¡Beba, padre, que le da la
vida!
Dama de mucho cascabel y
de más temple que el acero toledano fue doña Ana de Borja, condesa de Lemos y
virreina del Perú. Por tal la tuvo S. M. doña María Ana de Austria, que
gobernaba la monarquía española durante la minoría de Carlos II; pues al
nombrar virrey del Perú al marido, lo proveyó de real cédula, autorizándolo
para que, en caso de que el mejor servicio del reino le obligase a abandonar
Lima, pusiese las riendas del gobierno en manos de su consorte.
En tal conformidad, cuando
su excelencia creyó indispensable ir en persona a apaciguar las turbulencias de
Laycacota, ahorcando al rico minero Salcedo, quedó doña Ana en esta ciudad de
los Reyes presidiendo la Audiencia, y su gobierno duró desde junio de 1668
hasta abril del año siguiente.
El conde de Bornos decía
que la mujer de más ciencia sólo es apta para gobernar doce gallinas y un
gallo. ¡Disparate! Tal afirmación no puede rezar con doña Ana de Borja y Aragón
que, como ustedes verán, fue una de las infinitas excepciones de la regla.
Mujeres conozco yo capaces de gobernar veinticuatro gallinas... y hasta dos
gallos.
Así como suena, y mal que
nos pese a los peruleros, hemos sido durante diez meses gobernados por una
mujer... y francamente que con ella no nos fue del todo mal, el pandero estuvo
en manos que lo sabían hacer sonar.
Y para que ustedes no
digan que por mentir no pagan los cronistas alcabala, y que los obligo a que me
crean bajo la fe de mi honrada palabra, copiaré lo que sobre el particular
escribe el erudito señor de Mendiburu en su Diccionario Histórico: «Al
emprender su viaje a Puno el conde de Lemos, encomendó el gobierno del reino a
doña Ana, su mujer, quien lo ejerció durante su ausencia, resolviendo todos los
asuntos, sin que nadie hiciese la menor observación, principiando por la
Audiencia, que reconocía su autoridad». Tenemos en nuestro poder un despacho de
la virreina, nombrando un empleado del tribunal de Cuentas, y está encabezado
como sigue: «Don Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de Lemos, y doña
Ana de Borja, su mujer, condesa de Lemos, en virtud de la facultad que tiene
para el gobierno de estos reinos, atendiendo a lo que representa el tribunal,
he venido en nombrar y nombro de muy buena gana, etc., etc.»
Otro comprobante. En la
colección de Documentos históricos de Odriozola, se encuentra una provisión de
la virreina, disponiendo aprestos marítimos contra los piratas.
Era doña Ana, en su época
de mando, dama de veintinueve años, de gallardo cuerpo, aunque de rostro poco
agraciado. Vestía con esplendidez y nunca se la vio en público sino cubierta de
brillantes. De su carácter dicen que era en extremo soberbio y dominador, y que
vivía muy infatuada con su abolorio y pergaminos.
¡Si sería chichirinada la
vanidad de quien, como ella, contaba entre los santos de la corte celestial
nada menos que a su abuelo Francisco de Borja!
Las picarescas limeñas,
que tanto quisieron a doña Teresa de Castro, la mujer del virrey don García, no
vieron nunca de buen ojo a la condesa de Lemos, y la bautizaron con el apodo de
la Patona. Presumo que la virreina sería mujer de mucha base.
Entrando ahora en la
tradición, cuéntase de la tal doña Ana algo que no se le habría ocurrido al
ingenio del más bragado gobernante, y que prueba, en substancia, cuán grande es
la astucia femenina y que, cuando la mujer se mete en política o en cosas de
hombre, sabe dejar bien puesto su pabellón.
Entre los pasajeros que en
1668 trajo al Callao el galeón de Cádiz, vino un fraile portugués de la orden
de San Jerónimo. Llamábase el padre Núñez. Era su paternidad un hombrecito
regordete, ancho de espaldas, barrigudo, cuellicorto, de ojos abotagados, y de
nariz roma y rubicunda. Imagínate, lector, un candidato para una apoplejía
fulminante, y tendrás cabal retrato del jeronimita.
Apenas llegado éste a
Lima, recibió la virreina un anónimo en que la denunciaban que el fraile no era
tal fraile, sino espía o comisionado secreto de Portugal, quien, para el mejor
logro de alguna maquinación política, se presentaba disfrazado con el santo
hábito.
La virreina convocó a los
oidores y sometió a su acuerdo la denuncia. Sus señorías opinaron por que,
inmediatamente y sin muchas contemplaciones, se echase guante al padre Núñez y
se le ahorcase coram populo. ¡Ya se ve! En esos tiempos no estaban de
moda las garantías individuales ni otras candideces de la laya que hogaño se
estilan, y que así garantizan al prójimo que cae debajo, como una cota de seda
de un garrotazo en la espalda.
La sagaz virreina se
resistió a llevar las cosas al estricote, y viniéndosele a las mientes algo que
narra Garcilaso de Francisco de Carbajal, dijo a sus compañeros de Audiencia:
-Déjenlo vueseñorías por mi cuenta que, sin necesidad de ruido ni de tomar el
negocio por donde quema, yo sabré descubrir si es fraile o monago; que el
hábito no hace al monje, sino el monje al hábito. Y si resulta preste tonsurado
por barbero y no por obispo, entonces sin más kiries ni letanías llamamos a
Gonzalvillo para que le cuelgue por el pescuezo en la horca de la plaza.
Este Gonzalvillo, negro
retinto y feo como un demonio, era el verdugo titular de Lima.
Aquel mismo día la
virreina comisionó a su mayordomo para que invitase al padre Núñez a hacer
penitencia en palacio.
Los tres oidores
acompañaban a la noble dama en la mesa, y en el jardín esperaba órdenes el
terrible Gonzalvillo.
La mesa estaba
opíparamente servida, no con esas golosinas que hoy se usan y que son como
manjar de monja, soplillo y poca substancia, sino con cosas suculentas, sólidas
y que se pegan al riñón. La fruta de corral, pavo, gallina y hasta chancho
enrollado, lucía con profusión.
El padre Núñez no comía...
devoraba. Hizo cumplido honor a todos los platos.
La virreina guiñaba el ojo
a los oidores como diciéndoles:
-¡Bien engulle! Fraile es.
Sin saberlo, el padre
Núñez había salido bien de la prueba. Faltábase otra.
La cocina española es
cargada de especias, que naturalmente despiertan la sed.
Moda era poner en la mesa
grandes vasijas de barro de Guadalajara que tiene la propiedad de conservar más
fresca el agua, prestándola muy agradable sabor.
Después de consumir, como
postres, una muy competente ración de alfajores, pastas y dulces de las monjas,
no pudo el comensal dejar de sentir imperiosa necesidad de beber; que seca
garganta, ni gruñe ni canta.
-¡Aquí te quiero ver,
escopeta! -murmuró la condesa. Esta era la prueba decisiva que ella esperaba.
Si su convidado no era lo que por el traje revelaba ser, bebería con la
pulcritud que no se acostumbra en el refectorio.
El fraile tomó con ambas
manos el pesado cántaro de Guadalajara, lo alzó casi a la altura de la cabeza,
recostó ésta en el respaldo de la silla, echóse a la cara el porrón y empezó a despacharse a su gusto.
La virreina, viendo que
aquella sed era como la de un arenal y muy frailuno el modo de apaciguarla, le
dijo sonriendo:
-¡Beba, padre beba, que le
da la vida! Y el fraile, tomando el consejo como amistoso interés por su salud,
no despegó la boca del porrón hasta que lo dejó sin gota. Enseguida su
paternidad se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor que le corría
a chorros, y echó por la boca un regüeldo que imitaba el bufido de una ballena
arponada.
Doña Ana se levantó de la
mesa y salióse al balcón seguida de los oidores.
-¿Qué opinan vueseñorías?
-Señora, que es fraile y de campanillas -contestaron a una los interpelados.
-Así lo creo en Dios y en
mi ánima. Que se vaya en paz el bendito sacerdote.
¡Ahora sigan ustedes si no
fue mucho hombre la mujer que gobernó el Perú!
Ricardo Palma - Tradiciones peruanas