Si no te gusta, no escuches (3)
Éranse un viejo y una vieja. Este viejo y esta vieja tenían un hijo llamado Iván. Fueron viviendo, viviendo, hasta que el viejo se murió cuando el hijo era ya mayor.
Una vez, la vieja había hilado dos madejas. Precisamente por entonces debía ir Iván a la feria. Y le dijo a su madre:
-Me voy a la feria y allí, mientras vendo lo que llevo, sacaré de los bolsillos lo que pueda.
-¡Pero, hijo mío! -le reprendió la madre-. Eso no está bien.
-Yo haré que lo esté.
Conque cogió las madejas hiladas por la madre, llegó a la feria y se dedicó a lo suyo: sacó diez rublos de su venta y de los bolsillos ajenos, noventa. De esta manera se encontró con cien rublos. Compró rosquillas y miel, montó en el carro y emprendió la vuelta a su casa. Todo el tiempo iba engullendo rosquillas untadas con miel.
En esto se cruzó en el camino con un barin. Al ver a Iván, el barin detuvo su carruaje tirado por cuatro briosos corceles y le dijo:
-¿No te gastas mucho lujo, amigo? Las rosquillas son bastante ricas para comerlas solas. Y tú, encima, las untas con miel...
-Si gasto lujo es porque puedo -contestó Iván al barin-. Vengo de la feria, donde he sacado diez rublos de mi venta, y de otras artes, noventa. Además, si me lo propongo, puedo sacarte a ti doscientos.
-Prueba a ver.
-Bueno, pero con una condición: si mientras yo hablo tú dices «¡mentira!», tendrás que darme doscientos rublos. Si aguantas sin decirlo, puedes hacer conmigo lo que quieras.
-De acuerdo -aceptó el barin.
Chocaron las manos y se puso Iván a contar un cuento.
-Vivía yo con mi padre y mi madre cuando era muy pequeñito y me fui una vez al bosque. En el bosque encontré un árbol, en el árbol un agujero y dentro del agujero el nido que habían hecho unas perdices asadas. Quise meter una mano en el agujero, pero no entraba; quise meter una pierna, pero tampoco entraba. Entonces pegué un salto y me metí entero. Comí hasta hartarme y quise marcharme; pero, ¡quía! Había engordado demasiado de tanto comer y el agujero era muy pequeño. Claro que yo, como no soy tonto, corrí a mi casa, traje un hacha, ensanché el agujero y salí. Entonces noté que tenía sed. Llegué al mar, me quité el cráneo, lo llené de agua y bebí. Todo habría marchado bien, pero se me cayó el cráneo al agua. Cuando quise darme cuenta, estaba flotando en medio del mar. Patos y gansos habían hecho sus nidos en él y habían puesto huevos. ¿Qué hacer? Lancé el hacha para atraparlo y me quedé corto. La lancé otra vez y pasó de largo. A la tercera, ni me aproximé siquiera. A todos los patos y gansos los maté de esta manera. En cuanto a los huevos, se fueron volando. Luego llegué hasta el fin del mar y le prendí fuego. Cuando se consumió entero, pude alcanzar mi cráneo y me fui a recorrer mundo.
-Muy bien, muchacho, muy bien. Todo eso es la pura verdad.
-Fui al bosque a cortar leña y mientras anduve de aquí para allá, los lobos le abrieron la panza a mi pobre caballo. Yo, claro, en seguida encontré la salida: corté una varita de abedul, volví corriendo donde el caballo, le metí otra vez las tripas dentro de la panza y la recosí con la varita de abedul. Luego cargué el carro de leña y arreé al caballo, pero él no se movió del sitio. ¡Cosa más rara! Pero al fijarme vi que la varita de abedul había crecido tanto que tocaba las nubes con la cúspide. Conque por el abedul trepé hasta el cielo y anduve por allí viéndolo todo. Al cabo de un rato pensé que era hora de bajar. Lo malo es que el caballo se había movido de donde estaba, derribando el árbol. ¿Cómo iba a arreglármelas? Con polvo y hollín trencé una cuerda, la até a una nube y empecé a bajar. Así fui bajando, bajando, hasta que se terminó la cuerda. Pero también encontré una solución: corté un trozo de arriba y lo empalmé abajo, corté otro y lo empalmé también. Así continué el descenso. Al fin llegó un momento en que no quedaba nada para cortar y la tierra estaba muy lejos todavía. En esto se puso a soplar el viento con tanta fuerza que a mí me empujaba de un lado para otro en todas las direcciones... Hasta que la cuerda se rompió y yo fui a caer en pleno infierno. Ni sé cómo pude escapar de allí... De verdad, barin: estuve en el infierno y allí precisamente es donde vi que a tu padre lo tenían enganchado a un carro cargado de estiércol...
-¡Mentira! ¡Lo que dices es mentira, estúpido!
Eso era, justamente, lo que estaba esperando Iván. Le cobró al barin los doscientos rublos de la apuesta y volvió a su casa.
La madre se alegró mucho al verle, llamó a los parientes, a los conocidos, y se organizó un gran banquete.
Yo estuve en el banquete aquel. Bebí vino, bebí hidromiel, y aunque en la boca nada me entró, por los bigotes sí me corrió. Luego me dieron un capirote y me echaron cogido por el cogote. Me dieron un gorro al final y yo me escabullí por el portal. Aquí se termina el cuento, conque dame de miel un cuenco.
Afanasiev