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jueves, 2 de abril de 2015

Cofradías de Semana Santa


Por si acaso...

-Pepe -dijo la Condesa tocan­do suavemente en el hombro a su marido que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.
-¿Qué pasa? -dijo él incorporándose.
-¿No vas al club? Son muy cerca de la siete.
-Te agradezco que me hayas des­pertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?
-Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?
-Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme.
Media hora después, el Conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo: ­
-Al Veloz.

*

Cuando el ruido del carruaje anunció que el Conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella Condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.
-¿Se ha ido? -preguntó a media voz.
-Sí, Luisa, entra.
-¿Insistes en tu plan,
-Sí; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.
-¿Lo crees seguro?
-Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he con­seguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Di­choso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a ves­tirme yo también.

*

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, ha­ciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegre­mente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos mo­mentos después, un criado entró preguntando:
-¿El señor Marqués de la Ensenada?
-¿El Marqués de la Ensenada? -dijo uno.
-Sí, señor -contestó el criado.­- Le llaman al teléfono.
-Pero hombre, si el Marqués hace siglos que se murió.
-Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada -dijo otro.
-Señor -contestó el criado,- ­ya he dicho a la señora que habla que aquí no hay ningún señor que sea el Marqués de la Ensenada.
-Y ¿qué ha contestado?
-Que eso no me importaba a mí -dijo el criado.- Que yo pre­guntase por el Marqués de la En­senada, que ya lo demás no era cuenta mía.
Todo el mundo escuchaba con cu­riosidad este diálogo, y entre todos, quizá con más atención, Luciano de Oriz, el más alegre y más bromista de los socios, que en aquellos mo­mentos conversaba con el Conde.
-Yo creo que eso es un camelo -dijo una voz.
-No -replicó Luciano;- éste es un lío. Eso de Marqués de la Ensenada es nombre convencional. Ya verán ustedes. Voy a tomar el hilo.
-Pero ¿cómo?
-Nada más fácil. Me acerco al aparato y me hago pasar por el de la Ensenada.
Y sin esperar más, se dirigió rá­pidamente al aparato. Pocos minu­tos después volvía, pudiendo ape­nas hablar a causa de la risa.
-¿Qué hubo? ¿Qué hubo? -le preguntaron todos con interés y ro­deándole.
-Pues tiene gracia. Luego que me anuncié como el Marqués, una voz femenina me preguntó: «¿Eres tú? -Sí. -Ven en seguida, porque ya se ha ido Pepe.» Oí algo como risas de mujer, y se cortó la comu­nicación.
Una carcajada general contestó a la relación de Luciano, y entonces comenzaron los comentarios.
Claro; se reían de Pepe.
-¡Qué gusto, que no me llamo Pepe!
-Pues yo me llamo Pepe, pero no soy casado.
-Pues yo sí; pero mi mujer está en Niza, y desde allí no llama a nadie.
Pero algunas fisonomías se nu­blaron, y a poco oyéronse dos o tres coches del club salir precipita­damente.

*

El Conde entró en su casa dc vuelta, y al entregar su gabán al criado, dijo a la Condesa, que apa­reció en aquellos momentos por allí seguida de Luisa:
-Pensé mejor y he resuelto venir a comer contigo para irnos después al Real.
-¡Bendito sea Dios, Pepe! ¿Qué santo me habrá hecho este milagro?
Y furtivamente dirigió a Luisa una mirada, en la que podía haber­se leído todo este cuento.

Vicente Riva Palacio