo, albergar tan prodigiosa abundancia de ciencia. ¡Sólo el que re­gresaba de China había traído consigo, sobre innumerables dromedarios, los veintitrés mil volúmenes de la enciclope­dia Cang-Xi, así como las obras de Lao Tse, Confucio, Mencio y otros muchos, tanto renombrados como desconocidos!
El rey recorrió a caballo la ciudad del saber que había tenido que mandar cons­truir para recibir tal abundancia. Se sin­tió satisfecho de sus mensajeros, pero comprendió que una sola vida no basta­ría para leerlo todo, para comprenderlo todo. Solicitó entonces a los letrados que leyeran los libros en su lugar, que extra­jeran de ellos la médula esencial y que redactaran, para cada ciencia, una obra comprensible. Pasaron ocho años antes de que los letrados pudieran entregar al rey una biblioteca constituida por los simples resúmenes de toda la ciencia hu­mana. El rey recorrió a pie la inmensa bi­blioteca así constituida. Ya no era tan jo­ven, veía la vejez llegar dando zancadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida para leer y asimilar todo eso. Pidió entonces a los letrados que habían estudiado esos textos que no escribieran más que un único artículo por ciencia, yendo directamente a lo esencial.
Pasaron ocho años antes de que todos los artículos estuvieran listos, ya que buen número de los eruditos que habían partido hacia los confines del mundo recogiendo todo este saber estaban ya muertos, y los jóvenes letrados que pro­seguían la obra en curso debían leer pre­viamente todo el material antes de escri­bir un artículo.
Finalmente, se le entregó un libro en varios volúmenes al anciano rey, postra­do en su cama, enfermo. Rogó que cada cual resumiera su artículo en una frase.
Resumir una ciencia en pocas pala­bras no es cosa fácil. Se necesitaron ocho años más. Se concibió un único libro que contenía una frase sobre cada una de las ciencias y las sabidurías estudiadas. Al viejo consejero que le traía el libro, el rey moribundo le pidió en un murmullo:
-Dime una única frase que resuma todo este saber, toda esta sabiduría. ¡Una sola frase antes de mi muerte!
-Majestad -dijo el consejero-, toda la sabiduría del mundo cabe en dos pala­bras: «Vivir el instante».

Martine Quentric-Seguy - Cuentos de los sabios de la India