En
cierta ocasión, se reunieron todos los dioses y decidieron crear al hombre y a
la mujer, y planearon hacerlo a su imagen y semejanza. Entonces uno de ellos
dijo:
—Esperen;
si los vamos a hacer a nuestra imagen y semejanza, van a tener un cuerpo igual
al nuestro, fuerza e inteligencia igual a la nuestra, y debemos pensar en algo
que los diferencie de nosotros; de no ser así, estaríamos creando nuevos
dioses. Debemos quitarle algo, pero ¿qué le quitamos?
Después
de mucho pensar, uno de ellos dijo:
—¡Ah,
ya sé! Vamos a quitarles la felicidad; pero el problema va a ser dónde
esconderla, para que no la encuentren jamás.
Propuso
el primero:
—Vamos
a esconderla en la cima del monte más alto del mundo.
A
lo que inmediatamente repuso otro:
—No;
recuerda que les dimos fuerza, y alguna vez alguien subirá y la encontrará; y
si la encuentra uno, ya todos sabrán dónde está.
Luego
propuso otro:
—Entonces,
vamos a esconderla en el fondo del mar.
Y
otro contestó:
—No;
recuerda que les dimos inteligencia, y alguna vez alguien construirá algo por
donde pueda entrar y bajar; y entonces la encontrarán.
Uno
más dijo:
—Escondámosla
en un planeta lejano de la
Tierra.
Y
le dijeron:
—No;
recuerda que les dimos inteligencia, y un día alguien construirá una nave en la
que puedan viajar a otros planetas y la descubrirán, y entonces todos tendrán
felicidad y serán iguales a nosotros.
El
último de ellos era un dios que había permanecido en silencio, escuchando
atentamente cada una de las propuestas de los demás dioses, y analizó
calladamente cada una de ellas; entonces rompió el silencio y dijo:
—Creo
saber dónde ponerla para que realmente nunca la encuentren.
Todos
se volvieron asombrados y preguntaron al unísono:
—¿Dónde?
—La
esconderemos dentro de ellos mismos; estarán tan ocupados buscándola fuera, que
nunca la encontrarán.
Todos
estuvieron de acuerdo, y desde entonces ha sido así: el hombre se pasa buscando
la felicidad sin saber que la lleva consigo.