El collar de perlas
Estaba predispuesto a sentir
antipatía por Mr. Max Kelada aún sin haberlo conocido. Recién terminaba la
guerra, y el movimiento de pasajeros en los grandes barcos que cruzaban el
océano era febril. Difícilmente podían pedirse comodidades, y uno debía
contentarse con lo
que le daban
las agencias de vapores. Imposible soñar con obtener un
camarote individual, y me di por satisfecho con uno de dos literas. Cuando me
enteré del nombre de quien sería mi acompañante, se me encogió el corazón;
significaba que las portillas tendrían que permanecer herméticamente cerradas,
privándome de la fresca brisa nocturna.
Me disgustaba mucho tener que
compartir un camarote con cualquiera durante catorce días -hacía el viaje de
San Francisco a Yokohama-, pero lo hubiese aceptado con menos desaliento si mi
compañero de viaje se hubiera llamado Smith o Brown.
Al subir a bordo encontré que el
equipaje de mister Kelada ya estaba abajo. No me gustó su aspecto; las maletas
tenían demasiadas etiquetas, y el baúl era excesivamente voluminoso.
Había desempaquetado ya los
artículos de tocador, y pude observar que era un buen cliente de la fábrica
Coty, pues el perfume, la brillantina y la loción capilar eran de esa marca.
Sus cepillos, no obstante que eran de ébano con iniciales de oro, podrían haber
lucido más si hubiesen estado más limpios. Mr. Kelada no me agradó en absoluto.
Me dirigí al salón de fumar, pedí una baraja y me dediqué a sacar solitarios.
Apenas comenzaba cuando se me acercó un hombre, preguntándome si no se equivocaba
al suponer que mi nombre era tal o cual.
-Yo soy Kelada -añadió con una
amplia sonrisa que dejaba ver una hilera de dientes brillantes, y tomó
asiento.
-¡Ah!... Creo que compartimos el
camarote.
-A eso le llamo yo suerte, ya que
nunca se sabe quién podrá tocarnos de compañero. Me alegré cuando supe que era
usted inglés. Yo sostengo que nosotros, los ingleses, deberíamos permanecer
siempre unidos cuando estamos a bordo. Ya sabe usted lo que quiero decir.
Esto me hizo parpadear.
-¿Es usted inglés? -le pregunté,
tal vez con poco tacto.
-Desde luego. No pensará usted
que me parezco a un americano. Soy británico hasta los huesos; sí, señor.
Para hacer más creíble su
afirmación, Mr. Kelada sacó del bolsillo un pasaporte y lo colocó airosamente
bajo mi nariz.
El rey Jorge tiene, en efecto,
algunos súbditos extraños. Aquel Mr. Kelada era robusto, de pequeña estatura,
afeitado, de tez morena, nariz aguileña y ojos grandes y brillantes; su cabello
era negro y levemente rizado. Hablaba con una fluidez poco común en los
ingleses, y sus ademanes eran ampulosos. Con tales antecedentes tuve la
seguridad de que, observado más de cerca, aquel pasaporte británico hubiera
revelado que su propietario había nacido seguramente bajo un cielo más azul del
que por lo general cubre Inglaterra.
-¿Desea usted beber algo, señor?
-me preguntó.
Le observé con desconfianza. Como
la ley seca estaba vigente, y a bordo todo parecía tan seco como un hueso, le
contesté:
-Sin tener sed, no podría decir
en realidad qué me desagrada más, si la ginebra o el zumo de limón.
Mr. Kelada me dirigió una
oriental y taimada sonrisa.
-¿Qué le gustaría más?, ¿un
whisky con soda o un Martini seco? Basta con una palabra.
Del bolsillo trasero del pantalón
sacó una botella achatada que colocó ante mí sobre la mesa. Elegí el Martini.
Mr. Kelada llamó al camarero y le pidió un cubo de hielo y un par de vasos.
-Es un cóctel excelente -observé.
-Es cierto, y en el sitio de
donde salió esto hay mucho más –repuso-. Si tiene usted amigos a bordo, dígales
que su compañero dispone de toda la bebida que se pueda desear.
Mr. Kelada se había vuelto muy
locuaz; hablaba de Nueva York y de San Francisco, de teatro,
de cine y de política. Parecía muy patriota. El pabellón de Gran Bretaña es un
impresionante trozo de tela, pero cuando lo enarbola un individuo procedente de
Alejandría o de Beirut me da la impresión de que palidece su dignidad.
Mr. Kelada empezaba a tomarse
confianza conmigo. No deseo darme importancia, pero no puedo menos que
reconocer que lo común y correcto en un desconocido es que se dirija a mí
anteponiendo a mi apellido la palabra "señor", Mr. Kelada, sin duda
para darme una sensación de confianza, había prescindido de esa formalidad.
Como ya he dicho, Mr. Kelada no me era simpático.
Yo había dejado de lado las
cartas cuando se acercó a mí, pero considerando que esa primera conversación
había durado ya bastante, proseguí mi juego.
-El tres sobre el cuatro -me dijo
Mr. Kelada.
Cuando se juega un solitario, no
hay nada tan mortificante como que le
digan a uno dónde debe poner la carta que ha salido antes de haber tenido
tiempo de cerciorarse uno mismo.
-Va a salir, va a salir... El
siete sobre la sota.
Furioso, di por terminado el
solitario. Mr. Kelada tomó las cartas de inmediato y me preguntó:
-¿Le agradan a usted los juegos
de manos con la baraja?
-No, los detesto -repuse.
-Sin embargo, le enseñaré uno.
Tuve que soportar tres, después
de lo cual le manifesté que iba al comedor para elegir un lugar.
-¡Oh! No se preocupe usted. He
hecho que le reserven un asiento, pues pensé que, como compartimos el camarote,
lo más natural era que nos sentásemos también a la misma mesa.
Repito que no me era
simpático Mr. Kelada.
No sólo tuve que compartir el
camarote y comer con él tres veces al día en la misma mesa, sino que se unía a
mí cada vez que me paseaba por cubierta, sin que me fuera posible desairarlo.
Parecía no habérsele ocurrido siquiera que pudiese ser una persona poco grata.
No dudaba de que uno se sentía tan contento de encontrarse con él como él lo
estaba al encontrarse con uno. De habernos hallado en la propia casa, podríamos
haberle arrojado a puntapiés por la escalera y cerrarle la puerta en las
narices, sin que se le ocurriese sospechar que no era bien recibido.
Alternaba con
todo el mundo, por lo
que en tres días conoció a la totalidad de los pasajeros.
Se entrometía en todo y todo lo capitaneaba.
Dirigía las apuestas que a diario
se hacían a bordo sobre el número de millas recorridas en las veinticuatro
horas; hacía de rematador; recaudaba dinero para instituir premios en los
juegos; formaba equipos para jugar al chito y al golf; organizaba conciertos,
y llevaba a cabo los preparativos
necesarios para un baile de disfraces. En una palabra, tomaba parte en todo.
Era, por cierto, el hombre más
detestado a bordo. Le apodaban "Don Sábelotodo”, y así le llamábamos pero
él lo tomaba como un cumplido. Pero cuando se mostraba más insoportable era
durante las comidas; nos tenía a su merced la mayor parte del tiempo.
Era cordial, festivo, locuaz y
estaba siempre dispuesto a discutir. Pretendía saberlo todo mejor que nadie, y
consideraba como una afrenta a su vanidad que alguien no compartiera sus
opiniones.
No cesaba de hablar sobre
cualquier tema hasta que lograba convencer a su interlocutor de que su forma de
pensar era la más acertada. No se le ocurrió nunca la posibilidad de estar
equivocado.
Nos sentamos a la mesa del
médico. De no haber estado presente un señor llamado Ramsay, Mr. Kelada habría
podido explayarse a su antojo, puesto que el médico era un hombre indolente y
yo mostraba una fría indiferencia por todo. Ramsay era tan dogmático como
Kelada, y le fastidiaba amargamente la seguridad que el oriental ponía en sus
afirmaciones. En consecuencia, las discusiones se hacían agrias e
interminables.
Mr. Ramsay se hallaba adscrito al
consulado americano, y residía en Kobe. Era un hombre corpulento, un típico
habitante del Middle-West, con una espesa capa de grasa bajo su piel tirante.
Regresaba para hacerse cargo de su puesto, después de un rapidísimo viaje a
Nueva York para recoger a su esposa que se encontraba en esa ciudad desde hacía
un año.
Mrs. Ramsay era una joven
atractiva, de modales agradables y con un agudo sentido del humor. La
retribución asignada en el servicio consular era escasa, lo que la obligaba a
vestir muy modestamente, pero sabía lucir los trajes y tenía cierta sobria
distinción.
Habría pasado inadvertida para mí
de no haber poseído una cualidad que tal vez sea común en la mayoría de las
mujeres, pero que actualmente no se refleja en su comportamiento. Mrs. Ramsay asombraba por su modestia, que
lucía en ella como una flor en un frac.
Una tarde, la conversación versó
sobre las perlas. Los diarios publicaban muchos artículos acerca del cultivo de
las perlas a que los astutos japoneses se dedicaban y el médico se permitió
observar que eso, con seguridad, haría disminuir el valor de las auténticas. Se
producían en la actualidad con mucho parecido, y se podía esperar que muy
pronto llegasen a ser perfectas.
Mr. Kelada, como
acostumbraba hacer, se
extendió en consideraciones sobre el tema. Nos explicó
todo lo que se podía saber sobre las perlas. Estoy seguro de que Mr. Ramsay no
sabía absolutamente nada sobre el particular, pero no podía resistir la
oportunidad que se le presentaba para enfrentarse con el oriental. Así, pues,
en menos de cinco minutos nos hallamos en medio de una acalorada polémica entre
ambos.
En ocasiones anteriores, Mr.
Kelada había mostrado una verbosidad extraordinaria, pero nunca fue tan
impetuoso como entonces. Al final, algo que dijo Mr. Ramsay debió molestarle
sobremanera, pues, dando un puñetazo en la mesa, gritó:
-Creo saber lo que digo, pues me
dirijo al Japón precisamente para ponerme al corriente del negocio de las
perlas. Comercio con ellas y no habrá
nadie que no le asegure que mi opinión en estos asuntos no admite
discusión. Conozco las perlas más famosas del mundo, y, en
resumen, lo que yo no sepa sobre esta cuestión no vale la pena
aprenderlo.
Esto nos sorprendió, ya que Mr.
Kelada, a pesar de su locuacidad no le había dicho nunca a nadie en qué se ocupaba.
Sabíamos vagamente que se dirigía al Japón por algún asunto comercial.
Mirando alrededor de la mesa, afirmó con
pedantería:
-No encontrará nunca una perla de
cultivo que un experto como yo no reconozca con un solo ojo. -Contempló el
collar que lucía Mrs. Ramsay y, dirigiéndose a ella, dijo-: Señora, confíe en
mi palabra: ese collar que lleva no podrá valer jamás un céntimo menos de lo
que hoy vale.
Mrs. Ramsay, con su habitual modestia, ocultó el
collar bajo el cuello de su vestido con cierta turbación.
Ramsay nos miró sonriendo.
-Lo noté enseguida -me contestó
Mr. Kelada-, y me dije: "No cabe duda: son perlas legítimas".
Mr. Ramsay intervino:
-No lo compré yo, pero me
interesaría saber cuánto cree usted que puede haber costado.
-¡Ah! Eso sería muy difícil de
decir. De haber sido comprado directamente a un comerciante del ramo, puede
haber costado unos quince mil dólares, pero si fue adquirido en la Quinta
Avenida, no me extrañaría saber que se hubiesen pagado por él hasta treinta mil
dólares...
Mr. Ramsay sonrió y le dijo:
-Sin duda, le sorprenderá saber
que mi esposa adquirió ese collar, la víspera de nuestra salida de Nueva York,
por dieciocho dólares en uno de los grandes almacenes de la ciudad.
Ante esta afirmación, Mr. Kelada se turbó.
-Eso es una tontería. No sólo es
legítimo, sino que puedo asegurar que no he visto jamás otro del mismo tamaño.
-¿Apostaría usted algo? Le juego
cien dólares a que es una imitación.
-Aceptado.
Mrs. Ramsay los interrumpió, y
dirigiéndose a su esposo, le dijo:
-Ulmeh, no puedes apostar sobre
una cosa de la que estás seguro...
Sonreía débilmente, y el tono de
su voz era implorante.
-¿Que no puedo? Sería tonto si no
aprovechara una ocasión de ganar dinero con tanta facilidad.
-Pero -insistió su esposa-, ¿en
qué forma puede demostrarse? No tienes otra prueba que mi palabra contra la de Mr.
Kelada.
-Permítame observar de cerca el
collar, señora. Le diré inmediatamente si es una imitación. No me importa hacer
frente a un caso como la pérdida de cien dólares -repuso Mr. Kelada.
-Quítatelo, querida -dijo Mr.
Ramsay-, y deja que este señor lo observe de cerca cuanto quiera.
Sin embargo, Mrs. Ramsay vaciló
un momento, y, llevándose la mano al cierre, manifestó:
-No puedo quitármelo, Mr. Kelada
tendrá que contentarse con mi palabra.
Presentí por un instante que algo
extraño iba a ocurrir, pero no pude adivinar de qué se trataba. Ramsay se
levantó, le quitó el collar a su esposa y se lo entregó a Mr. Kelada.
El oriental sacó de su bolsillo
un magnífico lente y comenzó a examinarlo con cuidado.
Una sonrisa de triunfo se dibujó
en su cara morena, y devolvió el collar. Estaba a punto de decir algo cuando
observó el rostro de Mrs. Ramsay. Esta había palidecido intensamente; tenía los
ojos muy abiertos y una expresión de terror. Su angustia era tan evidente, que
me extrañó que su
esposo no lo advirtiese.
Mr. Kelada se quedó atónito y se
sonrojó. Casi podía verse el esfuerzo que hacía para vencer su convicción.
-Me equivoqué... -dijo-. Es una
imitación perfecta. Al examinarlo con la lente me he convencido de que no son
perlas legítimas. Definitivamente, dieciocho dólares es todo cuanto puede valer
este maldito collar.
Sacó la cartera y tomó un billete
de cien dólares, que entregó en silencio a Ramsay.
-Tal vez esto le sirva de
lección, amigo mío, para que de aquí en adelante no ponga tanta seguridad en
sus afirmaciones -dijo Ramsay tomando el billete.
Observé que a Mr. Kelada le
temblaban las manos.
Como es de suponer, el incidente
se divulgó por todo el barco, y Mr. Kelada tuvo que resignarse aquella tarde a
soportar muchas bromas. Se consideraba todo un triunfo haberlo vencido en algo.
La pobre Mrs. Ramsay tuvo que retirarse a su camarote con un fuerte dolor de
cabeza.
A la mañana siguiente, cuando me levanté,
empecé a afeitarme como de costumbre. Mr. Kelada se encontraba sentado en un
sillón, fumando. De pronto oí un leve ruido y vi que habían introducido una
carta por debajo de la puerta. Abrí inmediatamente, pero no pude ver a nadie.
Recogí la carta y, al ver que iba dirigida a Mr. Kelada, se la entregué. El
sobre estaba escrito a maquina.
-¿De quién será? -preguntó al
abrirlo-. ¡Oh! -exclamó, sacando del sobre no una carta sino un billete de cien
dólares.
Me miró y se ruborizó. Rompió el
sobre y me dijo entregándomelo:
-¿Quiere tener la bondad de
tirarlo por la portilla?
Hice lo que me pedía,
observándolo mientras tanto con una velada sonrisa.
-A nadie le gusta que lo tomen
por tonto -me dijo.
-Entonces, ¿las perlas eran
legítimas? -le pregunté.
-Si yo tuviera una esposa joven y
bonita, no la dejaría sola en Nueva York mientras yo me encontrara en Kobe
-repuso.
En aquel momento no me era tan
antipático Mr. Kelada.
Sacó la cartera del bolsillo y
guardó en ella el billete.
W. Somerset Maugham
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Carmen Gómez