Riba Dal es tierra de judíos.
Durante todo el año, el padre Joao bendice, perdona, bautiza y enseña el catecismo
mediante preguntas y respuestas. Pero es en balde.
-¿Quién es Dios?
-Es un Ser todopoderoso, creador del Cielo y
de la Tierra.
A juzgar por lo bien parados que
salen del interrogatorio, nadie sospecharía que, por detrás de la sagrada
cartilla, llevan en la sangre el Pentateuco. Pues lo llevan. Y a la hora de la
muerte, cuando a un hombre tanto le da la Tora como los Evangelios, antes de que el párroco
venga a dar el último repaso a la pureza del cordero y reciba de la lengua
moribunda y cobarde la confesión de ese secreto, llaman al sofocador*.
De estos siervos de Moisés,
encargados de abreviar las penas de este mundo y salvar el honor de la
comunidad, el más importante del que se tiene memoria fue Almagrande.
Alto, mal encarado, de nariz
ganchuda, vivía en Destelhado, una calle donde aún persiste el viento gallego
que silba sin descanso todo el año. El encargado de llamar a aquel padre de la
muerte ya sabía que tenía que ir cuesta arriba luchando como un barco contra un
mar encrespado.
-¡Mal rayo parta al viento!
¡No había remedio! Del mismo modo
que era inevitable encontrar a Almagrande en la casa de la esquina, siempre al
amor de la lumbre, así también era inevitable el soplo de Sanabria que azotaba
la ladera.
Una vez frente a la casa, bastaba
con gritar su nombre:
-¡Tío Almagrande! ¡Tío Almagrande!
-Ya voy...
Poco después, la tenaza de sus
manos y el peso de su rodilla mandaban a mejor vida al moribundo.
Entraba, se abría paso impávido y
silencioso entre la multitud que llevaba tres días en la sala esperando
impaciente el último suspiro del agonizante, entraba en la habitación, cerraba
la puerta y poco después salía con una paz en el rostro por lo menos igual a la
que le había dado al muerto. Los que estaban fuera lo miraban al mismo tiempo
con terror y gratitud. A veces alguna que otra voz, después de la pesadilla, se
sublevaba desde el fondo de su conciencia y protestaba; pera ocurría que al día
siguiente era esa misma voz la que, en lo alto de Destelhado, sobreponiéndose a
la fuerza del viento, lo reclamaba.
-¡Tío Almagrande! ¡Tío Almagrande!
-Ya voy...
Y ya estaba frente a la puerta
enseguida.
Cuando llegó la hora de Isaac,
fue su hijo Abel quien subió por la ladera. El chico llegaba excitado por el
movimiento poco habitual de su casa, por la manera extraña en que la madre le
había pedido que llamase al tío Almagrande,
y por la ventolera.
-¿Qué le ocurre a tu padre,
muchacho?
El joven miró fijamente la cara
enjuta del sofocador.
-Tiene fiebre...
-Bien, vamos entonces para allá...
-¿Y qué le va a hacer, tío
Almagrande?
-Ya veré...
Calle abajo, sólo hablaba el
viento. Ronco de tanto bramar, monocorde, persistente, en él se expresaba la
intimidad de ambos: uno, el joven, nervioso, inquieto, lleno de presentimientos
confusos que no podía ahuyentar de su mente; el otro, el viejo, aceptando aquel
destino de abreviar la muerte así como un río acepta su movimiento.
En casa había lágrimas desde el
umbral de la puerta. Pero la entrada de Almagrande las enjugó todas. Tras sus
pasos lentos y pesados por el corredor quedaba una angustia callada, con la
respiración contenida.
-¿Qué le va a hacer? -preguntó de
nuevo Abel, ahora a su madre, cuando se cerró la puerta de la habitación.
Allí dentro, pegado a la cama
empapada de sudor, Isaac parecía haber
llegado a su fin. Blanco, con sus ojos perdidos en el fondo de la cara, tan
abatido que solo parecía esperar la orden de desplegar velas. Hacía quince días
que estaba enfermo. Una fiebre tan
intensa que incluso desanimó al doctor Samuel. Lo visitó, volvió a visitarlo, y
acabó aconsejando, que se ocupasen del ataúd. Pero Isaac era un cedro del
Líbano de buen cerne. Después de la desesperanza, el mal lo corroyó seis días
más sin llegar a devorarlo. Y siempre con los ojos vivos. Gemía, gemía, se
consumía, pero siempre con sus dos cuentas de azabache relucientes. Pero acabo
por posársele en el rostro una sombra
extraña; y Lia, su mujer, abandonó toda
esperanza. Pasaron dos días más y como doña Rosa, en la sala, recordase
la confesión de rigor, un hermano de Isaac, Daniel, se acercó a su cuñada y
dejó caer, entre dos palabras de consuelo, el nombre de Almagrande. Al
principio, Lia estuvo en contra. Pero sucumbió ante la perspectiva de que el
padre Joao entrase en su casa. En cuanto amaneció, con una voz que asustó a su
hijo, le dijo que fuese a buscar al sofocador.
Cuando Almagrande entró, Isaac
estaba en el paroxismo de un combate que casi siempre se traba con el cuerpo
tumbado. El enemigo era una parte de sí mismo que apostaba por acabar con él. Y
la otra mitad, una porción de ser noble y agradecido a su propio vigor,
defendía con arrojo el resto de la muralla. Las gotas de sudor que corrían por
sus sienes y un ritmo acelerado de la respiración daban la señal de esta
guerra. Pero quien observase la escena con limpios ojos humanos no necesitaría
nada más para sentir la grandeza y la solemnidad de esa hora.
Por desgracia, Almagrande no
podía verla. Insensible a la profundidad de los misterios de la vida, sin que
se le estremeciese una fibra siquiera, avanzó hacia el lecho con un automatismo
rutinario. Su papel no era observar; era ir derecho con las manos al cuello,
presionar con la rodilla en el tórax y retirarse unos minutos después, como un
instrumento que hubiese cumplido correctamente su función.
Isaac no abandonaba la lucha en
su castillo. El fuelle presuroso de su pecho atizaba el fuego; espeso, cálido,
activo, el sudor brotaba del volcán.
La casa era como un sepulcro que
habitasen vivos paralizados y mudos. Sólo en la alcoba había movimiento y
palpitación.
Almagrande avanzó en silencio.
Pero estaba a punto de caer sobre Isaac con las manos abiertas y la rodilla
doblada, cuando lo paró en seco una voz diferente de todas las que había oído
en momentos semejantes, que parecía venir de otro mundo y que decía:
-No... Todavía no... Todavía
no...
¡Cuántas veces el sofocador había
oído gritos de desesperación, clamores ansiosos y angustiados, sin detenerse en
su misión sagrada! ¡Cuántas veces! Esta vez, sin embargo, el clamor y los
gemidos sonaban en sus oídos de otra manera.
-No... No... Todavía no...
El paño oscuro que hasta entonces
había vendado los ojos de Almagrande quería rasgarse de arriba abajo. Y el
sofocador, paralizado entre las tinieblas del hábito y la luz que irrumpía,
recordaba un torrente de golpe sin destino.
-No... Todavía no... Todavía
no...
Era terrible lo que ocurría. A la
lucha que Isaac sostenía contra fuerzas que nunca hubo cómo conocer, se unía la
acometida de los dos hombres, uno sabiendo que iba a matar, otro sabiendo que
iban a matarlo.
Estuvieron así algún tiempo, con
los ojos de uno clavados en los ojos del otro, midiéndose. Espeso, el sudor se
deslizaba por la cara de Isaac; caliente, martillaba la sangre en las sienes de
Almagrande.
El súbito chirrido de una puerta
hizo estallar esa concentración. Bastó oír el ruido para que Almagrande, como
un peso suspendido y de repente liberado, cayese encima del moribundo. Ni una
sola palabra. Sólo un golpe sordo y las manos ansiosas del agresor en busca del
cuello de Isaac.
Pero la puerta que había crujido
había dado paso a alguien. A un bulto que Almagrande adivinaba detrás de su
espalda, inmóvil, lívido, intentando comprender.
El esfuerzo supremo de Isaac para
librarse de las garras que lo apretaban y la presencia atónita de Abel quitaron
a las manos y a la rodilla de Almagrande su fuerza habitual. ¡En él
se había entrañado tanto el asesino, el animal que bebía a grandes tragos el hilo de vida que encontraba
a su paso! ¡Se había avivado tanto en su conciencia la certeza de que matar era
la razón de su destino! En vano. Al puro instinto le faltaba arrojo para
empujar aquellas manos y aquella rodilla delante de un testigo.
Se incorporó. Se volvió con el
rostro cubierto por un velo de lividez igual a la del agonizante. Y sin valor
para enfrentar los ojos desorbitados y afligidos del chico, que lo atravesaban,
silenciosamente salió. Atravesó la sala cabizbajo, lejos de la grandeza trágica
de otras veces. Dejaba tras de sí la vida y la vida no le daba grandeza.
Cuando Lia, un segundo después,
entró en la habitación como un animal en falta, Abel estaba sentado en la cama,
apoyando la mano pequeña en la frente de su padre. El niño se debatía en un
agitado mar de brumas; pero su corazón le dictaba que su mano debía estar allí,
en la frente enardecida de quien le diera el ser, del mismo modo que le había
ordenado la entrada furtiva e inquieta en la habitación.
Y fue tal vez la mano inocente y
filial la que hizo correr de nuevo en la frente de Isaac la sangre de la
confianza. Sin confesión, veinte días después tomaba una sopa junto a la lumbre
como si nada hubiese ocurrido. Y realmente no había ocurrido nada para la gente
del pueblo, menos para él, para el niño y para Almagrande. Otros habían pasado
de la agonía a la muerte y de la muerte a la resurrección con la inconsciencia
de quien pasa del calor al frío y del frío nuevamente al calor. Sólo los tres
sabían, de maneras diferentes, que el drama había sido más negro y profundo.
Isaac había visto las garras de la muerte al natural; Almagrande había
avizorado por primera vez la oscuridad de su abismo; el muchacho había
presentido cosas que aún no podía aclarar en su mente.
El tiempo se fue deslizando,
perezoso; y con él se fue borrando del todo la enfermedad de Isaac en el
recuerdo del pueblo. Misa y Sabath.
Los tres, sin embargo, solían
inclinarse ante el lago, donde se reflejaba la imagen negra del pasado. Isaac,
cada vez más dolorido, miraba, miraba y veía su venganza; Almagrande, cada vez
más culpable, miraba, miraba, y veía su miedo; el chico, inocente, veía solo su
angustia por no entender. Y los tres formaban como una isla de desesperación en
el mar en calma de la aldea. No se hablaban, salvo el hijo para pedir la
bendición de su padre, su padre para dársela, y el saludo ambiguo y
monosilábico de Almagrande al cruzarse con Isaac. Pero se celaban unos a otros,
como si ninguno de ellos quisiese perderse la hora en que, para la eternidad,
disipasen del cielo de sus conciencias la nube pesada que lo encapotaba.
Y ese momento, finalmente, llegó.
Volvía Almagrande de ver a su
hija y a sus nietos, en Bobadela, cuando Isaac, que lo seguía como un perro
guardián, le salió al encuentro en el camino. Testigos, sólo Dios y Abel, que,
sin que su padre lo sospechase, lo acompañaba también a todas partes, y miraba
la escena escondido detrás de un peñasco.
-No matarás...
Así decía el Evangelio. Fuera de
él, en una ley diferente, la moral tenía otros caminos, como lo sabía el propio
Almagrande.
-No matarás...
Isaac, empero, miraba a Almagrande
con los mismos ojos implacables que le viera en sus horas de agonía.
-No... No...
Pero Isaac era el más joven y el
más fuerte. Y, cuando Almagrande quiso darse cuenta, se agitaba en el suelo,
boca arriba, sintiendo las manos del otro que apretaban su cuello y la tabla de
su corazón bajo el peso infinito de una rodilla.
-No... No...
El chico, desde el peñasco, veía
la cara congestionada de Almagrande y oía el esfuerzo de la respiración por
librarse del garrote.
-No...
Poderosas, inexorables, las tenazas
seguían apretando. Solamente con el último estertor, los tres estaban en paz.
Isaac obtenía su venganza, Almagrande ya no sentía miedo y el niño, por fin,
había podido comprender.
Miguel Torga - Novos contos da montanha, 1944
*En portugués «abafador». Alude
al siniestro procedimiento por el cual este personaje asfixiaba a un moribundo
antes de que declarase en la confesión su fe en la religión judía. Le apretaba
el cuello y asentaba su rodilla en el pecho de la víctima hasta cortarle la
respiración diciendo: «Vamos, hijo mío.
Nuestro Señor te está esperando». (N.
del T.)