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martes, 5 de junio de 2018

Fars de Menorca


El buque náufrago                    

Fue ayer, 31 de diciembre.
Acababa de almorzar con mi antiguo amigo Jorge Garín. El criado le entregó una carta lacrada y cubierta de sellos extranjeros.
-Con tu permiso -me dijo Jorge. 
-Lo tienes.
Y se puso a leer ocho páginas de letra inglesa cruzada en todos los sentidos, y las leía con lentitud, con grave atención, con ese interés que nos inspiran las cosas que nos llegan al corazón. 
Después dejó la carta sobre un ángulo de la chimenea y me dijo:
-Mira aquí tienes una extraña historia que no te he contado nunca, y, sin embargo, es una historia sentimental, un lance curioso que me ha ocurrido. ¡Oh, vaya un día que pasé aquel año! Hará de esto unos veinte..., porque tenía entonces treinta, y ahora cuento cincuenta...
Era yo en aquel tiempo inspector de la Compañía de seguros marítimos que dirijo hoy, y me disponía a pasar en París el día primero de año, para celebrarlo como es costumbre, cuando recibía carta del director con la orden de partir inmediatamente para la isla de Re, donde acababa de encallar un buque de tres palos de San Nazario asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana, y llegué a la casa de la Compañía a las diez para recibir instrucciones, y aquella misma noche tomaba el exprés, que me había de dejar en La Rochela al día siguiente, 31 de diciembre.
Me quedaban dos horas para embarcar en el vapor de Re, "Juan Guitón", y me decidí a dar una vuelta por la villa.
La Rochela es, a decir verdad, una villa extraña y muy característica, con sus calles tortuosas como un laberinto y cuyas aceras se extienden bajo porches sin fin, soportales con arcadas como las calles de Rivoli, pero bajas; esas galerías, esas arcadas aplastadas, misteriosas, que parecen construidas y conservadas como un recuerdo de conspiradores, como un recuerdo antiguo de las guerras de otros tiempos, de las guerras de religión heroicas y salvajes. Es marcadamente la antigua ciudad hugonote grave, discreta, sin arte soberbio y sin ninguno de esos admirables monumentos que tanto embellecen a Rouen, pero que no deja de ser notable por su fisonomía severa; es, en fin, una ciudad de batalladores obstinados donde deben germinar los fanatismos, la villa donde se exaltó la fe de los calvinistas y donde nació el complot de los cuatro sargentos.
Cuando hube vagabundeado durante algún tiempo por aquellas extrañas calles, me metí en un vaporcito negro y barrigudo que debía conducirme a la isla de Re, y que salió silbando con ademán colérico, pasó por entre las dos torres antiguas que guardan el puerto, surcó la rada, salió del dique construido por Richelieu, cuyas enormes piedras se ven a flor de agua rodeando la villa como un inmenso collar y después viró hacia la derecha.
Era aquél uno de esos días tristes que deprimen y anonadan el pensamiento, comprimen el corazón y matan toda nuestra fuerza y energía; un día gris, glacial, enturbiado por una bruma pesada, húmeda como la lluvia, fría como el hielo e irrespirable como vaho de sentina.
Bajo aquel toldo de baja y siniestra niebla, el mar amarillo, poco profundo y arenoso de aquellas ilimitadas playas permanecía tranquilo, sin una arenga, sin un movimiento, sin vida; un mar de agua turbia, de agua densa y estancada. El "Juan Guitón" se deslizaba balanceándose un poco por costumbre; cortaba aquella superficie opaca y lisa y dejaba en pos de sí algunas olas, algunas ondulaciones que no tardaban en calmarse.
Yo me puse a hablar con el capitán, un hombrecito casi sin piernas, rechoncho como su barco y que se balanceaba como él. Deseaba yo obtener algunos detalles acerca del siniestro que iba a inspeccionar. Un gran buque de tres palos, el "María Josefa", había encallado durante una noche de tormenta en los bancos de la isla de Re.
Según escribía el armador, la tempestad había llevado tan lejos al buque, que había sido imposible ponerlo a flote y  había habido necesidad de sacar de él con la mayor urgencia todo lo que se podía aprovechar. Necesitaba yo, pues, indagar la situación de los restos del buque, apreciar cuál debía ser su estado antes del naufragio y ver si se habían hecho todos los esfuerzos posibles para ponerlo a flote. Iba como agente de la Compañía para servir de testigo contradictorio en el caso de que fuese inevitable el pleito.
Al recibir mi informe, el director tenía que tomar las medidas que juzgase necesarias para poner a salvo nuestros intereses.
El capitán del "Juan Guitón" estaba perfectamente enterado de todo, porque había sido llamado con su vapor para intentar el salvamento.
El hombre me explicó el siniestro, que había sido, por lo demás, muy sencillo. El "María Josefa", empujado por una violenta ráfaga de viento, perdido en medio de la noche, navegando al azar sobre una mar de espuma (una mar de sopas de leche, como decía el capitán), había ido a encallar en aquellos inmensos bancos de arena que convierten las costas de aquella región en ilimitadas Saharas durante las horas de la marea baja.
Al mismo tiempo que charlábamos yo miraba delante y en torno de mí. Entre el Océano y el pesado cielo quedaba un espacio libre que permitía el paso a las miradas. Íbamos costeando.
-¿Es la isla de Re?
-Sí; señor.
Y de pronto, el capitán, tendiendo la mano hacia adelante, me indicó un punto casi imperceptible y me dijo:
-Mire usted, allí está el buque.
-¿El "María Josefa"?
-Sí. 
Me quedé estupefacto. Aquel punto negro casi invisible, que yo hubiera tomado por un escollo, me parecía estar situado lo menos a tres kilómetros de la costa.
-Pero, capitán, en el lugar que usted me designa debe haber lo menos una profundidad de cien brazas.
El capitán, que era de Burdeos, se echó a reír y me dijo:
-¿Cien brazas, amigo mío? Yo le digo a usted que ni tampoco dos. Son las nueve y cuarenta minutos, y está la marea alta. Vaya usted paseando por la playa con las manos en los bolsillos, después de haber almorzado en la fonda. del Delfín, y yo le prometo que a las dos y cuarenta minutos o a las tres, lo más, podrá usted llegar nadando hasta el casco del buque, y le quedará una hora y cuarenta y cinto minutos, o dos horas a lo sumo, para examinarlo; pero no más de dos horas, porque la marea le cogería a usted. Cuanto más intensa es la marea baja, con más rapidez viene. Esta costa es más maligna que una chinche. Créame usted, póngase usted en marcha, a las cuatro y cincuenta y tome a las siete y media el "Juan Guitón", que le dejará esta misma noche en el muelle de La Rochela.
Di las gracias al capitán y fui a sentarme a la proa para contemplar el pueblecito de San Martín, al que nos aproximábamos rápidamente.
Se parecía a todos los puertos en miniatura que sirven de capitales a todas las islitas sembradas a orillas de los continentes. Era una aldea de pescadores que, con un pie en el mar y el otro en tierra, viven del pescado y de la caza, de legumbres y de mariscos, de rábanos y de almejas. La isla es muy baja y está poco cultivada, aunque parece muy poblada. Y digo que parece porque no penetré en su interior.
Después de haber almorzado franqueé un pequeño promontorio, y a medida que el mar descendía rápidamente me encaminaba por la arena hacia una especie de roca negra que veía sobre el agua, allá a lo lejos.
Marchaba rápidamente por aquella llanura amarilla, elástica como la carne y que parecía sudar bajo mis pies. La mar la cubría un momento antes, y en aquel momento, yo la percibía en lontananza descender a simple vista, y no distinguía ya la línea que separaba la arena del Océano. Creía asistir a una función de magia gigantesca y sobrenatural. Unos instantes antes, el Atlántico estaba ante mí, y luego había desaparecido en la arena, como desaparecen las decoraciones en el teatro, y yo iba en aquel momento por en medio de un desierto. Sólo quedaba en mí la sensación, el soplo del agua salada. Sentía olor a ovas, el olor de la ola, el rudo y sano olor de las costas. Andaba con rapidez, ya no tenía frío, y miraba el casco encallado, que crecía a medida que yo avanzaba y parecía ahora una enorme ballena muerta.
Parecía surgir del suelo y tomaba sorprendentes proporciones sobre aquella inmensa extensión llana y amarilla.
Por fin, después de una hora de marcha, llegué adonde estaba el casco, que yacía sobre uno de sus costados, reventado, roto, mostrando como las costillas de un animal, sus huesos rotos, sus huesos de madera embreada perforados por gruesos clavos. La arena había penetrado ya en su interior por las hendiduras y se había apoderado de él, lo poseía, no lo dejaría ya. El casco parecía haber echado raíces. La proa había penetrado profundamente en aquella playa mansa y pérfida, mientras que la popa levantada, parecía lanzar al cielo, cual grito desesperado de socorro, estas dos palabras pintadas en blanco sobre la negra borda: "María Josefa".
Escalé el cadáver del buque por su lado más bajo, y una vez en el puente, penetré en su interior. La claridad, penetrando por las escotillas y por las hendiduras de los flancos, iluminaba tristemente aquellas bodegas largas y sombrías, llenas de derribados maderos. No se veía allí dentro sino arena que servía de suelo a aquel subterráneo de tablones.
Me puse a tomar nota acerca del estado del buque. Me había sentado en un barril vacío y roto y escribía a la luz que penetraba por una gran hendidura por la que veía la ilimitada extensión de la playa. Un extraño estremecimiento de frío y de soledad corría por mi cuerpo, y dejaba de escribir a veces para escuchar el ruido vago y misterioso del casco, ruido de cangrejos que rascaban sus costados con sus ganchudas patas, ruido de mil animalillos del mar instalados ya sobre el buque muerto, y el rumor suave y regular de la polilla, que roe sin cesar, con su chirrido de barrena, todas las maderas viejas, que excava y perfora.
De pronto oí voces humanas a mi lado, y di un salto, como si ante mí surgiera una aparición. Durante un segundo creí, a decir verdad, que iba a ver que se levantaban del fondo del siniestro casco dos ahogados que me contarían su muerte. En muy poco tiempo trepé al puente a fuerza de puños, y entonces vi, de pie en la proa del buque a un señor alto, con tres señoritas, mejor dicho, a un inglesote con tres misses. Seguramente que aún experimentaron ellos más miedo que yo al verme aparecer de improviso en el buque abandonado. La más joven de las tres muchachas echó a correr, las otras dos se abrazaron a su padre, y éste abrió la boca, único signo de su emoción.
-¡Ah, señor! ¿Usted es el propietario de este buque? -me dijo al cabo de algunos segundos.
-Sí, señor.
-¿Y hay inconveniente en que lo vea? 
-Ninguno.
Entonces el inglés pronunció una larga frase inglesa, de la cual entendí yo únicamente la palabra "gracisou", repetida varias veces.
Como viese que buscaba un lugar por donde subir, le indiqué el mejor, le tendí la mano, subió, y después ayudamos a subir a las tres jóvenes, tranquilas ya.
Las tres eran encantadoras,  sobre todo la mayor, una rubita de dieciocho años, fresca como una flor, ¡y tan fina, tan linda! A decir verdad, las inglesas parecen tiernos frutos del mar. De aquella cualquiera hubiese dicho que acababa de salir de entre las olas y que sus cabellos conservaban aún el color de la arena. Con su exquisita frescura le recuerdan a uno los delicados colores de las rosadas conchas y de las perlas nacaradas, misteriosas,  raras, nacidas en las desconocidas profundidades de los mares.
Hablaba algo mejor que su padre, y nos sirvió de intérprete. Tuve que contar el naufragio con sus menores detalles, que yo inventé, como si hubiese asistido a la catástrofe, y después toda la familia bajó al interior del casco. Tan pronto como hubieron penetrado en aquella sombría galería, iluminada apenas, lanzaron exclamaciones de asombro y de admiración, y casi de repente vi al padre y a las tres hijas con sendos álbumes en la mano, álbumes que sin duda llevaban ocultos en sus amplios e impermeables vestidos. Inmediatamente empezaron a hacer al mismo tiempo cuatro croquis a lápiz de aquel lugar triste y extraño.
Se habían sentado, unos al lado de otros, en una viga saliente, y los cuatro álbumes, apoyados sobre las ocho rodillas, iban cubriéndose de pequeñas líneas negras que debían representar el rasgado vientre del "María Josefa".
Al mismo tiempo que trabajaba, la mayor de las jóvenes hablaba conmigo, que continuaba inspeccionando el esqueleto del buque.
Supe que pasaban el invierno en Biarritz y que habían ido expresamente a la isla de Re para contemplar aquel navío encallado. Aquellas gentes no tenían nada del orgullo inglés. Eran sencillos y valientes, maniáticos, de esos eternos errantes con los que Inglaterra cubre el mundo. El padre, alto, seco, de rubicunda cara, con patillas bermejas, verdadero "sandwich" animado, magra de jamón con forma de cabeza humana entre dos almohadillas de pelos; las jóvenes, altas también, en crecimiento aún, secas, excepto la mayor, y lindas las tres, pero sobre todo la de más edad, que tenía un modo tan gracioso de hablar, de cantar, de reír; de comprender y de no comprender, de levantar los ojos para interrogarme, ojos azules como el agua profunda, de interrumpir su dibujo para adivinar, de reanudar su trabajo y de decir "yes" o "no", que hubiera permanecido indefinido tiempo oyéndola y mirándola, cuando de pronto murmuró:
-Yo siento un pequeño movimiento en este buque.
Presté atención, y percibí en seguida un leve ruido extraño y continuo. ¿Qué era aquello? Me levanté para ir a mirar por la hendidura y lancé un grito agudo. La mar estaba ya próxima a rodearnos. 
Inmediatamente nos trasladamos al puente, pero ya era tarde. El agua nos cercaba y corría hacia la costa con prodigiosa velocidad. Pero no, aquello no era correr, era deslizarse, era arrastrarse, extenderse como desmesurada mancha. Apenas cubría la arena algunos centímetros de agua, pero ya no se veía  la línea fugitiva de la imperceptible ola.
El inglés quiso arrojarse fuera del buque, pero yo le contuve. La huída era imposible a causa de las profundas marismas que habíamos tenido que evitar a la ida, y en las cuales caeríamos seguramente al volver.
Aquel momento fue para nuestros corazones de horrible angustia, y al cabo de él, la inglesita, murmuró sonriéndose:
-Ahora ser nosotros los náufragos.
Yo quise reírme, pero no me lo permitió el miedo, un miedo cobarde, espantoso, bajo y solapado como aquella ola. En un instante se representaron en mi mente todos los peligros que nos amenazaban, y sentía deseos de gritar: "¡Socorro!" Pero ¿a quién?
Las dos inglesitas se habían arrimado a su padre, que miraba con consternados ojos la desmesurada mar que nos rodeaba.
Y la noche se echaba encima, se echaba encima con la misma rapidez con que el Océano crecía; una noche perversa, húmeda, helada.
-No hay más remedio que permanecer sobre el casco -dije. 
-¡Oh, "yes”!-me respondió el inglés.
Y permanecimos allí un cuarto de hora, media hora, no sé cuánto tiempo, contemplando en torno nuestro aquellas aguas amarillas que se extendían, daban vueltas y parecían hervir y jugar sobre la inmensa playa reconquistada.
Una de las jóvenes tuvo frío, y entonces se nos ocurrió la idea de volver a bajar para ponernos al abrigo de la brisa, tenue, pero fría, que heló nuestros cuerpos, amoratándonos la piel.
Yo me incliné hacia la escotilla, y como viese que el buque estaba lleno de agua, inicié la idea de resguardarnos en la parte de popa.
En aquel momento nos envolvían las tinieblas, y permanecimos pegados unos a otros, rodeados de sombras y de agua. Yo sentía temblar junto a mi espalda la espalda de mi inglesita, cuyos dientes castañeteaban a veces; sentía también el suave calor de su cuerpo a través de la ropa, y aquel calor me era delicioso como un beso. No hablábamos ya; permanecíamos en silencio, inmóviles, mudos, como animales acurrucados en un foso a la hora del huracán. Y, sin embargo, a pesar de todo, no obstante la noche, no obstante el terrible y creciente peligro, empezaba a sentirme satisfecho de estar allí contento del frío y del peligro, feliz en aquellas largas horas de sombra y de angustia pasadas sobre los restos del buque, tan cerca de aquella joven linda y hermosa.
Yo me preguntaba por qué sentía esta extraña sensación de bienestar y de alegría.
¿Por qué? ¿Quién lo sabe? Porque estaba ella allí. ¿Y quién era ella? ¿Una inglesita desconocida? Yo no la amaba, no la conocía, y me sentía enternecido, conquistado. Hubiera querido salvarla, sacrificarme por ellos, hacer mil locuras. ¡Cosa extraña! ¿Por qué la presencia de una mujer nos trastorna de este modo? ¿Es el poder de su gracia, que nos avasalla? ¿Es la seducción de la belleza y de la juventud, que nos embriaga como el vino?
¿No era más bien una especie de tacto del amor, del misterioso amor, que procura siempre unir a los seres, que ensaya su poder tan pronto como, pone al hombre enfrente de la mujer y que los penetra de emoción, de una emoción confusa, secreta, profunda, como se empapa la tierra para hacer brotar las flores? 
Pero el silencio en medio, de las tinieblas se hacía espantoso, y nos permitía oír en torno nuestro, de una manera vaga, un murmullo ligero, infinito: el rumor del mar, sordo, que crecía, y el monótono golpear de la corriente contra el buque.
De pronto oí sollozos. La inglesita más pequeña lloraba. Entonces, su padre quiso consolarla, y se pusieron a hablar en su idioma, que yo no comprendía, no obstante lo cual adiviné que la tranquilizaba, sin lograr por eso ahuyentar su miedo.
-¿Tiene usted mucho frío, miss? –le pregunté a mi vecina.
-¡Oh, sí, tener mucho frío! 
Quise darle mi capa, y ella la rehusó; y pero ya me la había quitado y la había tapado con ella a pesar suyo. En medio de nuestra corta lucha tropecé con su mano, que hizo pasar por mi cuerpo un delicioso estremecimiento.
Hacía algunos minutos que el aire había refrescado. Los choques del agua contra los flancos del navío se hacían más fuertes. Me levanté, pues una gran ráfaga acababa de herir mi rostro. El viento arreciaba cada vez más.
El inglés lo notó al mismo tiempo que yo, y dijo con sencillez:
-Malo ser para nosotros este...
Y tan malo: como que era la muerte segura si las olas, por débiles que fuesen, llegaban a atacar el casco, tan deshecho y agrietado, que al primer golpe podía quedar destrozado.
Entonces nuestra angustia creció por momentos a medida que las ráfagas se iban haciendo más fuertes. En aquel instante, el mar se embraveció un poco, y se veían aparecer y desaparecer en las tinieblas líneas blancas, líneas de espuma, mientras que cada ola que chocaba contra el casco del "María Josefa" producía un ligero crujido, que nos llegaba al corazón.
La inglesa temblaba, y yo, notando su temblor, sentía locos deseos de estrecharla entre mis brazos.
Allá lejos, delante de nosotros, detrás, a la derecha y a la izquierda,  brillaban en las costas faros amarillos, rojos, cambiantes, semejantes a enormes ojos, a ojos de gigante que nos miraban, nos acechaban y esperaban ávidamente nuestra desaparición. Uno de ellos me irritaba sobre todo, uno que se apagaba cada treinta segundos para encenderse en seguida, un verdadero ojo, con su párpado velando sin cesar con su mirada de fuego.
De vez en cuando, el inglés encendía, una cerilla para mirar la hora, y volvía a guardar el reloj en el bolsillo. De pronto me dijo con soberana gravedad, por encima de la cabeza de sus hijas:   -Señor, le deseo a usted un buen año nuevo.
Eran las doce de la noche. Le tendí la mano, que él estrechó pronunciando una frase inglesa, y de pronto sus hijas y él rompieron a cantar el "God save the Queen!", que se elevó en medio del espacio oscuro y del aire mudo, evaporándose en el infinito.
Al principio sentí ganas de reír, pero luego se apoderó de mí una extraña y profunda emoción.
Aquel canto de náufragos, de condenados, tenía algo de siniestro y severo, era algo así como una plegaria o algo más grande comparable al antiguo y sublime "Ave César, morituri te salutant!"
Cuando acabaron, yo rogué a mi vecina que cantara sola una balada, una leyenda, lo que quisiera, para hacernos olvidar, nuestras angustias, y atenta en seguida a mi ruego, empezó a entonar en medio de la noche, con su voz clara y fresca, una canción que debía ser cosa triste, sin duda, porque las notas eran prolongadas, salían lentamente de su boca y se cernían como pájaros heridos sobre la inmensidad de las olas.
La mar crecía y golpeaba los restos del naufragio. Yo pensaba en aquella voz y pensaba también en las sirenas. Y si una barca pasase por nuestro lado, ¿qué hubieran dicho los marineros? Mi espíritu, atormentado, se sumía en extraños, sueños. ¡Una sirena! En efecto, ¿no era una verdadera sirena, que me había retenido sobre aquel derruido casco del buque y que iba a hundirse conmigo en las olas?
A poco, los cinco rodamos bruscamente hasta el puente. El "María Josefa" se había recostado sobre su flanco derecho. La inglesa había caído sobre mí, y yo la había estrechado locamente entre mis brazos sin saber, sin darme cuenta, y creyendo llegada mi última hora, besaba a mi placer sus mejillas, sus sienes, sus cabellos. El buque no se movía ya y nosotros tampoco.
El padre dijo: "Kate", y la que yo tenía abrazada respondió: "Yes", e hizo un movimiento para desprenderse de mí.
A decir verdad, en aquel instante hubiera querido que el buque se partiese en dos, para hundirme en el mar con ella.
-Un pequeño balanceo; no ser nada -repuso el inglés-. Estar mis tres hijas salvadas.
Como no veía a la primera, creyó en un principio que la había perdido.
Yo me levanté muy despacio, y de pronto vi una luz en el mar muy próxima a nosotros. Grité, y nos respondieron. Era una barca que nos buscaba, pues el dueño de la fonda había previsto nuestra imprudencia.
Estábamos salvados, y yo lo sentí de veras. Los marineros nos recibieron a bordo y nos llevaron a San Martín. Por el camino, el inglés se frotaba las manos y murmuraba:
-Esperarnos buena cena, buena cena.
En efecto, cenamos; pero yo no estuve contento: echaba de menos el "María Josefa".
Al día siguiente, después de muchos abrazos y con la promesa de escribirnos, nos separamos. Ellos se fueron a Biarritz, y poco faltó para que yo no fuese detrás de ellos.
Estaba tocado de la cabeza; me sentía inclinado a pedir la mano de aquella muchacha: Si hubiéramos pasado ocho días juntos, seguramente que me hubiese casado con ella. ¡Cuán débil e incomprensible es a veces el hombre!
Transcurrieron dos años sin que oyese hablar de mis ingleses, y al cabo de este tiempo recibí una carta de Nueva York. Se había casado, y me lo decía. Desde entonces nos hemos escrito todos los años el día primero de enero. Ella me cuenta su vida, me habla de sus hijos, de sus hermanos, nunca de su marido. ¿Por qué? ¡Ah, porqué!... Y yo no le hablo más que del "María Josefa". Es tal vez la única mujer a quien yo he amado..., es decir, a quien hubiera amado... Los acontecimientos le arrastran a uno..., y después..., después... todo pasa. Ahora debe estar vieja..., ya no la conocería... ¡Ah, la de antes..., la del buque encallado, la del buque náufrago..., ¡qué  criatura tan divina!... Me dice que ya tiene los cabellos blancos... ¡Dios mío!... ¡Esto me causa profunda pena! ¡Ah, aquellos cabellos rubios!... No, la mía no existe ya... Pero ¡qué triste es todo esto!

Guy de Maupassant