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lunes, 17 de junio de 2013

Valdemar


Valdemar es una editorial independiente dedicada a la difusión de la cultura popular, especialmente de la literatura fantástica y de terror, novela negra, aventuras y grandes clásicos.
Una pequeña muestra de los autores que Valdemar publica sería interminable, pero ahí va: Conan Doyle, Bierce, Stevenson, Lovecraft, Chesterton, Voltaire, Dumas, R. Burton, Stendhal, Kipling, Maupassant, London, etc., etc., etc., ... ¿Quién me mandaría a mí meterme a hacer una lista de los grandes autores que tienen obras en Valdemar?

Para celebrar esta entrada hoy publicamos un relato que no puede faltar en cualquier antología que se precie, "El almohadón de plumas" de Horacio Quiroga. ("El síncope blanco y otros cuentos de locura y  terror" - Club Diógenes nº 110, Valdemar).






Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un li­gero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la ama­ba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos se­veridad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la conte­nía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremeci­mientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sen­sación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abando­no hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de in­fluenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoya­da en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy len­to la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollo­zos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún que­dó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronun­ciar palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día si­guiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la exa­minó con suma atención, ordenándole calma y descanso ab­solutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de la calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llá­meme enseguida.
Al otro día Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Cons­tatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visi­blemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseába­se sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstina­ción. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del sue­lo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no ha­cía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perla­ron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mi­rarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su ma­rido, acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoi­de, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándo­se de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera-. Es un caso inexplicable... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agrava­do de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada maña­na amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Te­nía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanza­ron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almoha­dón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. 
-Parecen picaduras  -murmuró la sirvienta después de un  rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y en­voltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sir­vienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, lle­vándose las manos crispadas a los bandós: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La pica­dura era casi imperceptible. La remoción diaria del almoha­dón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cin­co días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habi­tual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de plu­mas.
(Horacio Quiroga  - El almohadón de plumas)