La hora de los équidos Clotildita llegó con la novedad a casa, diz que en la oficina lo supo, que era la comidilla de todos. A partir de entonces no aceptó subir más al auto del novio, e hizo bien porque a las semanas se quedó viuda antes de casarse: al tal Arturo lo cogieron en la peor forma: cuando reponía un neumático pinchado, un tipo (o una tipa, no se averiguó nunca) se le cercó por la espalda y le cercenó la cabeza. En pleno centro de la ciudad, hasta eso. En los alrededores de Gobernación, apenas pasado el mediodía. Luego incendiaron su carro, con todo y llanta de repuesto. Pobre Clotildita. Pero hoy no hay hombre seguro, digo hombre de automóvil. No más se ve aparecer un vehículo cuando medio centenar de francotiradores apuntan al chofer desde las ventanas de las oficinas, las vitrinas de los comercios, los balcones, las estatuas, los aleros, los postes, las barricadas, los sumideros, las mesas de los cafés al aire libre. La gente se ha organizado para cazar automovilistas porque ya no se aguantaba más la polución del aire. El monóxido carbónico y el polvillo y no sé qué más paraban en gotitas de ácido nítrico. Y allí nos tenían a todos con los pulmones como chatarra de orfebrería o como placas de grabador al agua fuerte. Lo que Clotildita contó es que el segundo jefe había sido atacado con bazooka mientras paseaba con la familia hijos incluidos. Una temeridad llevar niños en una situación como la actual. El carro quedó hecho trizas, claro está, y hubo dificultades para recoger los restos dispersos de los ocupantes. Pero aunque era la comidilla de toda la ciudad, los diarios no publicaron nada, el gobierno puso censura a esa clase de noticias. La cosa ocurrió así (cómo ocultarlo del todo si fue en pleno centro y en día feriado): una guerrilla urbana, integrada por amas de casa, emplazó bazookas en la Avenida de los Héroes. Allí batieron el Chevrolet del segundo jefe de Clotildita y dieciséis automóviles más, antes de rendirse a la Primera Compañía de fusileros del Tercer Batallón de Infantería del Segundo Regimiento, con plaza en la Quinta Zona.
Furiosos por la contaminación del aire estábamos todos; pero las amas de casa, por aquello del amor materno, vaya usted a saber, eran las más furiosas. En alguna forma obtuvieron armas (no sólo escopetas de caza, como podría suponerse, sino también y principalmente fusiles M-2 de mira telescópica, metralletas, granadas de mano, cañones antitanque, etc.), y organizaron comandos guerrilleros. Antes habían hecho la llamada "Operación Miel Sobre Hojuelas": se pusieron de acuerdo para verter azúcar en los tanques de gasolina de los autos caseros, y azotó a la ciudad una epidemia de motores pegados para desconcierto de todos, menos de ellas, las amas de casa. Como al cabo de un tiempo muchos automóviles no sólo se habían recuperado del achaque sino que, reparados a prisa en los talleres abarrotados, producían más humo que nunca, las doñas decidieron pegarle fuego a cuanto vehículo motorizado pudieran. Y vista la oposición y hasta la resistencia violenta de los conductores, se convino en que era más fácil proceder con orden y lógica: fusilar al individuo y quemar a continuación el auto. Poco después aparecería la mejor indicación de que la campaña, marchaba exitosamente: por las noches no había un auto en las calles, ni parado ni rodando, y se acabaron los embotellamientos en las horas-punta, y las grandes vías de tránsito rápido son ahora fáciles de cruzar, pues el tránsito ya no es rápido.
Porque tránsito siempre hay, digo tránsito rodado. La gente exhumó las viejas bicicletas cuando la producción local y la importación no bastaron para satisfacer la demanda, y hoy pueden verse millares donde antes no entraba una, condenada como estaba a ser arrollada por los coches y los autobuses.
Cuando la guerra de las amas de casa iba por lo mejor, los altos funcionarios públicos y los ejecutivos de las principales empresas privadas decidieron transportarse en tanques o carros de combate, blindados; pero las bombas que llovían desde las azoteas terminaban por pararlos de todas maneras, y contra sus ocupantes la furia de las madres de familia era especialmente sangrienta: directores generales hubo despedazados con tijeras de costura, limas de uñas, ganchos de pelo y agujas de crochet. Además, las orugas le hacían mucho daño al pavimento, y eso era otro motivo más de cólera. Ahora todos ellos van en coches tirados por caballos, y a esos las amas de casa los respetan. Los modelos son variados, y dependen de la categoría o la situación económica de cada quien. El jefe de Clotildita tiene un cabriolé con pescante posterior elevado. Como es viudo y sus hijos ya se casaron, no precisa de mucho espacio. Me imagino que por eso escogió ese modelo. Las familias grandes prefieren los charabanes cubiertos, y hay quien tiene diligencias, especialmente los que viajan a menudo a las zonas rurales o viven en ciudades satélites. Las familias pequeñas montan en landós. Los médicos suelen usar tiros en tándem, lo mismo que los oficiales de la policía y los repartidores de los almacenes de lujo; los jóvenes solteros y de medios se inclinan por los tílburis y los cabriolés simples, los playboys por los carros romanos (ya ataviados de procónsules, ya -lo que es de un pésimo anacronismo de jockies); las señoritas coquetas en edad de merecer se exhiben los domingos y las tardes claras en buggies, (1) siendo más populares los modelos ingleses que los americanos. Los ministros van a Palacio en berlina, y los directores generales en calesín, al igual que los gerentes de banco y los comerciantes ricos. El señor presidente gasta carroza, y litera el nuncio apostólico de Su Santidad. Los escolares van en patines y monopatines, y los obreros y dependientes de comercio en bicicleta. El alcalde ha inaugurado el primer servicio público de transportes: diez unidades de ómnibus con imperial, tirada cada unidad por seis caballos. Se habla de un avance técnico: los tranvías, de sangre. Hay también calesas en los puntos de taxis. Papá tiene un faetón económico, en el que se acomodan mamá y Clotildita. Yo me cuelgo como puedo. Yo estoy feliz con todo esto, es más divertido que antes; pero me consta que hay quienes no lo están, particularmente aquellos que, sudan y maldicen en sus vehículos de inválido (van en ellos aunque no son inválidos, obligados a hacerlo por la presión social que ve con malos ojos al peatón) los cutis que se ganan la vida arrastrando carretones, los portadores de sillas de mano y palanquines, etc. Siempre hay descontentos en este valle de lágrimas.
Muchas cosas han variado en la ciudad. Y no sólo porque desaparecieran las estaciones de servicio (en todo caso, ya no se vende más gasolina en ellas; ahora se venden helados, látigos y sombreros de paja, heno y concentrado para bestias, etc.), qué va, por muchas otras cosas digo que ha variado la ciudad. Hasta la conversación se transformó con los nuevos vientos. Antes hablábamos, como cualquier pueblo mecanizado, de radiador, acelerador, embrague, diferencial, tubo de escape, volante, arranque, palanca de velocidades, sedán, limousina, convertible, qué sé yo; ahora se nos llena la boca de arneses y arreos: muserolas, quijeras, colleras, sillines, sufras, tirantes, bridas, petrales, baticolas, sobrecuellos. Cuando nos referimos a los vehículos propiamente dichos, el lenguaje no ha variado tanto, por lo menos eso siento yo: ruedas (delanteras y traseras), guardabarros, pescante, faroles, ventanillas, portezuelas, estribo, frenos... Cambio radical hubo en el vocabulario de quienes, en vez de ir en coche, prefieren montar a caballo: copete, ollar, belfos, cerviz, cruz, cascos, grupa, maslo. Y eso sin mencionar los aires del cuadrúpedo: el paso de andadura, el trote, el galope tendido. Ni los aplomos de las extremidades (estevado, cerrado, patizambo, poco pecho...), qué sé yo, la cosa es que ahora sólo se habla de eso, de purasangres y árabes, de equitación, de passage, de cabriolas y corvetas, porque hasta allí hemos llegado otra vez, a soportar a los de siempre, a los que antes cogían las esquinas con chirrido de llantas y frenaban y aceleraban a destajo y tocaban a medianoche aquellas bocinas electrónicas de ochenta decibeles con canciones populares y hoy, a falta de carro, se encallecen el trasero sobre sillas de montar repujadas con pedrería de mero relumbrón, se gastan el presupuesto familiar en estribos de Plata con campanitas, en espuelas de relojería, en frenos de fiesta, todo para qué, si el animal, que ha atado esperando en los establos subterráneos o en las caballerizas elevadas o en los parques o amarrados a los parquímetros o en los salones de belleza equinos (cepilleo, lavadeo, lustreo de cascos, trensadeo de crines, pulideo de dientes), si ha estado esperando el caballo a que el jinete salga de sus ocupaciones, muestre la avena al más leve hincar de espuelas, piafe, salte, corra, todo para qué, si al final de cuentas al primer corcovo el petimetre da de bruces, y allí está abollada la visera o la hombrera, rota la clavícula, destornillada la escarcela o la adarga, el penacho de plumas de gallo alicaído. Porque hasta eso también: los señoritos se encasquetan yelmos medievales o armaduras completas, de cuero o de plástico imitación hierro, claro, por aquello del precio, del peso, del calor y la incomodidad. De cowboy sólo se visten los chabacanos.
En la campaña a mamá le corresponde la fabricación en serie de cócteles molotov. Como es medio cegata y difícilmente acertaría tiro con el fusil de precisión, el comité la encargó de llenar botellas con gasolina. Al principio papá protestaba, después se entusiasmó y ahora tuerce mechas de hilo de algodón en una rueca de pedal. El comité puso a disposición de mamá nueve ayudantas y la casa es ahora una fábrica de cócteles molotov con horario de entrada y de salida, pausa para el café, estímulos a la producción, vacaciones anuales y toda la cosa. Los jueves y los lunes llegan a casa carretas tiradas por percherones para entregar a mamá las botellas recolectadas entre el vecindario y recoger la producción.
Lo sorprendente es que ya no hay automóviles, o quizás no sea sorprendente. Ya nadie quiere arriesgarse a conducir, o meramente a ir de pasajero, por temor a que le den cacería. No sé si el cáncer del pulmón ha disminuido, en todo caso nos divertimos de lo lindo. Clotildita no. Clotildita no cesa de llorar al Arturo. Pero el aire sí está más límpido, más respirable, y eso alegra a cualquiera, aunque el pavimento de las calles y aceras es una porquería con tanto estiércol. Algo habrá que hacer al respecto.
Pero cegata y todo, mamá no renuncia a lanzar ella misma de vez en cuando un cóctel molotov. Eso la divierte a mares. Guarda una bombita en la cartera, va a misa, se mete en el confesionario, sube a la torre y espera allá arriba el paso de algún coche a motor para tirar la botella. La molotov es una bomba sorda, incendiaria, y todo lo que se escucha es el volar de vidrios rotos y apenas un crepitar, o casi un crepitar, de los lengüetazos de las llamaradas, por lo que la misa no se interrumpe, además todos saben que se trata de mamá. Por supuesto no pasan coches, qué van a pasar; pero mamá arroja de todas formas su botella (prefiere las de whiski. Dice que por ser el cristal más delgado se rompen mejor), no es cosa que va a subir los trescientos veintiún escalones por gusto. Enciende la mecha con un fosforito, sostiene la bomba, así encendida, un rato en la mano, como candil, y la arroja a plomo contra cualquier viandante de corbata. "Son los mejores blancos", dice; "además ahora habrá que purificar la ciudad de corbatudos. Son burócratas y fuman demasiado". Eso dice. Si mamá acierta (y para ello no es preciso dar en la coronilla, con que caiga cerca basta), el hombre corre despavorido por el atrio, hasta que se desploma retorcido entre estertores, se inmoviliza en una postura inverosímil y así se quema, la ropa chamuscada confundida con la piel chamuscada, la corbata reducida al nudo inconmovible, en el aire un acre olor a chamusquina. Entonces mamá baja, hay coros en la misa, los fieles la miran con envidia, y es tiempo todavía para comulgar.
Álvaro Menén Desleal