Si yo afirmara que he visto lo que voy a
referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y
tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana,
refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído
de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de
certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración:
En la parte sur de la República mexicana, y en
las vertientes de la
Sierra Madre , que van a perderse en las aguas del Pacífico,
hay un pueblecito como son, en lo general, todos aquellos: casitas blancas
cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian
de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que le prestan
enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes
platanares y gigantescos cedros.
El agua, en pequeños arroyuelos, cruza
retozando por todas las callejuelas, y ocultándose, a veces, entre macizos de
flores y de verdura.
En ese pueblo había una escuela, y debe
haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy
bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al
cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los
maestros de escuela de los pueblos!
En esa escuela, siguiendo tradicionales
costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los muchachos
era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante
monotonía, en coro se estudiaba y en coro se cantaban, lo mismo las letras y
las sílabas, que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.
Don Lucas soportaba con heroica
resignación aquella ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasmados,
gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las
facciones de la simpática y honrada cara de D. Lucas.
Daban las cinco de la tarde; los chicos
salían escapados de la escuela, tirando piedras, coleando perros y dando
gritos y silbidos, pero ya fuera de las aguas jurisdiccionales de D. Lucas,
que los miraba alejarse, como diría un novelista, trémulo de satisfacción.
Entonces D. Lucas se pertenecía a sí
mismo: sacaba a la calle una gran butaca de mimbre; un criadito le traía una
taza de chocolate acompañado de una gran torta de pan, y D. Lucas, disfrutando
del fresco de la tarde y recibiendo en su calva frente el vientecillo
perfumado que llegaba de los bosques, como para consolar a los vecinos de las
fatigas del día, comenzaba a despachar su modesta merienda, partiéndola
cariñosamente con su loro.
***
Porque D. Lucas tenía un loro que era,
como se dice hoy, su debilidad, y que estaba siempre en una percha a la puerta
de la escuela, a respetable altura para escapar de los muchachos, y al abrigo
del sol por un pequeño cobertizo de hojas de palma. Aquel loro y D. Lucas se
entendían perfectamente. Raras veces mezclaba sus palabras, más o menos bien
aprendidas, con los cantos de los chicos, ni aumentaba la algazara con los
gritos estridentes y desentonados que había aprendido en el hogar materno.
Pero cuando la escuela quedaba desierta y
D. Lucas salía a tomar su chocolate, entonces aquellos dos amigos daban
expansión libre a todos sus afectos. El loro recorría la percha de arriba a
abajo, diciendo cuanto sabía y cuanto no sabía; restregaba con satisfacción su
pico en ella, y se colgaba de las patas, cabeza abajo, para recibir la sopa de
pan con chocolate que con paternal cariño le llevaba D. Lucas.
Y esto pasaba todas las tardes.
***
Transcurrieron así varios años, y D. Lucas
llegó a tener tal confianza de su querido "perico", como le llamaban
los muchachos, que ni le cortaba las alas ni cuidaba de ponerle calza.
Una mañana, serían como las diez, uno de
los chicos, que casualmente estaba fuera de la escuela, gritó espantado:
-¡Señor maestro, que se vuela "perico"!
Oír esto y lanzarse en precipitado tumulto
a la puerta maestro y discípulos, fue todo uno; y, en efecto, a lo lejos, como
un grano de esmalte verde herido por los rayos del sol, se veía al ingrato
esforzando su vuelo para ganar cuanto antes refugio en el cercano bosque.
Como toda persecución era imposible,
porque ni aun teniendo la filiación del prófugo podría habérsele distinguido
entre la multitud de loros que pueblan aquellos bosques, don Lucas, lanzando
de lo hondo de su pecho un "sea por Dios", volvió a ocupar su
asiento, y las tareas escolares continuaron, como si no acabara de pasar aquel
terrible acontecimiento.
***
Transcurrieron varios meses, y D. Lucas,
que había echado al olvido la ingratitud de "perico", tuvo necesidad
de emprender un viaje a uno de los pueblos circunvecinos, aprovechando unas
vacaciones.
Muy de madrugada ensilló su caballo, tomó
un ligero desayuno y salió del pueblo, despidiéndose muy cortésmente de los
pocos vecinos que por las calles encontraba.
En aquel país, pueblos cercanos son
aquellos que sólo están separados por una distancia de doce o catorce leguas, y
D. Lucas necesitaba caminar la mayor parte del día.
Eran las dos de la tarde; el sol derramaba
torrentes de fuego; ni el viento más ligero agitaba los penachos de las palmas
que se dibujaban sobre un cielo azul con la inmovilidad de un árbol de hierro.
Los pájaros enmudecían ocultos entre el follaje, y sólo las cigarras cantaban
tenazmente en medio de aquel terrible silencio a la mitad del día.
El caballo de D. Lucas avanzaba, haciendo
sonar el acompasado golpeo de sus pisadas con la monotonía del volante de un
reloj.
Repentinamente, D. Lucas creyó oír a lo
lejos el canto de los niños de la escuela cuando estudiaban las letras y las
sílabas.
Al principio aquello le pareció una
alucinación producida por el calor, como esas músicas y esas campanadas que
en el primer instante creen oír los que sufren de vértigo; pero, a medida que
avanzaba, aquellos cantos iban siendo más claros y más perceptibles; aquello
era una escuela en medio del bosque desierto.
Detúvose asombrado y temeroso, cuando de
los árboles cercanos se desprendió, tomando vuelo, una bandada de loros que
iban cantando acompasadamente: ba, be, bi, bo, bu; la, le, li, lo, lu; y tras
ellos, volando majestuosamente, un loro que, al pasar cerca del espantado
maestro, volvió la cabeza, diciéndole alegremente:
-¡Don Lucas, ya tengo escuela!
***
Desde esa época los loros de aquella
comarca, adelantándose a su siglo, han visto disiparse las sombras del oscurantismo
y la ignorancia.