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domingo, 17 de junio de 2018

Boniscuola Minerva ti aspetta


Del primero que encuentre  

Yalta, 22 de agosto de 19... 

Muy señora mía: No cabe duda que esta carta le causará una sorpresa y quizá hasta la enoje. Sin embargo nada le impide tirarla a la chimenea sin leerla. Mas antes de hacerlo le ruego que mire en el sobre -en la estampilla de la oficina de Correos- el sitio de su expedición. Verá que esta carta está escrita a más de dos mil kilómetros de usted. Esta circunstancia y el que yo firme con mi nombre y apellidos evitarán el que se crea objeto de un engaño, de una intriga o, sobre todo, de insensatas esperanzas por mi parte. 
Lo que voy a relatar tuvo lugar en San Petersburgo hace justo cuatro años, el 22 de agosto de 18... ¡Oh, hasta moribundo me acordaré de la fecha y de aquella tarde lluviosa, húmeda y fría! 
En el aire estaba, como suspendida, una espesa niebla que a veinte pasos no dejaba distinguir nada. Las luces de los faroles eléctricos parecían grandes manchas irisadas; por todas partes se oía el ruido de coches invisibles y, de vez en cuando, la niebla gris parecía agujerearse por dos manchas amarillas de fuego; era que pasaba un coche. Invisibles, los tranvías se arrastraban con tintineo incesante. 
Yo erraba por las calles parándome a veces delante de las ventanas iluminadas. Ante algunas me detenía largo rato atraído por una curiosidad extraña; sobre todo me llamaban la atención las habitaciones lujosamente amuebladas, con arañas, alfombras, espejos, flores y muebles tapizados de seda. 
Yo estaba entonces pobre y solo, lo mismo que ahora. El correr de casa en casa para dar lecciones, la vida en cuartos míseros y las comidas baratas minaron mi salud. La eterna soledad hizo de mí un salvaje misántropo y visionario. 
Precisamente a esta última cualidad, en mí exagerada hasta el colmo, debía los placeres que experimentaba ante las ventanas de casas desconocidas, perdido en la noche y en la niebla y sintiendo la indiferencia hacia mí de toda la capital. 
Vivía dos vidas a la vez. Durante el día era tímido, torpe, con una cara odiada por mí mismo y una pechera sucia y unos pantalones con flecos como las lanas de un perro de aguas descuidado. Buscaba el favor de los porteros, escondía cuidadosamente mis zapatos rotos debajo de la silla en que estaba sentado, sufría cuando desdeñosamente alguien dejaba de darme la mano y, avergonzado, huía de las calles frecuentadas. 
Por la noche, al contrario. ¡Oh por la noche! Bajo mis ventanas predilectas, yo era guapo, ágil e inteligente. Conquistaba mujeres e influía en el alza y baja de la Bolsa. ¡Qué caballos tenía! ¡Qué manjares más suculentos! 
Entraba en aquellas salas iluminadas por candelabros e impregnadas del suave aroma de plantas y perfumes. Todo aquello me pertenecía. Yo jugaba a los naipes con aquellos tres ancianos de tipo aristocrático y hablábamos sin apresuramiento, en términos graves y rebuscados. Colocado al lado del piano abierto, encantaba a toda aquella gente con mi canto. Era marido, novio o amante de todas aquellas mujeres hermosas, de movimientos suaves, inundadas de encajes y medio tendidas en muebles de curvas caprichosas. 
Durante las noches, la idea de la mujer, sobre todo, se apoderaba de mi imaginación; durante el día, por nada del mundo me hubiera atrevido a decir la menor galantería a una humilde fregona. 
Pero me he apartado del asunto de esta carta; le ruego que me perdone por esta falta involuntaria. Sigo. 
Aquella noche, en la esquina de Litieinaia y Nevsky, estaba inmóvil al lado de un farol una figura vaga a causa de la niebla. 
Me acerqué a ella y me paré asombrado. 
Mi asombro no fue por ver a una mujer. ¡Tantas salen en esas horas a las calles de San Petersburgo, empujadas por el hambre y la miseria! Pero ¿cómo podía encontrarse una mujer como aquélla, en una tarde lluviosa de otoño y en el cruce de dos calles tan importantes, completamente sola, sin la compañía de un amigo o de una criada? 
Mientras la observaba, pasaron unos cuantos desocupados con los pantalones remangados y el cigarrillo entre los dientes. Ninguno se atrevió a acercarse ni a entablar conversación con ella. 
Parecía presa de gran agitación. Volvía muchas veces la cabeza de un lado a otro con muestras de impaciencia y de cuando en cuando golpeaba nerviosamente con el paraguas las sucias losas de la acera. 
Al principio supuse que estaría esperando a alguien, desde luego su amante; en seguida rechacé esta idea acordándome de los casos de adulterio que se describían en un sinfín de novelas francesas tragadas por mí. En ellas la petite baronne de Coussy se dirige a la cita de su Raymond, primero en su propio coche, luego se apea de él en un sitio apartado, lo despide y toma un simón, en el que llega a nótre petit nid, amueblado con mucho gusto por el encantador Raymond. Sobre todo, si estuviese esperando a alguien hubiera mirado muy a menudo su reloj. 
¿Acaso le ocurriría alguna desgracia? ¿Se encontraría en algún apuro? 
De pronto, como empujado por un resorte, me acerqué a la desconocida y me quité él sombrero. Del susto que me produjo mi propia audacia se me secó la lengua y sentí cómo me latía el corazón. A pesar de todo, tuve fuerzas para balbucear: 
-Perdóneme, señora, mi atrevimiento, pero veo que está usted algo nerviosa. ¿Es que se ha extraviado? ¿Podría servirla en algo? 
Ella me miró. Mejor dicho, no me miró, sino que, como se dice en las novelas, «me midió con la mirada» de arriba abajo, me midió con una mirada larga y silenciosa, y de repente dijo con una resolución imposible de describir: 
-¡Con usted o con otro lo mismo me da!... 
Y cogiéndose de mi brazo, añadió:  
-¡Vamos! 
En la esquina, junto al sitio donde estábamos hablando, había un coche de punto. Me acordé de que tenía en el bolsillo dos rublos y pico destinados a pagar una parte del alquiler de mi cuarto. 
-¿No le sería más cómodo tomar un coche? -la pregunté. 
La desconocida, sin contestar una palabra, saltó rápidamente al coche. Yo me quedé un poco turbado, ella recogió con la mano izquierda su traje y exclamó con impaciencia: 
-Pero ¿sube usted o no? 
Obedecí apresuradamente. 
-¿Adónde quiere que los lleve? -me preguntó el cochero desde el pescante, inclinándose hacia mí. 
-¿Adónde quiere que la lleve? -repetí yo como un eco. 
¡Dios mío! ¡Qué cara tan divina y tan encolerizada se volvió de repente hacia mí! 
-¿No ve usted que me es indiferente? ¡Adonde lleva usted a esas... –titubeó, y luego pronunció como con repugnancia y subrayando las palabras... -a esas mujeres! 
Di al cochero una dirección. Pasamos Litieinaia, luego otra calle. Ella iba callada; yo, temiendo entablar conversación, pensaba en quién podría ser mi enigmática compañera: ¿una morfinómana? ¿Una loca? ¿Una recién llegada que no conocía la ciudad y que víctima de algún robo se había quedado sin recursos? ¿Sería una mujer perturbada por alguna gran desgracia? ¿Me exigiría ayuda en algún tiempo? Pero juro por el nombre de Dios que ni por un instante se manchó mi alma con ningún mal pensamiento. 
De vez en cuando la desconocida gesticulaba, por lo cual pude juzgar de su impaciencia. De pronto. me preguntó bruscamente: 
-¿Llegaremos pronto? 
Yo balbucí sofocado: 
-Perdóneme... yo... realmente... no he comprendido bien..., no sé dónde quiere usted ir. 
Ella, con gesto de enfado, dio con la mano un golpe sobre el paraguas. 
-¡Oh, creí que ya le había dicho que no conozco sus asquerosas madrigueras! 
En aquel momento el coche pasó por delante de un letrero. Un farol colocado encima permitía leer: «Hotel Zanzíbar. Por meses y por días.» 
-Aquí hay un hotel -la dije con timidez. 
Ella, en silencio, inclinó la cabeza eludiendo mi mirada. Hice parar el coche. La puerta del hotel, con un ladrillo colgado de una cuerda a modo de muelle, chirrió agudamente al abrirse; ante nosotros apareció una escalera de madera, sucia y empinada, cubierta con una estera y a lo largo de la cual, en las paredes, estaban pintados unos árboles con unos corderos al pie. 
Olía a sopa de repollo y a petróleo. Yo grité con todas mis fuerzas: 
-¡Mozo! 
Me contestó un eco resonante, pero nadie acudió a mi llamada. Miré a mi Compañera; ella no me miraba, pero me pareció que estaba temblando. Entonces grité aún más fuerte: 
-¡Mozo! ¡Mozo! ¡Portero! 
Esta vez apareció en lo alto de la escalera un mozo descalzo, con la cara hinchada por el sueño y con camisa encarnada que asomaba por debajo del chaleco. Bajó de mala gana hasta la mitad de la escalera, se paró, se rascó un pie con el otro, luego se rascó su enmarañada cabeza y, por fin, sin casi abrir los ojos, preguntó con voz ronca: 
-¿Qué quieren? 
-¿Hay cuartos desalquilados? 
-Sí. ¿Necesita usted un buen cuarto? 
-Lo mismo da, ¡pero anda más de prisa! 
Se volvió y dijo indolentemente: 
-Hagan el favor de pasar -y empezó a subir la escalera. 
Por última vez miré a mi desconocida; ella entonces, como en respuesta, con un provocante atrevimiento, subió apresurada los escalones. La seguí. No llevaba chanclos y el barro había salpicado sus pequeños zapatitos de charol, el borde de su falda negra y las medias transparentes. Parecerá extraño, pero esta última observación me llenó de una indecible piedad. 
El mozo descalzo nos esperaba a la puerta de la habitación con una luz en la mano. Entramos. 
Cuando escribo estas líneas aparece ante mis ojos el mobiliario de la habitación con una dura y fría claridad. Como si fuese ahora, me acuerdo que era el cuarto número 10; frente a la puerta, colgado de la pared, había un espejo oval con un marco dorado lleno de desconchones; debajo de éste, un sofá y dos butacas tapizadas de cretona oscura con grandes flores rojas y ante ellas una mesa redonda y negra; a la derecha, una cómoda y encima una jarra de agua cubierta por un vaso, todo ello empolvado; a la izquierda, una cama de hierro con un colchón delgado y desnudo; ante las ventanas pendían unas cortinas de indiana. Me acuerdo hasta del papel de la pared; en él se repetía el mismo dibujo: un torreón, agua y un puente levadizo sobre el que un caballero y una dama de la época de Luis XIV se daban la mano. 
El mozo entró en el cuarto, trayendo una almohada y dobladas sobre ella dos sábanas y una manta de bayeta gris con rayas encarnadas. 
Tiró todo descuidadamente sobre la cama, se limpió la nariz con el dorso de la mano y groseramente preguntó: 
-¿Toma usted la habitación por algún tiempo o sólo para la noche? 
Le hice señas con la mano para que se callase, pero él continuó: 
-Lo decía, porque si es para la noche la policía exige que se presente el pasaporte, porque se persigue al que... 
-Salga de aquí -pronunció la desconocida. 
Estas palabras fueron dichas con gran calma, sin irritación, sin desdén, sin imperiosidad, con el tono sencillo de quien no ha tenido nunca el temor de que una orden suya pueda quedar desobedecida. Fue tal la fuerza de este tono de confianza en sí misma, que el descarado mozo, en el acto, desconcertado, se apresuró a salir de la habitación. 
Quedamos solos. Mi desconocida, hasta entonces, había sostenido la misma postura, de pie delante de la cómoda y con la espalda vuelta a la puerta. No podía disimular el asco que le daba aquella abominable habitación, con la que no podía familiarizarse. 
Durante dos o tres minutos reinó un silencio forzado. 
De repente, ella, volviendo un poco hacia mí su orgullosa cabeza, me preguntó con severidad: 
-¿Sabe para qué he venido aquí con usted?  
-Dispénseme, por favor -balbucí tartamudeando-; pero yo..., yo... le aseguro que no puedo adivinarlo... 
Con paso apresurado se arrimó a mí. Sus ardientes ojos negros y sus finas cejas, que se fruncieron hasta formar una arruga de cólera en medio de la frente, me hicieron retroceder. 
-¿No lo sabe usted? ¿No lo sabe? ¿Usted? ¿Usted? ¿Un hombre?... ¡Mentira! 
Yo, no encontrando respuesta a estas preguntas punzantes y apasionadas, me callé. La desconocida, con gesto enérgico, tiró su paraguas sobre el sofá, se quitó el sombrero y empezó a desabrochar los grandes botones de nácar de su vestido. 
-¿No lo sabe usted?.. ¡Mejor! -dijo bruscamente y como irritada-. ¡Mejor! ¡Pues sépalo! Yo necesitaba del primer hombre que encontrase... ¿Comprende usted?... Del primero, es decir, de usted..., ¡precisamente de usted! -siguió gritando y con un ligero temblor en los labios-. Lo necesito... para..., para... ¡Ja, ja!..., ¡ja, ja! 
Empezó a reír con una risa extraña, aguda, cerrada, muy baja al principio, pero que poco a poco fue haciéndose más fuerte hasta resonar espantosamente en mi alma. 
A la risa se mezclaban gemidos, suspiros entrecortados y sollozos que hacían estremecer su esbelto cuerpo. Yo, perdiendo la cabeza, asustado, no menos alterado que ella, la cogí por la cintura y la hice sentar en una butaca; se dejó caer echando atrás la cabeza y cubriéndose la cara con las manos. 
Abrí la ventana. Entró un aire húmedo y frío que la tranquilizó un poco; eché agua en el vaso y se la ofrecí diciéndole algunas palabras incoherentes para calmarla. Movió la cabeza denegando y su diminuta mano, cubierta por un guante amarillo, rechazó la mía. 
Poco a poco el ataque fue calmándose, los sollozos terminaron y sólo se oían unos suspiros convulsivos que se escapaban por debajo de sus manos con las que continuaba cubriéndose el rostro. Luego se calló completamente, como si estuviese recogiendo sus fuerzas, y de pronto, con un brusco movimiento, se levantó de la butaca. 
-¡Vámonos! -dijo secamente, y su rostro tomó la misma expresión orgullosa de antes. 
Cuando nos hubimos alejado unos diez pasos de la entrada del hotel, se paró de pronto, y mirando a algo invisible situado por encima de mi cabeza, dijo fríamente. 
-No me importa lo que pueda usted pensar de todo esto... Tampoco tengo intención de pedirle su palabra de honor de que no lo contará a nadie, pero exijo de usted que no me acompañe y que nunca haga nada para tratar de conocer mi nombre. ¿Me comprende usted? 
Y después, sin añadir una palabra de despedida, sin mirarme, ni aun siquiera indiferentemente, se fue muy de prisa. Durante un minuto vi aún por la acera su alta figura; luego, nada; la niebla la escondió. 
Es posible que para los demás este incidente tuviera la importancia de una aventura interesante, de un encuentro misterioso y enigmático, y nada más. Pero para mí éste fue el suceso más importante y trascendental de mi vida. 
Soy un ser miserable y olvidado por todos, un gusano, un mendigo, pero poseo una enorme fuerza de imaginación y una fantasía enfermiza. Aquella hermosa y misteriosa mujer se apoderó de mí por completo y para siempre. 
El primer día lo pasé como en delirio. No podía analizar lo sucedido y algunas veces hasta dudaba. ¿No habría tomado por realidad lo que sólo era uno de mis sueños absurdos? Y fui a aquella calle para convencerme de la existencia del hasta entonces para mí desconocido Hotel Zanzíbar. 
Cada día se apoderaban de mí con más fuerzas los recuerdos. Se hizo para mí un placer y una necesidad el recordar los detalles más mínimos de aquella tarde lluviosa; pensaba en ellos día y noche; por la mañana y por la tarde, andando, en las horas de la comida y durante mis ocupaciones. Por la noche se me aparecían más fuertes y vivos. 
Nunca he conocido las alegrías de un amor real, pero he oído y leído con qué impaciencia aguardan los enamorados el momento de la cita. Le aseguro que con la misma impaciencia esperaba yo el momento de acostarme para poder entregarme a mis sueños y recuerdos en la oscuridad y el silencio, interrumpido sólo por el tictac del reloj colgado al otro lado de la pared de mi cuarto. 
¡Oh, no crea usted, en aquellas noches tenía mucho que hacer! 
Al principio, de ningún modo lograba acordarme del rostro de mi desconocida. Millares de caras aparecían y pasaban en torbellino ante mis ojos ocultando aquel rostro tan hermoso; yo ordenaba intensamente a mi imaginación que hiciese aparecer aquella cara, y de tal modo martirizaba a mi pobre cabeza que ésta no me respondía. 
Pero al fin triunfé. Ahora conozco toda la figura línea a línea, hasta la más leve curva; ningún retrato podría reemplazar a la imagen que guardo en mi memoria. A veces casi la toco, y hasta me parece notar en mis manos el frío y suave perfume que dejó en ellas la cintura de aquella mujer. 
Luego empezaba a recordar la sucesión de los hechos. Minuciosamente, paso a paso, siempre volviendo atrás, sacándolos de mi memoria, reproducía cada uno de los gestos, de las miradas, de los movimientos de su cabeza. Esto es difícil, pero no imposible. 
Quizá usted se acuerde de cómo en la novela de Maupassant, Une vie, la protagonista raya un papel en cuadraditos, cada uno de los cuales corresponde a un día. De este modo recuerda toda su vida día por día. Con el mismo cuidado yo hacía resucitar en mi mente la tarde del 22 de agosto de 18... y todo lo que escribo aquí es tan cierto como la misma verdad. 
Intentaba penetrar en la esencia de los hechos, miraba dentro del alma de mi desconocida e iluminaba aquel fondo tenebroso. Mas la tarea no era fácil porque tenía que seguir el camino del análisis. 
Si me preguntasen: ¿Cómo procederá en tales circunstancias una persona de tal edad, educada de tal modo y en tal ambiente? Contestaría con más o menos seguridad. Pero aquí había que seguir el camino contrario. Los datos que poseía de esa persona eran sólo sus actos y de ellos quería, con un deseo irresistible, conocer la tormenta interior que la empujaba a realizarlos. 
Por milésima vez analizaba el pasado. Ya sé que mi desconocida es orgullosa, apasionada, impetuosa y atrevida. 
¿Cuál fue la conmoción interna que echó a la calle en aquella lluviosa tarde otoñal a esta mujer de rostro aristocrático y voz imperiosa? No cabe duda que la causa era más poderosa que la misma muerte, porque personas tan orgullosas como ella antes mueren que soportan el deshonor. Se comprende que el deshonor era precisamente lo que necesitaba. 
¡Oh! Al llegar aquí veía claramente la significación cruel y amarga de aquella frase que me echó en cara: «del primero que encuentre». ¡Buscaba el deshonor de ella misma para el deshonor de otro! 
De aquí a la conclusión sólo falta un paso. Lo que impulsaba a mi desconocida eran unos celos irresistibles y un deseo de venganza, por fortuna no alcanzada. «Ojo por ojo, diente por diente»; quiso pagar el ultraje recibido con la misma moneda, pero de un modo más refinado y más terrible. 
Luego, yo soñaba. Mi fantasía creaba espléndidos jardines con fuentes murmuradoras..., bandidos que intentaban raptar a mi desconocida...; yo era su inesperado salvador y el amor y la riqueza caían del cielo sobre mí...; pero más vale no hablar de esto. 
Durante dos años cumplí religiosamente las órdenes de mi desconocida; no traté de averiguar su nombre ni su dirección. Mas cuando menos lo esperaba, la casualidad vino en mi ayuda. Un día, durante el invierno, paseaba por el malecón inglés; un coche tirado por soberbio tronco de caballos negros se paró ante la entrada de una magnífica casa y del portal de ésta salió una señora, a la vista de la cual latieron mis sienes y tuve que apoyarme en la pared para no caer. 
Ella seguramente no hizo caso de mi mísera figura, envuelta en un abrigo viejo y con un sombrero arrugado, pero yo la reconocí sólo por la emoción que, como una corriente eléctrica, sacudió mi alma con violencia. 
El blasón de la portezuela de su coche me hizo conocer su nombre y la elevada posición que ocupaba su marido. Me enteré de todo de un modo absolutamente involuntario, sin tener ningún deseo de penetrar en misterios ni secretos ajenos. 
Poco después me trajeron: desde San Petersburgo, a este lugar desde donde la escribo. 
Son ya cuatro años los que me separan de aquella nebulosa tarde de agosto y, sin embargo, cada minuto de aquel día venturoso vive en mi alma con la misma claridad y lucidez. 
No se ría, no se enoje si al fin me decido a decirle que la amo. Podría usted llamar locura a mi amor; a mi modo soy feliz. Me ha dado usted cuatro años de vida, cuatro años de dulces sufrimientos. En el amor sólo las esperanzas y los deseos constituyen la verdadera felicidad; un amor satisfecho se consume y una vez apagado sólo deja en el alma el desencanto y un sedimento de amargura. Pero yo amo sin esperanza, siempre con el mismo ardor inextingible, con la misma locura. Soy un mísero paria que ama a una reina. ¿Sería posible que una reina se ofendiese por un tal amor? 
Además, hay otra razón por la cual puede usted perdonar esta carta insensata. La escribo en el hospital, y hoy el médico, un antiguo amigo de mi difunto padre, me ha dicho que sólo me queda un mes de vida. 
Es difícil no perdonar a un moribundo, sobre todo si él, desde el borde del abismo negro y frío, le envía su bendición y su eterno agradecimiento. ¿No es verdad? 

Alejandro Kuprin