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sábado, 4 de abril de 2015

Campanarios


El hombre de Bogotá 

La policía y el servicio de emergencia no le afectan en absoluto. La voz del esposo suplicante no produce el efecto esperado. La mujer sigue en la cornisa, aunque amenaza que no por mucho tiempo más.
Me imagino que soy yo quien va a tener que disua­dirla para que no se tire. Veo la situación, y sucede de la siguiente manera:
Le cuento la historia de un hombre de Bogotá. Era un hombre rico, un industrial al que secuestraron para pedir un rescate. No era un drama televisivo; su mujer no podía llamar al banco y, en veinticuatro horas, le re­sultaba imposible disponer de un millón de dólares. Le llevó meses reunir esa cantidad. El hombre tenía una afección cardiaca, y los secuestradores tenían que man­tenerlo con vida.
Escuche esto, le digo a la mujer de la cornisa. Sus captores le obligaron a dejar de fumar, le cambiaron la dieta y le forzaron a hacer gimnasia todos los días. Lo tuvieron bajo ese régimen durante tres meses.
Cuando se pagó el rescate y liberaron al hombre, su médico le hizo un chequeo. Comprobó que el estado de salud del hombre era excelente. Le digo a la mujer lo que dijo aquel médico: que el secuestro era lo mejor que podía haberle ocurrido a aquel hombre.
Quizá no sea una historia adecuada para que alguien decida bajar de una cornisa. Pero la cuento con la in­tención de que la mujer que está subida en la cornisa se haga una pregunta, la pregunta que se le pasó por la ca­beza a aquel hombre de Bogotá. Se preguntó cómo sa­bemos que lo que nos ocurre no es bueno.

Amy Hempel