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jueves, 29 de mayo de 2014

Universidad Pontificia de Salamanca

   

El collar de perlas        

Estaba predispuesto a sentir antipatía por Mr. Max Kelada aún sin haberlo conocido. Recién terminaba la guerra, y el movimiento de pasajeros en los grandes barcos que cruzaban el océano era febril. Difícilmente podían pedirse comodidades, y uno  debía  contentarse  con  lo  que  le  daban  las  agencias  de vapores. Imposible soñar con obtener un camarote individual, y me di por satisfecho con uno de dos literas. Cuando me enteré del nombre de quien sería mi acompañante, se me encogió el corazón; significaba que las portillas tendrían que permanecer herméticamente cerradas, privándome de la fresca brisa nocturna.
Me disgustaba mucho tener que compartir un camarote con cualquiera durante catorce días -hacía el viaje de San Francisco a Yokohama-, pero lo hubiese aceptado con menos desaliento si mi compañero de viaje se hubiera llamado Smith o Brown.
Al subir a bordo encontré que el equipaje de mister Kelada ya estaba abajo. No me gustó su aspecto; las maletas tenían demasiadas etiquetas, y el baúl era excesivamente voluminoso.
Había desempaquetado ya los artículos de tocador, y pude observar que era un buen cliente de la fábrica Coty, pues el perfume, la brillantina y la loción capilar eran de esa marca. Sus cepillos, no obstante que eran de ébano con iniciales de oro, podrían haber lucido más si hubiesen estado más limpios. Mr. Kelada no me agradó en absoluto. Me dirigí al salón de fumar, pedí una baraja y me dediqué a sacar solitarios. Apenas comenzaba cuando se me acercó un hombre, preguntándome si no se equivocaba al suponer que mi nombre era tal o cual.
-Yo soy Kelada -añadió con una amplia sonrisa que dejaba ver una hilera de dientes brillantes, y tomó asiento.
-¡Ah!... Creo que compartimos el camarote.
-A eso le llamo yo suerte, ya que nunca se sabe quién podrá tocarnos de compañero. Me alegré cuando supe que era usted inglés. Yo sostengo que nosotros, los ingleses, deberíamos permanecer siempre unidos cuando estamos a bordo. Ya sabe usted lo que quiero decir.
Esto me hizo parpadear.
-¿Es usted inglés? -le pregunté, tal vez con poco tacto.
-Desde luego. No pensará usted que me parezco a un americano. Soy británico hasta los huesos; sí, señor.
Para hacer más creíble su afirmación, Mr. Kelada sacó del bolsillo un pasaporte y lo colocó airosamente bajo mi nariz.
El rey Jorge tiene, en efecto, algunos súbditos extraños. Aquel Mr. Kelada era robusto, de pequeña estatura, afeitado, de tez morena, nariz aguileña y ojos grandes y brillantes; su cabello era negro y levemente rizado. Hablaba con una fluidez poco común en los ingleses, y sus ademanes eran ampulosos. Con tales antecedentes tuve la seguridad de que, observado más de cerca, aquel pasaporte británico hubiera revelado que su propietario había nacido seguramente bajo un cielo más azul del que por lo general cubre Inglaterra.
-¿Desea usted beber algo, señor? -me preguntó.
Le observé con desconfianza. Como la ley seca estaba vigente, y a bordo todo parecía tan seco como un hueso, le contesté:
-Sin tener sed, no podría decir en realidad qué me desagrada más, si la ginebra o el zumo de limón.
Mr. Kelada me dirigió una oriental y taimada sonrisa.
-¿Qué le gustaría más?, ¿un whisky con soda o un Martini seco? Basta con una palabra.
Del bolsillo trasero del pantalón sacó una botella achatada que colocó ante mí sobre la mesa. Elegí el Martini. Mr. Kelada llamó al camarero y le pidió un cubo de hielo y un par de vasos.
-Es un cóctel excelente -observé.
-Es cierto, y en el sitio de donde salió esto hay mucho más –repuso-. Si tiene usted amigos a bordo, dígales que su compañero dispone de toda la bebida que se pueda desear.
Mr. Kelada se había vuelto muy locuaz;  hablaba  de Nueva York y de San Francisco, de teatro, de cine y de política. Parecía muy patriota. El pabellón de Gran Bretaña es un impresionante trozo de tela, pero cuando lo enarbola un individuo procedente de Alejandría o de Beirut me da la impresión de que palidece su dignidad.
Mr. Kelada empezaba a tomarse confianza conmigo. No deseo darme importancia, pero no puedo menos que reconocer que lo común y correcto en un desconocido es que se dirija a mí anteponiendo a mi apellido la palabra "señor", Mr. Kelada, sin duda para darme una sensación de confianza, había prescindido de esa formalidad. Como ya he dicho, Mr. Kelada no me era simpático.
Yo había dejado de lado las cartas cuando se acercó a mí, pero considerando que esa primera conversación había durado ya bastante, proseguí mi juego.
-El tres sobre el cuatro -me dijo Mr. Kelada.
Cuando se juega un solitario, no hay nada tan mortificante  como que le digan a uno dónde debe poner la carta que ha salido antes de haber tenido tiempo de cerciorarse uno mismo.
-Va a salir, va a salir... El siete sobre la sota.
Furioso, di por terminado el solitario. Mr. Kelada tomó las cartas de inmediato y me preguntó:
-¿Le agradan a usted los juegos de manos con la baraja?
-No, los detesto -repuse.
-Sin embargo, le enseñaré uno.
Tuve que soportar tres, después de lo cual le manifesté que iba al comedor para elegir un lugar.
-¡Oh! No se preocupe usted. He hecho que le reserven un asiento, pues pensé que, como compartimos el camarote, lo más natural era que nos sentásemos también a la misma mesa.
Repito que no me era simpático  Mr. Kelada.
No sólo tuve que compartir el camarote y comer con él tres veces al día en la misma mesa, sino que se unía a mí cada vez que me paseaba por cubierta, sin que me fuera posible desairarlo. Parecía no habérsele ocurrido siquiera que pudiese ser una persona poco grata. No dudaba de que uno se sentía tan contento de encontrarse con él como él lo estaba al encontrarse con uno. De habernos hallado en la propia casa, podríamos haberle arrojado a puntapiés por la escalera y cerrarle la puerta en las narices, sin que se le ocurriese sospechar que no era bien recibido.
Alternaba  con  todo el  mundo,  por lo  que  en tres  días conoció a la totalidad de los pasajeros. Se entrometía en todo y todo lo capitaneaba.
Dirigía las apuestas que a diario se hacían a bordo sobre el número de millas recorridas en las veinticuatro horas; hacía de rematador; recaudaba dinero para instituir premios en los juegos; formaba equipos para jugar al chito y al golf; organizaba conciertos, y  llevaba a cabo los preparativos necesarios para un baile de disfraces. En una palabra, tomaba parte en todo.
Era, por cierto, el hombre más detestado a bordo. Le apodaban "Don Sábelotodo”, y así le llamábamos pero él lo tomaba como un cumplido. Pero cuando se mostraba más insoportable era durante las comidas; nos tenía a su merced la mayor parte del tiempo.
Era cordial, festivo, locuaz y estaba siempre dispuesto a discutir. Pretendía saberlo todo mejor que nadie, y consideraba como una afrenta a su vanidad que alguien no compartiera sus opiniones.
No cesaba de hablar sobre cualquier tema hasta que lograba convencer a su interlocutor de que su forma de pensar era la más acertada. No se le ocurrió nunca la posibilidad de estar equivocado.
Nos sentamos a la mesa del médico. De no haber estado presente un señor llamado Ramsay, Mr. Kelada habría podido explayarse a su antojo, puesto que el médico era un hombre indolente y yo mostraba una fría indiferencia por todo. Ramsay era tan dogmático como Kelada, y le fastidiaba amargamente la seguridad que el oriental ponía en sus afirmaciones. En consecuencia, las discusiones se hacían agrias e interminables.
Mr. Ramsay se hallaba adscrito al consulado americano, y residía en Kobe. Era un hombre corpulento, un típico habitante del Middle-West, con una espesa capa de grasa bajo su piel tirante. Regresaba para hacerse cargo de su puesto, después de un rapidísimo viaje a Nueva York para recoger a su esposa que se encontraba en esa ciudad desde hacía un año.
Mrs. Ramsay era una joven atractiva, de modales agradables y con un agudo sentido del humor. La retribución asignada en el servicio consular era escasa, lo que la obligaba a vestir muy modestamente, pero sabía lucir los trajes y tenía cierta sobria distinción.
Habría pasado inadvertida para mí de no haber poseído una cualidad que tal vez sea común en la mayoría de las mujeres, pero que actualmente no se refleja en su comportamiento.  Mrs. Ramsay asombraba por su modestia, que lucía en ella como una flor en un frac.
Una tarde, la conversación versó sobre las perlas. Los diarios publicaban muchos artículos acerca del cultivo de las perlas a que los astutos japoneses se dedicaban y el médico se permitió observar que eso, con seguridad, haría disminuir el valor de las auténticas. Se producían en la actualidad con mucho parecido, y se podía esperar que muy pronto llegasen a ser perfectas.
Mr. Kelada,  como  acostumbraba  hacer,  se  extendió  en  consideraciones sobre el tema. Nos explicó todo lo que se podía saber sobre las perlas. Estoy seguro de que Mr. Ramsay no sabía absolutamente nada sobre el particular, pero no podía resistir la oportunidad que se le presentaba para enfrentarse con el oriental. Así, pues, en menos de cinco minutos nos hallamos en medio de una acalorada polémica entre ambos.
En ocasiones anteriores, Mr. Kelada había mostrado una verbosidad extraordinaria, pero nunca fue tan impetuoso como entonces. Al final, algo que dijo Mr. Ramsay debió molestarle sobremanera, pues, dando un puñetazo en la mesa, gritó:
-Creo saber lo que digo, pues me dirijo al Japón precisamente para ponerme al corriente del negocio de las perlas. Comercio con ellas y no habrá  nadie que no le asegure que mi opinión en estos asuntos no admite discusión. Conozco las perlas más famosas del mundo,  y,  en resumen,  lo que yo no sepa  sobre esta cuestión no vale la pena aprenderlo.
Esto nos sorprendió, ya que Mr. Kelada, a pesar de su locuacidad no le había dicho nunca a nadie en qué se ocupaba. Sabíamos vagamente que se dirigía al Japón por algún asunto comercial.
 Mirando alrededor de la mesa, afirmó con pedantería:
-No encontrará nunca una perla de cultivo que un experto como yo no reconozca con un solo ojo. -Contempló el collar que lucía Mrs. Ramsay y, dirigiéndose a ella, dijo-: Señora, confíe en mi palabra: ese collar que lleva no podrá valer jamás un céntimo menos de lo que hoy vale.
Mrs.  Ramsay, con su habitual modestia, ocultó el collar bajo el cuello de su vestido con cierta turbación.
Ramsay nos miró sonriendo.
-¿Verdad que es un hermoso collar el de Mrs. Ramsay? -pregunté.
-Lo noté enseguida -me contestó Mr. Kelada-, y me dije: "No cabe duda: son perlas legítimas".
Mr. Ramsay intervino:
-No lo compré yo, pero me interesaría saber cuánto cree usted que puede haber costado.
-¡Ah! Eso sería muy difícil de decir. De haber sido comprado directamente a un comerciante del ramo, puede haber costado unos quince mil dólares, pero si fue adquirido en la Quinta Avenida, no me extrañaría saber que se hubiesen pagado por él hasta treinta mil dólares...
Mr. Ramsay sonrió y le dijo:
-Sin duda, le sorprenderá saber que mi esposa adquirió ese collar, la víspera de nuestra salida de Nueva York, por dieciocho dólares en uno de los grandes almacenes de la ciudad.
Ante esta afirmación,  Mr. Kelada se turbó.
-Eso es una tontería. No sólo es legítimo, sino que puedo asegurar que no he visto jamás otro del mismo tamaño.
-¿Apostaría usted algo? Le juego cien dólares a que es una imitación.
-Aceptado.
Mrs. Ramsay los interrumpió, y dirigiéndose a su esposo, le dijo:
-Ulmeh, no puedes apostar sobre una cosa de la que estás seguro...
Sonreía débilmente, y el tono de su voz era implorante.
-¿Que no puedo? Sería tonto si no aprovechara una ocasión de ganar dinero con tanta facilidad.
-Pero -insistió su esposa-, ¿en qué forma puede demostrarse? No tienes otra prueba que mi palabra contra la de Mr. Kelada.
-Permítame observar de cerca el collar, señora. Le diré inmediatamente si es una imitación. No me importa hacer frente a un caso como la pérdida de cien dólares -repuso Mr. Kelada.
-Quítatelo, querida -dijo Mr. Ramsay-, y deja que este señor lo observe de cerca cuanto quiera.
Sin embargo, Mrs. Ramsay vaciló un momento, y, llevándose la mano al cierre, manifestó:
-No puedo quitármelo, Mr. Kelada tendrá que contentarse con mi palabra.
Presentí por un instante que algo extraño iba a ocurrir, pero no pude adivinar de qué se trataba. Ramsay se levantó, le quitó el collar a su esposa y se lo entregó a Mr. Kelada.
El oriental sacó de su bolsillo un magnífico lente y comenzó a examinarlo con cuidado.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en su cara morena, y devolvió el collar. Estaba a punto de decir algo cuando observó el rostro de Mrs. Ramsay. Esta había palidecido intensamente; tenía los ojos muy abiertos y una expresión de terror. Su angustia era tan evidente,  que  me  extrañó que  su  esposo no lo advirtiese.
Mr. Kelada se quedó atónito y se sonrojó. Casi podía verse el esfuerzo que hacía para vencer su convicción.
-Me equivoqué... -dijo-. Es una imitación perfecta. Al examinarlo con la lente me he convencido de que no son perlas legítimas. Definitivamente, dieciocho dólares es todo cuanto puede valer este maldito collar.
Sacó la cartera y tomó un billete de cien dólares, que entregó en silencio a Ramsay.
-Tal vez esto le sirva de lección, amigo mío, para que de aquí en adelante no ponga tanta seguridad en sus afirmaciones -dijo Ramsay tomando el billete.
Observé que a Mr. Kelada le temblaban las manos.
Como es de suponer, el incidente se divulgó por todo el barco, y Mr. Kelada tuvo que resignarse aquella tarde a soportar muchas bromas. Se consideraba todo un triunfo haberlo vencido en algo. La pobre Mrs. Ramsay tuvo que retirarse a su camarote con un fuerte dolor de cabeza.
A la mañana siguiente, cuando me levanté, empecé a afeitarme como de costumbre. Mr. Kelada se encontraba sentado en un sillón, fumando. De pronto oí un leve ruido y vi que habían introducido una carta por debajo de la puerta. Abrí inmediatamente, pero no pude ver a nadie. Recogí la carta y, al ver que iba dirigida a Mr. Kelada, se la entregué. El sobre estaba escrito a maquina.
-¿De quién será? -preguntó al abrirlo-. ¡Oh! -exclamó, sacando del sobre no una carta sino un billete de cien dólares.
Me miró y se ruborizó. Rompió el sobre y me dijo entregándomelo:
-¿Quiere tener la bondad de tirarlo por la portilla?
Hice lo que me pedía, observándolo mientras tanto con una velada sonrisa.
-A nadie le gusta que lo tomen por tonto -me dijo.
-Entonces, ¿las perlas eran legítimas? -le pregunté.
-Si yo tuviera una esposa joven y bonita, no la dejaría sola en Nueva York mientras yo me encontrara en Kobe -repuso.
En aquel momento no me era tan antipático Mr. Kelada.
Sacó la cartera del bolsillo y guardó en ella el billete.
W. Somerset Maugham

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Carmen Gómez