Al minuto
Después de haberlo solicitado durante meses, recibí de la dirección de la emisora el encargo de entretener a los radioyentes durante veinte minutos con un reportaje sobre mi especialidad, la crítica de libros. En el caso de que mi charla gustase, se había considerado repetirla regularmente. El jefe del departamento tuvo la amabilidad de advertirme que lo decisivo, además de la consistencia de las cuestiones tratadas, era el modo y manera de exponerlas. «Los principiantes -me dijo- cometen el error de creer que han de dar una conferencia ante un público más o menos numeroso aunque circunstancialmente invisible. Nada más equivocado. El radioyente es casi siempre uno solo, e incluso admitiendo que le escuchen varios miles, siempre serán varios miles de individuos; debe comportarse, por consiguiente, como si hablase para una sola persona, o para muchas personas solas, como más le guste. Nunca al conjunto. Eso por un lado. Pero todavía una cosa más: aténgase exactamente al reloj, porque si no lo hace lo haremos nosotros por usted, y desconectaremos sin mayores consideraciones. La experiencia nos enseña que cualquier retraso, hasta el más pequeño, tiende a multiplicarse a lo largo de la programación. Si no lo cortamos de inmediato, el programa se desajusta por completo. Por tanto no lo olvide: ¡exposición relajada! ¡Y no se exceda ni un minuto!».
Seguí estas instrucciones al pie de la letra, pues la emisión de mi primera charla significaba mucho para mí. El guión, con el que me presenté en la emisora a la hora prevista, lo había leído ya en voz alta y estaba escrupulosamente cronometrado. El locutor me dispensó un amable recibimiento y pude comprobar que había renunciado a controlar mi debut desde una cabina. Desde la presentación hasta la despedida era, pues, dueño y señor de mis actos.
Me encontraba por primera vez en una sala de emisión, donde todo estaba pensado para la mayor comodidad del locutor y para el relajado despliegue de sus facultades. Uno podía quedarse en pie junto al pupitre o bien sentarse en uno de los amplios sillones; podía elegir entre los diferentes focos de luz e incluso pasear arriba y abajo llevando consigo el micrófono.
Además, un reloj de pared, cuya esfera no indicaba las horas sino los minutos, advertía de lo que valía un instante en aquella cámara insonorizada. Había que cortar cuando la manecilla marcase cuarenta.
Ya había leído más de la mitad del guión, cuando eché una ojeada al reloj en el que el segundero recorría igual trayecto que el minutero pero a una velocidad sesenta veces mayor. ¿Habría cometido un descuido en casa? ¿Me habría equivocado en el tempo? Lo que estaba muy claro es que había consumido ya dos tercios de mi tiempo. Entretanto, desgranaba palabra tras palabra en tono amable, buscando una salida con enfebrecida calma. Solo saldría adelante con una fría resolución. Tenía que sacrificar párrafos enteros e improvisar consideraciones que llevasen al final. La decisión de salirme del texto no estaba exenta de peligros, pero no quedaba otra elección. Reuní todas mis energías y salté varias páginas del manuscrito mientras culminaba un largo párrafo y al fin aterricé felizmente, como un piloto en el aeródromo, en las conclusiones finales.
Con un suspiro de alivio recogí mis papeles y rutilantemente satisfecho de la hazaña que acababa de realizar me aparté del pupitre para recoger tranquilamente el abrigo. Era entonces cuando tenía que hacer su entrada la voz del locutor, pero se retrasaba. Me dirigí a la puerta al tiempo que miraba el reloj. ¡El minutero marcaba treinta y seis! ¡Faltaban aún cuatro minutos para los cuarenta! ¡Lo que había visto antes de pasada tenía que ser el segundero! Empecé a comprender el retraso del locutor. En aquel preciso instante, una especie de sosiego, todavía gratificador, me envolvía en sus redes. En aquella cámara regulada por la técnica y, a través de ella, por las personas que la dominan, sentí un novedoso escalofrío que, sin embargo, se asemejaba a los más antiguos de que tenemos conciencia. Presté atención a mis oídos, que momentáneamente no percibían sino mi propio silencio. Creí que era el de la muerte, que me arrebataba en miles de oídos y en miles de recintos. Entonces se apoderó de mí un miedo indescriptible, e inmediatamente después, una súbita decisión.
«Hay que salvar lo que pueda salvarse», me dije arrancando el manuscrito del bolsillo del abrigo. Cogí las hojas que primero me vinieron a las manos y empecé a leer que una voz que pretendía acallar los latidos de mi corazón. Ya no podía permitirme ocurrencia alguna, y como el trozo de texto que había atrapado fuese corto, arrastré las sílabas, alargué las vocales, dejé rodar las erres e introduje pausas reflexivas. Llegué nuevamente al final; pero esta vez al final verdadero, y apareció el presentador, que me despidió tan amablemente como me había recibido, aunque mi intranquilidad persistía.
Cuando, al día siguiente, encontré a un amigo que yo sabía a ciencia cierta que me había escuchado, le pregunté, como de pasada, por su impresión. «Estuvo muy bien -me contestó-; lo que falla como siempre es el aparato de radio. El mío se quedó un minuto absolutamente en blanco».
Walter Benjamin