El hombre
de Bogotá
La
policía y el servicio de emergencia no le afectan en absoluto. La voz del
esposo suplicante no produce el efecto esperado. La mujer sigue en la cornisa,
aunque amenaza que no por mucho tiempo más.
Me
imagino que soy yo quien va a tener que disuadirla para que no se tire. Veo la
situación, y sucede de la siguiente manera:
Le cuento
la historia de un hombre de Bogotá. Era un hombre rico, un industrial al que
secuestraron para pedir un rescate. No era un drama televisivo; su mujer no
podía llamar al banco y, en veinticuatro horas, le resultaba imposible
disponer de un millón de dólares. Le llevó meses reunir esa cantidad. El hombre
tenía una afección cardiaca, y los secuestradores tenían que mantenerlo con
vida.
Escuche
esto, le digo a la mujer de la cornisa. Sus captores le obligaron a dejar de
fumar, le cambiaron la dieta y le forzaron a hacer gimnasia todos los días. Lo
tuvieron bajo ese régimen durante tres meses.
Cuando se
pagó el rescate y liberaron al hombre, su médico le hizo un chequeo. Comprobó
que el estado de salud del hombre era excelente. Le digo a la mujer lo que dijo
aquel médico: que el secuestro era lo mejor que podía haberle ocurrido a aquel
hombre.
Quizá no
sea una historia adecuada para que alguien decida bajar de una cornisa. Pero la
cuento con la intención de que la mujer que está subida en la cornisa se haga
una pregunta, la pregunta que se le pasó por la cabeza a aquel hombre de
Bogotá. Se preguntó cómo sabemos que lo que nos ocurre no es bueno.
Amy Hempel