Nunca me han gustado los hombres demasiado guapos, y mucho menos los guapitos tipo el último James Bond. Por eso no entiendo que el enamoramiento se me echara encima como una manta raya cuando conocí a Ricardo.
En esa época yo solo tenía un amante que se parecía al conde Lecquio, y al que veía muy de tarde en tarde cuando pasaba a visitarme por la tienda. A mi socia le gustaba mucho. Fue ella quien le sacó el mote y el parecido con el conde, aunque no fuera tan guapo, decía. El Conde era muy alto y vestía un poco rancio, al estilo de los futbolistas de moda. Lo que más me gustaba de él eran sus orejas ligeramente de soplillo y la forma en que agachaba el cuello como si le diera vergüenza ser tan alto. Tenía un algo de pelícano que me hacía gracia.
Yo no tenía su número de teléfono, ni creo que él tuviera el mío. Puede que alguna vez me llamara a la tienda, que sale en las páginas amarillas en la sección de animales de compañía pero en realidad solo es una tienda de pájaros. Seguramente, más de una vez pasaría por la tienda mientras yo estaba en el gestor o en el banco y luego a mi socia se le olvidaba decírmelo, o se acordaba muchos días después. Me daba mucha rabia enterarme porque me imaginaba que tardaría semanas o meses en volver a saber de él. También es cierto que el disgusto se me pasaba enseguida y que no volvía a pensar en el Conde hasta que reaparecía en escena. Hacía bastantes años que lo conocía, pero no podría decir cuántos, pues ni siquiera podría recordar cómo ni dónde lo conocí.
Ricardo fue otra historia. Entró una tarde en la tienda justo a la hora del cierre, cuando mi socia ya se había marchado. Quería una jaula para una cotorra que iba a heredar de su hermana, que acababa de casarse. El marido de su hermana no soportaba los silbidos del animal al punto de la mañana, y aunque la cotorra llevaba con ella siete años, no tenía más remedio que desprenderse del animal. Ricardo me contaba todo esto como si yo conociera a su hermana, a su cuñado y a la cotorra. Lo cierto es que su narración me hizo reír, y mi risa le hizo reír a él como si fuéramos personajes de una comedia romántica. Se parecía un poco a Hugh Grant. Demasiado guapo para mi gusto, pensé, sin poder borrar de mi cara una estúpida sonrisa de adolescente.
Ricardo no tenía ni idea de jaulas ni de pájaros y acabé invitándole a una caña en el bar de la esquina. Le expliqué la diferencia entre aves y pájaros. A partir de ahí todo fue muy rápido, como en las películas. Enseguida conocí a la cotorra. Se había adaptado muy bien a su nuevo hogar, un piso rehabilitado en la calle Manifestación que también a mí me gustó mucho.
La cotorra se llamaba Riego porque, entre su reducido repertorio musical, lo que más a menudo silbaba era el himno de Riego. Ricardo quería que yo enseñara a hablar al animal, del que no sabíamos si era macho o hembra, y yo hacía como que lo intentaba. Le decía «qué passa, qué passa» una y otra vez, aunque sabía que un pájaro de su edad ya no querría aprender nada que no fuera un nuevo silbido. A veces, cuando salía por la mañana temprano casi de puntillas y demasiado perfumada, el pájaro me silbaba como un obrero desde el andamio.
Habían pasado unos meses desde la tarde en que conocí a Ricardo cuando entró en la tienda el Conde. Estaba más alto que nunca. Quizás no nos habíamos visto en medio año y le reñí cariñosamente como si le hubiera esperado cada día. Me fui con él al bar de la esquina. Mi socia había dicho que ella se encargaría de cerrar la tienda y nos había guiñado un ojo.
Entre caña y caña, le dije que ya no podríamos seguir siendo amantes porque me había enamorado de un tipo maravilloso. Se lo describí como un mirlo blanco, que se supone que es algo bueno y al mismo tiempo no deja de ser una rareza. Puso cara como de haberme oído esa misma historia otras veces. Me extrañó que no hiciera ningún comentario al respecto, ni tan siquiera sobre Riego, del que le hablé casi más que de Ricardo.
Después de darle una calada a su cigarro, me dijo que había sido padre de una niña a la que habían puesto mi nombre. Lo dijo como si nada, con el cuello levemente ladeado. Ah, bien, dije yo, también como si nada, como si no fuera conmigo la cosa.
Luego estuvimos un rato abrazados. Noté que no quería soltarme. Siempre me había gustado su olor, y mucho más sus besos. Me pregunté entonces por qué tendría yo que renunciar a esos besos incuestionables. Y más aún, por qué mi viejo y aristocrático pelícano iba a merecer menos consideración que un extraño mirlo blanco.
Cristina Grande