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jueves, 7 de junio de 2018

La Mancha. Denominación de origen.


La obsesión del tirano            

Dedicado a Jorge Jacobo Barake

Durante el voluminoso racimo de años que había durado su férrea dictadura, el gobernante, para mantenerse en el poder, había pasado a cuchillo a todos los miembros de la oposición, reales e imaginados. El transcurso del tiempo había convertido en nieve el único mechón de pelo que todavía le quedaba y le había decorado el rostro con múltiples y bien definidas arrugas; pero, aparte de haberle alterado el aspecto físico, también había hecho que le aumentara astronómicamente la sed de poder, al grado de que su vida había empezado a girar en tomo a una acuciante preocupación, singular y obsesiva: la de alcanzar la inmortalidad y, consiguientemente, la de perpetuarse en su elevado cargo, como caudillo indiscutible, per secula seculorum.
Nadie en sus dominios ignoraba que recientemente le había ordenado a cada uno de sus consejeros y allegados que le sugiriera la forma más viable de lograr su quimérico propósito; mas como ninguna recomendación resultara de su agrado, había mandado degollar a cada uno de aquellos infelices servidores.
Fue por ese entonces que recordó que allá, en Cojontepeque, residía un tal Macario Cárcamo, cronista oficial del villorrio, cuya fama en materia de acertijos había rebasado los confines de su comarca y era archiconocida, no sólo en la capital sino hasta en los países circunvecinos. Y, sin pérdida de tiempo, le dijo a uno de sus ayudas de cámara:
-¡Andá ahora mismo a Cojontepeque y me traés al célebre Macario Cárcamo! A lo cual el ayuda de cámara, acostumbrado a recibir órdenes similares, respondió sin titubeos:
-¿Vivo o muerto? ¿Entero o descuartizado?
-¡Vivo, gran carajo! ¡Y entero! -respondió enérgicamente el tirano.
No hubo de transcurrir mucho tiempo para que don Macario hiciera su tímida entrada en el Palacio Presidencial y se arrojara a los pies del dictador. Este, con un ademán de su huesuda mano, le indicó que se pusiera de pie y, acto seguido, lo invitó a que tomara asiento en uno de los mullidos sillones que abundaban en aquel interminable salón.
-Mirá, Macario, vos que sabés tanto, ¡ayudame a sacarme una espina que desde hace algunos años llevo clavada en el ventrículo izquierdo del corazón! Es muy fácil. ¡Todo lo que tenés que decirme es qué demonios tengo que hacer para llegar a ser inmortal! -exclamó con su voz ronca e intimidante el mandatario.
Don Macario, que se había encontrado en muchas situaciones apremiantes, pero nunca como la que en aquel momento estaba protagonizando, dijo en tono casi inaudible:
-Da la coincidencia, su Excelencia, de que aquí ando llevando una pequeña anécdota que encontré en una vieja gaceta comarcal, y que, con su permiso, me gustaría leérsela porque creo que le viene como anillo al dedo -y al paso que decía esto, extraía del bolsillo de su cotona un papelito amarillento y se lo mostraba al dictador.
Tan pronto obtuvo el asentimiento que buscaba, don Macario se caló las antiparras y cruzó teatralmente sus escuálidas canillas; engoló luego la voz, tal como lo había hecho en tantas ocasiones anteriores, y dio comienzo a la prometida lectura:

Jugando al escondite

Don Isidro Castellanos, ya entrado en años, en el ocaso de su existencia, rechoncho y semicalvo, había sido en sus buenos tiempos insaciable embaucador de mujeres, gran amigo de Baco, irresponsable jugador, pendenciero impredecible y autor intelectual y material de un sinfín de deplorables actos dionisíacos. No dejó ningún mandamiento sin quebrantar. Un día en que este ex rajadiablos incontinente se encontraba descansando en su hamaca a pierna suelta, tuvo la peregrina ocurrencia de realizar un viaje mental por todas las coordenadas de su memoria, con el propósito de hacer un recuento retrospectivo de su vida, y, al ver pasar por su magín toda una escalofriante película de sexo y violencia al rojo vivo, pues tales eran los desmanes y descalabros que había cometido, llegó a concienciarse, por primera vez, de que el destino que le estaba deparado a su alma no podía ser otro que el fuego eterno, ubicado en los intersticios más candentes del averno. Desde aquel día, horrorizado ante la conclusión a que había llegado, empezó a fraguar estratagemas para librarse del ejemplar castigo que irremisiblemente le estaba reservado. Resultado de aquellas febriles lucubraciones fue su irrevocable decisión de jugar al escondite con la muerte para evitar que el día menos pensado esta lo sorprendiera y lo enganchara en su afilada guadaña.
Don Isidro Castellanos, hombre reposado a la fuerza, debido al peso de los años, se convirtió de la noche a la mañana en una especie de lanzadera humana, pues creía a pie juntillas que estando en constante movimiento lograría burlar a la muerte. No se sentaba dos veces a una misma mesa ni dormía otras tantas en una misma cama ni tomaba dos veces el mismo camino y se mantenía en un constante ir y venir.
La verdad es que su estrategia no le había resultado tan mal que digamos pues aquella especie de sombra negra que lo asediaba casi había desaparecido de su mente y hasta empezaba ya a saborear el fruto de su ingenio.
Mas da la casualidad que una fresca mañana en que se encontraba desnudo, bañándose en las arremansadas aguas cristalinas de un riachuelo, divisó en lontananza a un anciano que venía tirando de cabestro a una acémila. Al acercarse este a la ribera, don Isidro se percató de que el viejo se veía muy demacrado y de que sus atuendos no eran más que sucios harapos deshilachados.
Notó igualmente que sobre los ijares de la bestia gavitaba una enorme red llena de zapatos marcadamente gastados y hasta con agujeros en las suelas.
-Buenas tardes le dé Dios, caballero. Se ve usted cansadísimo -dijo don Isidro.
-¡Sí! Muy fatigado vengo -respondió el anciano.
-Y a juzgar por ese cerro de zapatos destartalados y con agujeros en las suelas, usted debe de haber viajado por el planeta entero.
-¡Dice Usted muy bien! He recorrido, sin parar, todos los puntos cardinales... Pero, gracias a Dios, ya lo encontré a usted, ¡gran hideputa! y ahora ya puedo descansar.

Aquí puso don Macario punto final a su curiosa lectura y, muy sabedor de la suerte que le esperaba, se postró ante el dictador y le ofreció su arrugado cuello para que procediera a la decapitación de rigor.
Mas he ahí -¡oh sorpresa de las sorpresas! ¡Oh milagro de los milagros! que el mandatario, visiblemente emocionado, tomó al cronista de los hombros y cariñosamente le ayudó a incorporarse e, ipso facto, exclamó:
-¿Por qué habría yo de castigarte, Macario, cuando con tu aleccionador relato has resuelto mi problema? Mirá, para que veás que no soy un desagradecido, tomá estos dos lingotes de oro... son tuyos... Te los has ganado, a pesar de que de una manera oblicua, viejo deslenguado, me has llamado hideputa.
En ese momento ordenó a uno de sus uniformados esbirros que, en su propia limusina presidencial, transportara a don Macario de regreso a Cojontepeque.
Y mientras el cronista iba instalado cómodamente en aquel lujoso vehículo, barajando silogismos para salir de su aturdimiento y confusión, el tirano, hablando en voz alta, se explicaba así las cosas:
«Me parece increíble que Macario, un pobre viejo caitudo e ignorante, haya podido hacer en un dos por tres lo que ninguno de mis consejeros y confidentes, con todo lo leídos y viajados que eran, fue capaz de lograr» -hizo aquí una breve pausa para tomar aliento, y prosiguió-: «Es claro, según lo que entendí, que lo único que tengo que hacer para no dejarme sorprender por la muerte es estar en constante movimiento; hoy aquí, mañana allá; no sentarme a comer a la misma mesa y no dormir dos veces en una misma cama por sabrosa que sea; es decir, jugar al escondite con la muerte... Eso sí, debo cuidarme muy bien de no bañarme en las arremansadas pero engañosas aguas de ningún río traicionero; y, sobre todo, jamás de los jamases debo fiarme de ningún anciano demacrado y desgarbado, muy especialmente si viene tirando de cabestro a un cuadrúpedo cargado de zapatos gastados y con agujeros en las suelas. Y sanseacabó» - hizo aquí otra pausa para tragar saliva, y sentenció: «El día menos pensado nombro confidente y consejero mío, con poderes plenipotenciarios, a este ignorante sabio de Macario que tanta felicidad y tranquilidad espiritual me ha traído!»

Jorge Kattán Zablah