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sábado, 1 de junio de 2013

El buen ejemplo

Si yo afirmara que he visto lo que voy a referir, no fal­taría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración:
En la parte sur de la República mexicana, y en las ver­tientes de la Sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay un pueblecito como son, en lo general, todos aquellos: casitas blancas cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que le prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes platanares y gigantescos cedros.
El agua, en pequeños arroyuelos, cruza retozando por todas las callejuelas, y ocultándose, a veces, entre macizos de flores y de verdura.
En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los maestros de escuela de los pueblos!
En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los mucha­chos era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía, en coro se estudiaba y en coro se cantaban, lo mismo las letras y las sílabas, que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.
Don Lucas soportaba con heroica resignación aque­lla ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasma­dos, gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la simpática y hon­rada cara de D. Lucas.
Daban las cinco de la tarde; los chicos salían escapa­dos de la escuela, tirando piedras, coleando perros y dando gritos y silbidos, pero ya fuera de las aguas juris­diccionales de D. Lucas, que los miraba alejarse, como diría un novelista, trémulo de satisfacción.
Entonces D. Lucas se pertenecía a sí mismo: sacaba a la calle una gran butaca de mimbre; un criadito le traía una taza de chocolate acompañado de una gran torta de pan, y D. Lucas, disfrutando del fresco de la tarde y reci­biendo en su calva frente el vientecillo perfumado que llegaba de los bosques, como para consolar a los vecinos de las fatigas del día, comenzaba a despachar su modesta merienda, partiéndola cariñosamente con su loro.
***
Porque D. Lucas tenía un loro que era, como se dice hoy, su debilidad, y que estaba siempre en una percha a la puerta de la escuela, a respetable altura para escapar de los muchachos, y al abrigo del sol por un pequeño cobertizo de hojas de palma. Aquel loro y D. Lucas se entendían perfectamente. Raras veces mezclaba sus pala­bras, más o menos bien aprendidas, con los cantos de los chicos, ni aumentaba la algazara con los gritos estriden­tes y desentonados que había aprendido en el hogar materno.
Pero cuando la escuela quedaba desierta y D. Lucas salía a tomar su chocolate, entonces aquellos dos amigos daban expansión libre a todos sus afectos. El loro recorría la percha de arriba a abajo, diciendo cuanto sabía y cuan­to no sabía; restregaba con satisfacción su pico en ella, y se colgaba de las patas, cabeza abajo, para recibir la sopa de pan con chocolate que con paternal cariño le llevaba D. Lucas.
Y esto pasaba todas las tardes.
***
Transcurrieron así varios años, y D. Lucas llegó a tener tal confianza de su querido "perico", como le lla­maban los muchachos, que ni le cortaba las alas ni cui­daba de ponerle calza.
Una mañana, serían como las diez, uno de los chicos, que casualmente estaba fuera de la escuela, gritó espan­tado:
-¡Señor maestro, que se vuela "perico"!
Oír esto y lanzarse en precipitado tumulto a la puer­ta maestro y discípulos, fue todo uno; y, en efecto, a lo lejos, como un grano de esmalte verde herido por los rayos del sol, se veía al ingrato esforzando su vuelo para ganar cuanto antes refugio en el cercano bosque.
Como toda persecución era imposible, porque ni aun teniendo la filiación del prófugo podría habérsele distinguido entre la multitud de loros que pueblan aque­llos bosques, don Lucas, lanzando de lo hondo de su pecho un "sea por Dios", volvió a ocupar su asiento, y las tareas escolares continuaron, como si no acabara de pasar aquel terrible acontecimiento.
***
Transcurrieron varios meses, y D. Lucas, que había echado al olvido la ingratitud de "perico", tuvo necesidad de emprender un viaje a uno de los pueblos circunveci­nos, aprovechando unas vacaciones.
Muy de madrugada ensilló su caballo, tomó un lige­ro desayuno y salió del pueblo, despidiéndose muy cortés­mente de los pocos vecinos que por las calles encontraba.
En aquel país, pueblos cercanos son aquellos que sólo están separados por una distancia de doce o catorce leguas, y D. Lucas necesitaba caminar la mayor parte del día.
Eran las dos de la tarde; el sol derramaba torrentes de fuego; ni el viento más ligero agitaba los penachos de las palmas que se dibujaban sobre un cielo azul con la inmo­vilidad de un árbol de hierro. Los pájaros enmudecían ocultos entre el follaje, y sólo las cigarras cantaban tenaz­mente en medio de aquel terrible silencio a la mitad del día.
El caballo de D. Lucas avanzaba, haciendo sonar el acompasado golpeo de sus pisadas con la monotonía del volante de un reloj.
Repentinamente, D. Lucas creyó oír a lo lejos el canto de los niños de la escuela cuando estudiaban las letras y las sílabas.
Al principio aquello le pareció una alucinación pro­ducida por el calor, como esas músicas y esas campana­das que en el primer instante creen oír los que sufren de vértigo; pero, a medida que avanzaba, aquellos cantos iban siendo más claros y más perceptibles; aquello era una escuela en medio del bosque desierto.
Detúvose asombrado y temeroso, cuando de los árboles cercanos se desprendió, tomando vuelo, una bandada de loros que iban cantando acompasadamente: ba, be, bi, bo, bu; la, le, li, lo, lu; y tras ellos, volando majestuosamente, un loro que, al pasar cerca del espan­tado maestro, volvió la cabeza, diciéndole alegremente:
-¡Don Lucas, ya tengo escuela!
***
Desde esa época los loros de aquella comarca, ade­lantándose a su siglo, han visto disiparse las sombras del oscurantismo y la ignorancia.
 (Vicente Riva Palacio)