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viernes, 18 de octubre de 2013

Herbari Virtual

   

La comedora de violetas

En estos primeros días de tibieza me acuerdo de aquella jovencita de ojos inquietos que se alimentaba de flores cada primavera. 
Subía en la húmeda palidez de las mañanas de mayo, ondulantes entre calígines y fulgores; subía, entre las piedras blancas y el barro petrificado, por el camino que discurría entre peñascos y zarzas y que lleva a los prados nuevos, a los abetos negros, al cielo abierto, a la inmaculada soberanía de la luz.
El milagro que se repite todos los días o todos los años a los hombres sin fe ni vista  ya  no  les  parece  milagro.  A  ella, el universo le parecía siempre milagroso -hay que ser ángel para ver a los ángeles-, pero especialmente en los tiempos de la resurrección de la tierra.
-Dondequiera que mi ojo se pose -me dijo un día-, allí goza con el amor.
Cuando se acercaba a la altiplanicie de las Fratelle, le hacían compañía los setos de endrinas: las estrellas de leche de los espinos disimulaban la crueldad de las espinas. Y aquí y allí empezaban a apuntar las rosas silvestres y a alargarse los suaves tallos de las clemátides.
Rubina subía, respiraba, miraba, descubría, se hacía más bella: flor humana en crecimiento entre aquellas pruebas de la presencia de Dios. En aquellas mañanas ni siquiera envidiaba a las más felices criaturas del mundo.
-De marzo a junio gozo tanto como un pajarito que echa las plumas. El mundo, en esa estación, es tan bello que me arranca medio corazón de placer.
Después de tanta nieve, de tantas nubes, de tanta blancura y de tanta oscuridad, el sol parece más rico que antes, vuelve a ser de verdad el rey absoluto de la tierra. También en primavera sobrevienen, de repente, chubascos y chaparrones, pero en seguida vuelve a salir el sol para saludar a su reino de aquí abajo. Cada hoja tiene su gota, pero cada gota parece una lágrima de alegría. Cada árbol tiene su pájaro, y su canto es la alegre repetición de una acción de gracias, la insistente búsqueda de una palabra que sólo Dios comprende.
Rubina, mientras tanto, busca su comida matutina. Lleva en el bolsillo un buen pedazo de pan, pero quiere procurarse por sí misma el companage. Nadie la ha enseñado, sino el instinto heredado de las antiguas generaciones silvanas. Ora se inclina al borde de un foso, ora entra en el bosque ora hurga entre los matojos con su mano suavizada por los ocios del invierno. Y siempre encuentra algo que llevarse a la boca, primicias desconocidas que saborear en paz junto a los olores de la tierra fresca y del aire que huele a savia y a brotes.
Come la hierba que tanto gusta a las cabras, o las yemas de los rosales salvajes, más dulces que un beso robado, o las hojas más bien amargas de la pimpinela y las primeras puntas de las achicorias.
Pero busca especialmente las violetas, las busca entre los enebros desgajados por la nieve, bajo los áridos escombros de los setos, bajo las hojas secas de los robles y de las encinas, a lo largo de las márgenes húmedas y blandas de las acequias que rumorean por el bosque joven. La violeta no es modesta, sino temerosa y tal vez egoísta: se esconde a todas las miradas, no quiere ser vista ni gozada por nadie, no quiere gozar en la fiesta del campo resurgido.
Pero las violetas no se escapan de los voraces ojos de Rubina. Antes de llegar a su prado, ha cogido tantas que tiene que llevarlas en su delantal.
Una vez llegada a la amplia extensión herbosa y florecida, desde donde se ven de igual a igual las quebradas murallas de los Apeninos, se sentaba sobre la piedra más grande que se había quedado en medio del prado para hacer de mesa a los pastores, y de su olorosa presa hacía dos partes iguales. Con la menor trenzaba una especie de corona que colocaba sobre sus cabellos que brillaban al sol. No porque hubiera leído el Banquete de Platón y quisiera imitar al irrumpiente Alcibíades coronado de violetas, sino porque desde niña, en su pobreza de reina de incógnito, había siempre hecho con las flores de los campos sus adornos, sus collares, sus gargantillas; sus cinturones, y por eso, según el espíritu del Evangelio, iba mejor adornada que las mujeres de Salomón.
La otra parte era el companage soñado y deseado desde el primer despertar.
-Quien no ha comido violetas con pan, por la mañana, en ayunas, al aire libre, bajo el sol, en lo alto de un cerro, no sabe lo buena que es la primavera, Yo estoy aquí perdida en el mundo y no sé qué estrella caerá sobre mi cabeza, pero en esos momentos me parece ser toda de oro y estar a la mesa con la Virgen.
A Rubina no le bastaba aspirar aquel olor honesto y claro que es la primera prenda de la anual resurrección, ni mirar y remirar la gracia de las flores, que parecen alas plegadas de una mariposa en descanso en lo alto de un tallo ligero que se dobla bajo su ligero peso. Quería asimilar aquella frescura, aquella delicadeza, aquella gracia, aquel perfume. El más fiel adorador es aquel que se come a su Dios. Aquellos que dejan marchitar y emblanquecer en los jarros ciudadanos los ramos de violetas, que no hablen de sacrilegio. Es propio del amor el deseo de ser una misma cosa con el amado. En su pagana, pero ingenua pasión por la naturaleza, Rubina quería unirse a la primavera con todo su ser, no solamente con los ojos y con el alma, sino con la carne misma. Al nutrirse con violetas tenía la sensación de incorporar a su sangre una parte por lo menos de aquellas maravillas, su justa porción de la magnificencia de Dios.
Bellos son los frutos y tal vez más bellos que las flores, pero, sin embargo, tienen algo de material y de carnal, una pesadez hinchada que hace ya pensar en la putrefacción. La flor es más sana y limpia; a la fantasía de la gente simple parece más desinteresada. En apariencia no sirve para nada, y es eso lo que la hace preciosa, destinada como está a consagrar la beatitud, la inocencia, la santidad. Todavía recuerdo a los negros monjes de san Lázaro de los Armenios que me ofrecieron como antes habían hecho con Byron, una especie de compota dulcísima fabricada por ellos con pétalos de rosa. Y aquellos buenos monjes, venidos de Oriente, me confiaron que Eva, en el paraíso terrenal, no sólo se alimentaba de frutos. Pensé entonces en Rubina sobre su montaña florida y estuve de acuerdo con ellos.
Y en verdad el inmenso llano repleto de hierba donde la muchacha se sentaba, saboreando sus violetas, se parecía a nuestras pobres imágenes del paraíso perdido. El sol vertía las cataratas de su radiante triunfo sobre aquel mar verde de tallos y de briznas, donde la brisa todavía matutina hacía nacer y moverse olas de sombra y espumas de cándidas flores. Aquí y allí, los matojos de llamas bermejas de las adormideras; manchas moradas y celestes de tulipanes salvajes, amapolas y anémonas; penachos de violetas y azufrados de flores alpestres sin nombre; ejércitos de espigas y de racimos entre el blanco de la escarcha y el rojo de la sangre; multitud de flores del prado con los pétalos afinados y el centro de oro vegetal. Y por todas partes salpicaduras de cielo más celeste que el verdadero, caídas entre la hierba: los lirios. En la linde del prado, sobre las escarpaduras que casi  lo hacían valle, matas altas y agudas de retama, hileras de espinos de una blancura aérea, indecible, inverosímil.
Las montañas coronadas de bosque de troncos y de ramas todavía desnudos; por las laderas, al sol, cuadriláteros de trigo naciente, de un verde infantil y líquido, como lagos donde se reflejara la viva selva que Dante vio en la cima del Purgatorio. Y sobre esta amplísima insoportable belleza se extendía la paz del silencio intacto y puro de los tiempos remotos, la majestad de la soledad.
Hay, en las experiencias de los hombres, embriagueces, borracheras, locuras, éxtasis de diversos grados y naturaleza. Entre las de origen terrestre -es decir, dejando aparte los arrebatos de los místicos y las iluminaciones de los beatos- ninguna, acaso, acerca tanto el alma humana al alma del universo como la exaltación total que eleva a una criatura sensible, en medio de la naturaleza en flor, hacia arriba, cerca del cielo, en una callada y solitaria mañana de primavera.  Los grandes poetas han sentido, en determinados instantes divinos, el improvisto desvelarse de la milagrosidad del mundo, que puede conmover el espíritu hasta la locura, tan fuerte es el golpe y el estupor. Pero no todos los poetas escriben, ni todos los que escriben son poetas. Y quien ve y siente y goza y calla, puede ser, en potencia, el más potente de los poetas.

Tal era la comedora de violetas en aquellas horas, en aquellos días de plena primavera, tal como la vi una vez, brillante y riente, contra el cielo festivo, con los ojos que enviaban ardientes reflejos de flores, con la boca entreabierta que bebía sorbos de sol y de felicidad.
G. Papini


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