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domingo, 2 de septiembre de 2018

China








A través de la noche polar,  en una ballena volante 

A pesar de estos preliminares irreverentes, el vuelo en sí fue una experiencia magnífica. Ningún adjetivo menos elogioso concordaría con el paisaje sobre el cual flotamos durante cuatro indiscernibles días y noches del sol nocturno, ni con la nave que nos trasportaba. 
Desde que se abandonó la construcción de naves aéreas más livianas que el aire, el Zeppelin ha pasado a ser una curiosidad histórica, un monstruo anticuado como el dinosaurio. Representaba, lo mismo que el dinosaurio y por motivos similares, el último producto de una rama muerta de la evolución: era demasiado voluminoso, vulnerable y lento. Pero era un monstruo de suprema belleza, ídolo y fetiche de una nación que se entrega fácilmente a la idolatría. Con su forma de pez dorado gigantesco, medía desde una punta hasta la otra 240 metros, dos veces la longitud máxima de un campo de fútbol. Tenía 40 metros de altura, la altura de un edificio de doce pisos, o del campanario de una iglesia mediana. Su piel tersa y lustrosa de aluminio brillaba como plata, y su tersura ininterrumpida hacía que de lejos pareciera un animal vivo; una colosal y benévola Moby Dick del aire, que flotaba serenamente entre las nubes. 
La barquilla de los pasajeros (los alemanes la llaman «góndola», que resulta más poético) está situada debajo del cuerpo de la nave, cerca del frente. Alberga el puente del comandante y las habitaciones de los pasajeros, decoradas éstas con todo el lujo de un gran trasatlántico moderno. En el extremo posterior de la barquilla hay una puertecita, generalmente cerrada. Esta puerta da a un largo corredor oscuro que comunica con la región del misterio, el vientre de la ballena. Y es en verdad un lugar sumamente fantástico. 
Todo ese espacio interior, más vasto que una catedral, pero estirado como un cigarro de 240 metros, está lleno de oscuridad, de olor de almendras amargas, y de un rumor apagado, grave, como el lento batir de las alas de invisibles murciélagos. El olor se debe a la presencia de gas cianhídrico, y el rumor al aleteo de los globos llenos de hidrógeno, que son las entrañas vitales de la ballena volante, sus vejigas natatorias, cuya liviandad mantiene en el aire la enorme estructura. Estos globos están dispuestos en dos filas a lo largo de todo el espacio interior, como peras gigantescas colgadas al revés, más o menos a quince metros de distancia entre sí. A la presión normal del aire, cuando la nave se encuentra en el suelo, cuelgan fláccidas, arrugadas y blandas, como los pechos oscilantes de las viejas brujas; pero cuando la nave asciende a las capas de aire rarificado, se inflan, se vuelven rotundas y tersas, y llenan de rumores el vientre de la ballena, como el chasquido de miles de látigos. Entre las hileras de globos corre un angosto y peligroso pasadizo, suspendido en el vacío y la oscuridad, que sólo tiene como baranda un cable vibrante, y debajo un abismo de veinte metros. Desde este pasadizo, se atiende a las necesidades de los globos, a la luz de lámparas de Davy, como las utilizadas en las minas, a causa del enorme peligro de una explosión. 
Aunque no se permitía a nadie entrar en este lugar, sino cuando iba acompañado por uno de los oficiales de la nave, yo me pasaba las horas sin hacer nada en el oscuro y estrecho pasadizo; la emoción que me deparaba se renovaba constantemente. En la oscuridad que me rodeaba, en medio del soñoliento y amargo olor de almendras amargas, los estremecimientos de la nave, el aleteo y el chasquido de los globos se multiplicaban y resonaban con un eco profundo; me envolvía un laberinto de vigas, diagonales, enrejados, tensores y pilares, una selva de acero y aluminio, y abajo, a unos trescientos metros de profundidad, los incógnitos desiertos blancos del norte.  

La salida del coloso es una experiencia espectacular. Cuando se encuentra en tierra, el contenido de gas y el lastre están en tan delicado equilibrio, que el peso iguala exactamente la fuerza ascensional, y la nave flota ingrávida en el aire, dentro de su hangar, con la punta sujeta a un mástil por una especie de broche de presión. Cuando todos subimos a la barquilla, una cuadrilla terrestre de un centenar de hombres empezó a sacar del hangar la ballena flotante, mediante sogas que colgaban de la parte inferior. Vistos desde la ventana, parecían arrastrar con un lazo una bestia perezosa. Una vez afuera, sobre el verde césped frente al hangar, empezamos a arrojar el agua que nos servía de lastre, mediante dos mangueras. Un momento después, la cuadrilla terrestre ejecutó una maniobra espectacular. Al oír una voz de orden, los hombres soltaron las sogas y aferraron en cambio dos barras horizontales, colocadas a cada lado de la parte inferior de la barquilla. Ante una segunda orden, alzaron la enorme ballena sobre sus cabezas y literalmente la arrojaron al aire, hacia arriba. La nave se estremeció débilmente, y siguió ascendiendo verticalmente hacia el cielo azul, a tal velocidad que en algunos segundos la cuadrilla, el hangar, el campo de aviación y las calles se redujeron hasta parecer una ciudad de juguete. Como su poder ascensional es ahora mayor que su peso, ese empujón inicial, que casi en broma le habían dado los hombres, había bastado para liberarla y hacerla ascender, como una burbuja de aire en un estanque, a través de la atmósfera. 
El recuerdo de este ascenso rápido, silencioso y sin esfuerzo, o más bien de esta caída inversa hacia el cielo, es hermoso y embriagador. Es totalmente distinto del alarmante ascenso de un avión, que se realiza a un ángulo tan chato, en medio del rugido de los motores, y es seguido por esas desagradables inclinaciones del horizonte. La nave más liviana que el aire se eleva en completo silencio, suave, pacíficamente, como por su propia voluntad; nos permite la ilusión perfecta de habernos liberado de la esclavitud de la gravedad terrestre. Uno flota, suspendido de una inmensa burbuja de gas, en el cielo. 
Sólo a unos trescientos metros de altura comenzaron a funcionar las máquinas, y la nave inició su vuelo horizontal. Como los cinco motores, con sus hélices, se encuentran en compartimientos separados, lejos del cuerpo inflamable de la nave, su rumor, oído desde la barquilla, es apenas un zumbido distante y suave. No hay ni vibraciones ni saltos; los pozos de aire, las ráfagas y ventarrones de poca importancia no producen ningún efecto en esa enorme masa flotante. En un avión, las hélices tienen que provocar una corriente de aire que sostenga las alas, como en una cometa; la ballena flotante se sostiene gracias a su propia liviandad, y las hélices sólo sirven para empujarla por los aires. En realidad, no vuela: nada. Y si los cinco motores se descompusieran, seguiría nadando, con su tranquilidad benévola y elefantina. Todo esto contribuye a hacer que los pasajeros de la góndola experimenten una sensación de seguridad y de calma, se sientan contemplativos y cómodos, estados de ánimo tan poco habituales en la navegación aérea. 

Nuestro primer objetivo era una isla denominada Tierra de Alberto Eduardo. Pero era más fácil decirlo que hacerla, porque la Tierra de Alberto Eduardo tenía el inconveniente de no existir. Figuraba en todos los mapas de la zona ártica, pero no en la zona ártica; la buscamos cuidadosamente; pero se redujo a no estar donde debía estar, ni en ninguna otra parte. 
Segundo objetivo: Tierra de Harmsworth. 
Aunque parezca gracioso, la Tierra de Harmsworth tampoco existía. Donde hubiera debido estar, sólo se veía el negro Mar Polar, y el reflejo blanco del Zeppelin que flotaba sobre las aguas. 
Dios sabe si el explorador que ubicó estas islas en el mapa (creo que fue Payer) había sido víctima de un espejismo, confundiendo algún iceberg con tierra firme, o si desde esa época las islas se habían hundido en el mar, lo que es bastante improbable; de todos modos, desde el 27 de julio de 1931 han sido oficialmente borradas de la faz de nuestro globo. 

En la isla Dickson, que se encuentra en el Mar de Kara, a los 73 grados de latitud, había una famosa estación meteorológica rusa, atendida por seis hombres solitarios; famosa por los macabros sucesos que según se decía habían ocurrido allí durante la noche polar, cuando los hombres carecen de todo contacto con el mundo exterior. Una vez, así me dijo uno de los rusos que venían a bordo, cuando llegó el grupo de relevo, en la primavera, encontró a los seis hombres muertos. A causa de algún error, sus provisiones se descompusieron, y uno por uno se enfermaron y murieron. El último sobreviviente había enterrado a cuatro camaradas y arrastraba al quinto hacia afuera cuando se desplomó junto a la puerta de la casilla; así lo encontraron, en esa posición, con el cuerpo del otro todavía sobre los hombros. 
La estación consiste en un mástil para la radio y un par de casillas; en varios cientos de millas a la redonda no se ve probablemente ninguna otra cosa. Les dejamos caer tres paquetes, mediante paracaídas, con verduras frescas, diarios y correspondencia; luego vimos que los seis hombres corrían tropezando hacia los paquetes, bailaban, gesticulaban y saltaban al aire, como si se hubieran enloquecido. Estremecía pensar que un acontecimiento tan notable como éste sólo les ocurría dos o tres veces por año. No hay ninguna mujer en la isla. 

A. Koestler