La Ruta 1714 es una propuesta de ruta turística y cultural
por los lugares, monumentos, villas o espacios más destacados de la Guerra de
Sucesión en Cataluña. Los escenarios del conflicto, desde Barcelona a la Seu
d'Urgell.
Una puesta en valor de más de cincuenta monumentos y
espacios históricos destacados en la Guerra de Sucesión estructurados en diez
nodos centrales, veinte villas quemadas, municipios que fueron creados y
saqueados durante la guerra, y unos veinte más agrupados bajo el concepto
d'Espais 1714, lugares destacables por las batallas, por los personajes, por
los asedios o por los conjuntos amurallados que se conservan. Cada uno de estos
sitios se señaliza con paneles de información histórica y turística.
La quinta historia
Esta historia podría llamarse «Las estatuas». Otro nombre
posible es «El asesinato». Y también «Cómo matar cucarachas». Entonces haré por
lo menos tres historias verdaderas, porque ninguna de ellas desmiente a la
otra. Aunque una sola serían mil y una, si me dieran mil y una noches.
La primera, «Cómo matar cucarachas», comienza así: me quejé
de las cucarachas. Una señora oyó mi queja. Me dio la receta de cómo matarlas.
Que mezclase en partes iguales azúcar, harina y yeso. La harina y el azúcar
las atraerían, el yeso les quemaría lo de adentro. Así hice: Murieron.
La otra historia es justamente la primera, y se llama «El
asesinato». Comienza así: me quejé de las cucarachas. Una señora me oyó. Sigue
la receta. Y entonces entra el asesinato. La verdad es que sólo en abstracto
me había quejado de las cucarachas, que ni mías eran: pertenecían a la planta
baja y escalaban las cañerías del edificio hasta nuestro hogar. Sólo a la hora
de preparar la mezcla fue cuando se volvieron también mías. En nuestro nombre,
entonces, comencé a medir y pesar ingredientes en una concentración un poco más
intensa. Un vago rencor me había invadido, un sentido de ultraje. De día las
cucarachas eran invisibles y nadie creería en el mal secreto que roía una casa
tan tranquila. Pero si ellas, como los males secretos, dormían de día, allí
estaba yo preparándoles el veneno de noche. Meticulosa, ardiente, preparaba el
elixir de la larga muerte. Un miedo excitado y mi propio mal secreto me
guiaban. Ahora yo sólo quería fríamente una cosa: matar cada cucaracha que
existe. Las cucarachas suben por las cañerías mientras una, cansada, sueña. Y
he aquí que la receta estaba lista, tan blanca. Como para cucarachas astutas
como yo, esparcí hábilmente el polvo hasta que éste más parecía formar parte de
la naturaleza. Desde mi cama, en el silencio del departamento, las imaginaba
subiendo una a una hasta el patio de servicio donde la oscuridad dormía, sólo
un mantel despierto en la cuerda de la ropa. Desperté horas después en un
sobresalto de atraso. Ya era de madrugada. Atravesé la cocina. Allí en el piso
del patio estaban ellas, tiesas, grandes. Durante la noche yo las había matado.
En nombre nuestro, amanecía. En el morro, un gallo cantó.
La tercera historia que ahora se inicia es la de «Las estatuas».
Comienza diciendo que yo me había quejado de las cucarachas. Después viene la
misma señora. Prosigue hasta el punto en que, de madrugada, me despierto y
todavía soñolienta atravieso la cocina. Más soñoliento que yo está el patio en
su perspectiva de azulejos. Y en la oscuridad de la aurora, un tinte violáceo
que distancia todo, distingo a mis pies sombras y blancuras: decenas de
estatuas se desparraman rígidas. Las cucarachas que se habían endurecido de
dentro hacia afuera. Algunas con la barriga para arriba. Otras a la mitad de un
gesto que no se completaría jamás. En la boca de unas un poco de comida blanca.
Soy el primer testimonio del amanecer en Pompeya. Sé cómo fue esta última
noche; sé de la orgía en la oscuridad. En algunas el yeso se habrá endurecido
tan lentamente como en un proceso vital, y ellas, con movimientos cada vez más
penosos, habrán intensificado ávidamente las alegrías de la noche, tratando de
huir de dentro de sí mismas. Hasta que se vuelven de piedra, en un espanto de inocencia,
y con tal, tal mirada de afligida censura. Otras, súbitamente asaltadas por el
propio interior, sin siquiera haber tenido la intuición de un molde interno que
se petrificaba: ésas de pronto se cristalizan, así como la palabra es cortada
de la boca: yo te... Ellas que, usando el nombre de amor en vano, en la noche
de verano cantaban. Mientras aquella otra, la de antena marrón, sucia de
blanco, habrá adivinado demasiado tarde que se había momificado justamente por
no haber sabido usar las cosas con la gracia gratuita del en vano: «Es que miré
demasiado hacia adentro de mí; es que miré demasiado hacia adentro de...»,
desde mi fría altura de gente miro la destrucción de un mundo. Amanece. Una que
otra antena de cucaracha muerta tiembla seca con la brisa. De la historia
anterior canta el gallo.
La cuarta narración inaugura una nueva era en el hogar.
Comienza como se sabe: me quejé de las cucarachas. Va hasta el momento en que
veo los monumentos de yeso. Muertas, sí. Pero miro hacia las cañerías, por donde
esta misma noche ha de renovarse una población lenta y viva en fila india.
¿Renovaría entonces todas las noches el azúcar letal?, como quien ya no duerme
sin la avidez de un rito. ¿Y todas las madrugadas me conduciría sonámbula hasta
el pabellón?, en el vicio de ir al encuentro de las estatuas que mi noche
sudada levantaba. Me estremecí de placer ruin ante la visión de aquella doble
vida de hechicera. Y me estremecí también ante el aviso del yeso que seca: el
vicio de vivir que haría estallar mi molde interno. Áspero instante de elección
entre dos caminos que, pensaba, se dicen adiós, y segura de que cualquier
elección sería la del sacrificio: yo o mi alma. Elegí. Y hoy ostento
secretamente en el corazón una placa de virtud: «Esta casa fue fumigada».
La quinta historia se llama «Leibniz y la trascendencia
del amor en la Polinesia». Comienza así: me quejé de las cucarachas.
Clarice Lispector