El Dios de la lluvia llora sobre México
De pronto oyóse por la parte de fuera un gran barullo y vocerío de la multitud; se oían
gritos de asombro. Todos extendían sus brazos hacia poniente...
En la
obscuridad de la noche veíanse grandes llamaradas, lejos, muy lejos, en el
horizonte. Unas llamaradas monstruosamente altas, como una espiga gigantesca de
fuego. Los tlascaltecas se inclinaban hacia aquel fuego y los sacerdotes hacían
oscilar sus incensarios. El vocerío iba creciendo. Mesa, el artillero,
inclinóse hacia Cortés:
-Augusto señor: Así era el aspecto del Vesubio
cuando nos batíamos frente a
Nápoles.
En efecto;
era el Popocatepetl. Los dioses estaban sedientos y pedían
víctimas. Los españoles reanudaron el banquete. Solamente Ordaz quedó fuera
mirando como hechizado aquella luz lejana. A medianoche fue a Cortés y le dijo:
-Señor. Te
pido ayuda y permiso para realizar mi proyecto...
-Con todo mi
corazón, don Diego.
-He contemplado largamente ese fuego que Mesa llama la fragua de
Vulcano. Si vuestra merced no se opone a ello quisiera irlo a ver de cerca.
Nunca he tenido ocasión de ver nada igual, así que estoy lleno de curiosidad y
admiración. No será nada que redunde en desdoro o vergüenza para Castilla si mañana al amanecer parto para
escalar la cima del volcán.
-Hablad con
los guías, don Diego. Si creéis que no hay peligro en ello para vuestra vida;
si no ha de significar descrédito para nuestros hombres y si así queréis
iluminar vuestra alma, hágase conforme a vuestros deseos y suceda todo según la
voluntad de Dios. ¿Quién podría oponerse?
***
El guía miró
temeroso el ligero calzado español. No se podía dar a entender con palabras;
pero hizo señas y señaló las gruesas suelas de sus sandalias. Ordaz no le hizo
el menor caso. Un indio fue cargado con tocino y pan.
El camino
pasaba por entre la exuberante y hermosa vegetación de las tierras altas. Sin
embargo, aquí y allí se veía ya el vivo trazo de algún riachuelo de ardiente
lava. Ordaz, apoyado en su ligera lanza y envuelto en su capa, ascendía
tenazmente. Los tlascaltecas se susurraban palabras al oído y opinaban que un
espíritu extraño se había apoderado de su cuerpo. En verdad que sus ojos
estaban extremadamente abiertos y fijos siempre en aquel resplandor; parecía
estar febril. Todo le parecía fácil y magnífico. Era aquello tan hermoso como
pisar por primera vez un mundo nunca visto.
Después de la
región de las encinas, siguió la zona de las coníferas. Aquí estaba ya
seguramente a más de siete mil pies de altura. La montaña parecía exhalar como
una niebla asfixiante y venenosa. El paisaje a ratos parecía de una campiña
ordinaria; en el fondo y arriba, aparentemente variante según la marcha del
camino, se veía la cumbre. Pronto el terreno estuvo hendido por grandes quebraduras
y grietas; los indios comenzaron a temblar. Siguieron subiendo hasta que
alcanzaron un refugio; el último que habían levantado allí los servidores de
los dioses. Los sacerdotes miraron de hito en hito a los viajeros; les
ofrecieron agua, aguardiente fuerte de enebro y unas raíces cocidas. Los guías
celebraron consejo. Era misión de aquellos sacerdotes escrutar el pensamiento
de los dioses y esos hombres piadosos les dirían si era permitido seguir la
ascensión.
Los sacerdotes señalaron un círculo. De allá para abajo pertenecía
todo, todo, a los hombres. Pero hacia arriba era ya la eternidad donde vivía el
Eterno Señor del Trueno y del Relámpago. Se lo explicaron a Ordaz con palabras
entrecortadas y difícilmente halladas:
«Hemos llegado al límite de nuestro camino, señor.»
El español movió la cabeza y siguió subiendo. Caía la tarde y todo se
había ido borrando en la obscuridad; entonces es cuando llegaron a esa zona
alta donde cesa completamente la vegetación. Aquí y allí veíase todavía alguna mancha de
líquenes o musgos, resecos por el sol y medio arrancados por el fuerte viento.
Aquella
pequeña luz de la hoguera indicaba a los sacerdotes dónde se encontraban los
ascensionistas; habían llegado ya al límite donde empieza el reino de los
dioses. Entonces hicieron una señal con fuego que significaba: «Retroceded».
Pero sólo los guías comprendieron el significado de la señal y trataron de
explicarla con gestos y palabras medio dichas. Había que elegir entre el hombre
o Dios. Y el hombre estaba poseso de demonios extranjeros. Los dioses allá en
la cumbre habían puesto sus miradas en él. Los indios conocían la respiración
de la montaña que obligaba a cerrar los ojos. Descansaron en una depresión del
terreno. Ordaz, apoyado en la lanza, seguía soñando con los ojos abiertos. El
aliento de la montaña. Un indio tomó el saco del pan y del tocino e hizo señal
al otro. Como sombras se arrastraban por el suelo. En pocos minutos no quedaba
huella de ellos.
Alboreaba.
Los tres españoles habían quedado solos con los zapatos destrozados, temblando
de frío, sin otro calor que el que les podía dar algún trago de pulque. A Ordaz
todo eso le era indiferente:
-Indios
torpes y supersticiosos, con eternos escrúpulos... Nosotros somos españoles,
cuya brújula guía el Espíritu Santo.
El camino
seguía por altas tierras peladas. No había gargantas o trincheras, ni
peñascales; las piernas no tenían trabajo difícil; pero el cuerpo iba perdiendo
fuerza. Cada dos pasos tenían que pararse para poder respirar y habían de
animarse unos a otros continuamente:
-¡Ánimo,
camarada!
Los zapatos
parecían de plomo. Hacia el mediodía se les acabó el resuello. Ordaz ató a los
tres uno con otro. No podían conservar ya ningún ritmo en la subida; no
quedaban ya fuerzas humanas. El aire era sutil y cortaba en sus gargantas como
si estuviera formado de miles de agujas. Aparecieron pronto las primeras gotas
de sangre en las ventanas de la nariz. El soldado se apretaba una de las
ventanas de la nariz con su grueso pulgar; bajóse después y arrancó un poco de
musgo de una roca y con ello se la taponó. Parecían cadáveres. En la mano
llevaban la calabaza del agua; pero estaba ya vacía. Así llegaron a una
superficie grande sembrada como de peines de rocas. Hubo que dar un rodeo. Uno
de los españoles, un joven de Extremadura, se encogió; no podía andar ya ni un
solo paso más. Miróle Ordaz:
-¡Échate!...
y tú, Bernabé, cuida de él. Ahora seguiré yo solo. Si sucede algo y no puedo
continuar adelante, dispararé un tiro. Entonces ven hacia mí... Ten cuidado con
las huellas... pues entonces me habrás de buscar a mí, Bernabé.
Echó hacia un
lado. Se sentía hasta ligero y fresco ahora que no tenía la preocupación de los
compañeros ni de su equipaje. Sus pulmones funcionaban un poco mejor. No
trepaba rectamente sino que describía un amplio círculo. Por todas partes había
nubes de nieve. Mirando hacia abajo vio un gran surco como si los dioses lo
hubieran excavado en el principio de los siglos. Dos cumbres gigantescas se
elevaban hacia el cielo infinito: la una con la melancolía helada de los
glaciares. Alrededor de los hombros un mantón de nieve blanca; sobre su cabeza,
una cofia de hielo.
El sendero
torcía hacia el Sur, entre rocas que parecían haber sido diseminadas por un
titán. Al dar la vuelta a una de ellas vio entre la niebla algo que
resplandecía. El sol trataba de atravesar aquellos vapores: Abajo brillaba
algo, en dirección Sur; se veía como un resplandor de cien antorchas. Al
principio veíanse solamente como multitud de manchas de azul plateado, como si
alguien jugase con un espejo desde una distancia inmensa... Parecía un lago o
un mar; más bien un lago, porque a su alrededor y a gran distancia veíanse las
orillas... En ellas parecían haber millones de criaturas jugando con guijarros
de todos colores... Casas, jardines, torres... Aquí el aire era tan tenue que
todo parecía que se levantaba... Campos, canales, plantaciones, parecían estar
ahí mismo llevados por una luz purísima. Allá, infinitamente abajo, había
ciudades y campos, otra vez ciudades y millones de pequeñas hormigas que iban y
venían atareadas y presurosas.
Eso duró un
buen espacio de tiempo. El español se estremeció. Recordó un sermón: «No visto
por ningún ojo, ni oído por ningún oído... no comprendido por ningún corazón
humano...» Nadie, ninguno de los caballeros del Espíritu Santo había visto
jamás esos campos, esos milagros, que aún vistos desde aquí rígidos y
estáticos por la distancia, se elevaban junto a otros: pilones de piedra,
argamasa y sangre como reunidos por la mano de un niño.
El alma no le
decaía y lo sostenía. El vértigo podía caer sobre él de un momento a otro; pero
él siguió subiendo por alturas escarpadas. Sostenía su pañuelo contra la
nariz, porque el aliento venenoso de la montaña amenazaba con asfixiarle. Su
lanza se hundía profundamente en el suelo. A su alrededor se extendía una capa
de lava como gelatinosa, restos
de anteriores erupciones, fundidos otra vez por nuevas fuerzas. Y así llegó al
pie del cráter. A su alrededor reinaba absoluto silencio, tan absoluto que parecía
impermeable a todo rumor de vida y congelaba la sangre en las venas. Ordaz
trató de escuchar su propia voz, pero sólo le fue posible sacar de su garganta
un quejido. Por fin pudo articular: «Ave María... Ave María». Llevaba una
cuerda y un frasco de aguardiente. Atólo a la punta de su lanza y lo bajó al
fondo de una hendidura donde brillaba algo como un espejo; lo que ayer aún
estaba ardiendo e hirviendo hoy parecía ya que comenzaba a solidificarse. ¿Era
aquello plata u oro puro?... Pensó en los cuentos de los indígenas: «Un mirlo
-decían- estaba posado sobre una peña de esmeraldas». Y al decirlo, señalaban
hacia arriba. Lo mismo que en Cempoal, cuando llegó aquel jinete
gritando: ¡Las casas son de plata!
Ordaz sabía
que todo lo que le rodeaba era un milagro. Sin embargo, ¿podía Dios por medio
de un milagro superar a su propio milagro? Subió la vasija; dentro se había
introducido un líquido espeso que olía a azufre. Ahora podía ya convencerse de
que aquel mineral fundido que viera no era ni oro ni plata, sino otro metal
cualquiera, desconocido para él. Mesa, con su sensatez habitual, lo había dicho
ya: Aquello era el taller, la fragua de Vulcano.
Apenas le
quedaban fuerzas para seguir. No llevaba nada consigo que le permitiera erigir
allí arriba una cruz. Estaba solo; los vapores le asfixiaban; su vista se
nublaba; tenía náuseas. Se descolgó hasta una pequeña lengua de tierra que
avanzaba sobre las mismas fauces del cráter. Tanteó antes si se hundía bajo sus
pies. Se arrastró hacia delante para asomarse sobre el borde del terrible
cráter, donde parecía estar el caos en ebullición. En efecto, el padre Vulcano
hoy trabajaba de veras en su fragua. A un lado había una piedra arenisca en
equilibrio. Ordaz la arañó y la superficie brilló con un color obscuro. Con
sus últimas fuerzas dibujó el signo de la cruz sobre aquella piedra con ayuda
de su lanza. Después hizo lo que habían aprendido de Colón todos los demás
conquistadores: Tomó posesión del monte y del cráter con todos los tesoros que
pudieran contener en nombre de Don Carlos de Austria y de España.
Para regresar
hubo de dejarse guiar por sus propias huellas. Trabajaba su instinto. Sus
pisadas habían quedado grabadas en la nieve, en la lava, en el hielo. De vez en
cuando debía detenerse. Ahora se le había despertado el ansia de volver con los
suyos, contar todo lo que había visto... volver a su casa... salir de este
infierno... ¡Madre!... ¡Madre!... Cien veces llevó el dedo al gatillo del
mosquete para pedir auxilio... pero sabía que el hacer eso era lo mismo que rendirse. Significaba que un hidalgo se daba
por vencido... ¿Anunciaba el cielo tormenta o crepúsculo? El aire parecía
fragmentarse en átomos. Todo le pesaba y le aplastaba. Grande era la tentación
de arrojar todo lo que llevaba encima..., pero si tiraba la vasija con aquel
metal- ¿dónde está la prueba, don Diego? - habrían de decirle. Le parecía oír
ya la burlona voz de Cortés:
-¿Habéis
echado un sueñecito a la sombra, señor?
Eso era su única prueba. No; debía seguir arrastrándose apoyándose en
la lanza... así que nada arrojó lejos de sí ni tampoco pidió auxilio alguno.
Fuese descolgando montaña abajo; parecía envejecido; sobre su barba llevaba
flores de azufre y la escarcha daba a su tez un color cerúleo. Sus dientes
castañeteaban de frío. Por fin descubrió a los soldados que precisamente se
ocupaban en aquel momento de encender una hoguera con las lanzas, algunas
ramas y algún musgo para hacer así una señal con que guiarlo. Ordaz se enderezó;
era el Caballero del Espíritu Santo, Diego de Ordaz, uno de los muchos miles de
nobles castellanos. Sus vestidos estaban mojados por la nieve y desgarrados;
sus pies iban envueltos con pedazos de tela, pues su calzado quedó arriba
destrozado. Pero se había enderezado, extendió su lanza con la vasija atada a
la punta y allí medio se derrumbó... y quedó silencioso.
Laszlo Passuth