Los bultos del jardín
Cuando la noche ha caído, me gusta dar un paseo por mi jardín. No piensen que soy rico. Un jardín como el mío lo tienen todos. Y más tarde comprenderán por qué.
En la oscuridad, aunque realmente no está oscuro por entero porque de las ventanas iluminadas de la casa viene un difuso resplandor, camino por el prado, los zapatos hundiéndose un poco en la hierba, y mientras tanto pienso, y, pensando, alzo los ojos para ver si el cielo está sereno, y si lucen las estrellas las observo preguntándome un montón de cosas. No obstante, hay noches en que no me hago preguntas; las estrellas se están ahí, encima de mí, completamente estúpidas, y no me dicen nada.
Era yo un muchacho cuando, dando mi paseo nocturno, tropecé con un obstáculo. Como no veía, encendí una cerilla. En la plana superficie del prado había una protuberancia, y eso era extraño. A lo mejor el jardinero ha hecho algo, pensé, mañana por la mañana le preguntaré.
Al día siguiente llamé al jardinero, cuyo nombre era Giacomo. Le dije:
-¿Qué has hecho en el jardín? En el prado hay como un bulto, tropecé con él ayer por la noche y esta mañana, apenas se ha hecho de día, lo he visto. Es un bulto estrecho y oblongo, parece una sepultura. ¿Me quieres decir qué pasa?
-No es que parezca, señor -dijo Giacomo el jardinero-, es que es una sepultura. Y es que ayer murió un amigo suyo.
Era cierto. Mi queridísimo amigo Sandro Bartoli, de veintiún años, se había partido el cráneo en la montaña.
-¿Acaso me estás diciendo -le dije a Giacomo- que mi amigo está enterrado aquí?
-No -respondió-, su amigo el señor Bartoli -dijo así porque era persona educada a la antigua y por ello todavía respetuoso- ha sido enterrado al pie de las montañas que usted sabe. Pero aquí, en el jardín, el prado se ha levantado solo porque éste es su jardín, señor, y todo lo que sucede en su vida, señor, tendrá aquí una consecuencia.
-Vamos, vamos, por favor, eso no son más que supersticiones absurdas -le dije-, te ruego que aplanes ese bulto.
-No puedo, señor -contestó-, ni siquiera mil jardineros como yo conseguirían aplanar ese bulto.
Tras lo cual no se hizo nada y el bulto se quedo allí, y yo continué paseando por el jardín una vez había caído la noche, ocurriéndome de cuando en cuando tropezar con el bulto, si bien no muy a menudo, ya que el jardín es bastante grande; era un bulto de setenta centímetros de ancho y metro noventa de largo y sobre él crecía la hierba, y sobresalía del nivel del prado unos veinticinco centímetros. Naturalmente, cada vez que tropezaba en él pensaba en el querido amigo perdido. Pero también podía pasar que fuera al revés. Es decir, que fuera a dar en el bulto porque en aquel momento estaba pensando en él. Pero este asunto es algo difícil de entender.
Pasaban por ejemplo dos o tres meses sin que yo en la oscuridad, durante mi paseo nocturno, tropezase con aquel pequeño relieve. En este caso su recuerdo volvía a mí; entonces me paraba y en el silencio de la noche preguntaba en voz alta: ¿Duermes?
Pero él no contestaba.
Él, efectivamente, dormía, pero lejos, bajo las rocas, en un cementerio de montaña, y con los años nadie se acordaba ya de él, nadie le llevaba flores.
Sin embargo, pasaron muchos años y he aquí que una noche, en el curso de mi paseo, justamente en el rincón opuesto del jardín, tropecé con otro bulto.
Por poco caí de bruces cuan largo soy. Era pasada medianoche, todo el mundo había ido a dormir, pero mi enfado era tal que me puse a llamar “Giacomo, Giacomo”, justamente para despertarlo. De hecho, una ventana se iluminó. Giacomo apareció en el antepecho.
-¿Qué demonios es este bulto? -gritaba yo-. ¿Has cavado algún hoyo?
-No señor. Sólo que mientras tanto un querido compañero suyo de trabajo se ha ido -dijo-. Su nombre es Cornali.
Sin embargo, algún tiempo después topé con un tercer bulto y, aunque fuera noche cerrada, también esta vez llamé a Giacomo, que estaba durmiendo. Ahora sabía ya muy bien el significado que tenía aquel bulto, pero aquel día no me habían llegado malas noticias, y por eso estaba ansioso por saber. Giacomo, paciente, apareció en la ventana. “¿Quién es? -pregunté- ¿Ha muerto alguien?” “Sí señor -dijo-. Se llamaba Giuseppe Patané.”
Pasaron luego algunos años bastante tranquilos, pero en determinado momento los bultos volvieron a empezar a multiplicarse en el prado del jardín. Los había pequeños, pero también habían aparecido otros gigantescos que no se podían salvar con un paso, sino que realmente hacía falta subir por una parte y bajar después por la otra, como si de pequeñas colinas se tratase. De esta importancia crecieron dos a poca distancia una de la otra y no hubo necesidad de preguntar a Giacomo lo que había pasado. Allí debajo, en aquellos dos túmulos altos como un bisonte, estaban encerrados trozos queridos de mi vida arrancados de ella cruelmente.
Por eso cada vez que me tropezaba en la oscuridad con estos dos terribles montículos, muchas cosas dolorosas se revolvían en mi interior y yo me quedaba allí como un niño asustado y llamaba a mis amigos por su nombre. Cornali, llamaba, Patané, Rebizzi, Longanesi, Mauri, llamaba, los que habían crecido conmigo, los que habían trabajado muchos años conmigo. Y luego, en voz más alta: ¡Negro! ¡Vergari! Era como pasar una lista. Pero nadie respondía.
Así, poco a poco, mi jardín, antaño plano y agradable al paso, se ha transformado en un campo de batalla; tiene hierba todavía, pero el prado sube y baja en un laberinto de montículos, bultos, protuberancias, relieves, y cada una de estas excrecencias corresponde a un nombre, cada nombre corresponde a un amigo, y cada amigo corresponde a una tumba lejana y a un vacío dentro de mí.
Este verano, no obstante, se alzó una tan alta que, cuando estuve a su lado, su silueta tapó la visión de las estrellas; era grande como un elefante, como una caseta, subir a ella era algo espantoso, una especie de ascensión, no se podía hacer otra cosa que sortearla rodeándola.
Aquel día no me había llegado ninguna mala noticia; por eso aquella novedad del jardín me tenía muy sorprendido. Pero esta vez pronto supe también: era el mejor amigo de mi juventud quien se había ido, entre él y yo había habido tantas verdades, juntos habíamos descubierto el mundo, la vida y las cosas más bellas, juntos habíamos explorado la poesía, la pintura, la música, las montañas y era lógico que para contener todo este material destruido, aunque fuera compendiado y sintetizado en mínimos términos, hiciera falta una auténtica y verdadera montañita.
En ese momento tuve un arranque de rebelión. No, no podía ser, me dije espantado. Y una vez más llamé a mis amigos por sus nombres. Cornali, Patanè, Rebizzi, Longanesi, llamaba, Mauri, Negro, Vergani, Segàla, Orlandi, Chiarelli, Brambilla. En ese momento se alzó una especie de soplo en la noche que me respondía que sí, juraría que una especie de voz me decía que sí y venía de otros mundos, pero quizá fuera sólo la voz de un ave nocturna porque a las aves nocturnas les gustaba mi jardín.
Ahora, por favor, les ruego que me digan: por qué hablas de estas cosas tan tristes, la vida es ya tan breve y difícil por sí misma, amargarse a propósito es una idiotez; en fin de cuentas estas tristezas no tienen nada que ver con nosotros, tienen que ver sólo contigo. No, respondo yo, desgraciadamente tienen que ver también con ustedes; sería bonito, lo sé, que no fuera así. Porque esta historia de los bultos del prado nos sucede a todos, y cada uno de nosotros, me han explicado por fin, es propietario de un jardín donde suceden estos dolorosos fenómenos. Es una historia antigua que se ha repetido desde el principio de los siglos; también para ustedes se repetirá. Y no es un juego literario, las cosas son así.
Naturalmente, me pregunto también si en algún jardín surgirá algún día un bulto relacionado conmigo, quizá un bultito de segundo o tercer orden, apenas una arruga en el prado que de día, cuando el sol luce en lo alto, apenas conseguirá verse. Sea como sea, una persona en el mundo, al menos una tropezará.
Puede pasar que por culpa de mi maldito carácter muera solo como un perro al final de un pasillo viejo y desierto. Sin embargo, esa noche una persona tropezará en el bultito que surgirá en su jardín y tropezará también las siguientes noches, y cada vez pensará (perdonen mi esperanza, como una punta de nostalgia) en cierto tipo que se llamaba Dino Buzzati.
Dino Buzzati