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miércoles, 26 de septiembre de 2018

Lliria - Ciutat de la Música


De labriego a agricultor

Jeff Peters tenía una cualidad que merece ser recordada.
Siempre que se le pedía directamente que narrase un episodio de su vida contestaba que había estado tan desprovista de incidentes como la más larga de las novelas de Trollope. Pero, si se le daba ocasión con habilidad, en el acto empezaba a relatar sus lances.
-He notado -dije un día- que los campesinos del Oeste, a pesar de su prosperidad, tienden a reintegrarse a sus antiguos y populares amores.
-Abunda esa corriente -convino Jeff- entre los campesinos, como la del aire en los arces y la líquida en el río Connemaugh. Yo conozco bien a los labriegos. Creí una vez haber fracasado con uno que se había salido de su ambiente, pero Andy Tucker me demostró que me equivocaba. «Quien una vez cava la tierra, seguirá siempre con el testuz sobre los terrones -dijo Andy-. Es el que está siempre en primera fila frente a las balas, el primero en las colas ante las urnas y en las de las salas de espectáculos. Es el hazmerreír siempre y no sé lo que podríamos hacer sin él.»
»Una mañana Andy y yo nos despertamos, con el capital de sesenta y ocho centavos entre los dos, en un hotel de amarillas paredes de pino, en el borde de la predigerida -para nosotros- deliciosa región que ciñe los linderos de la Indiana meridional. No puedo ni siquiera decir cómo nos arrojamos del tren en marcha la noche antes, porque el convoy atravesaba la población muy de prisa y lo que desde la ventanilla nos parecía una taberna resultó ser una mezcla óptica de una botica y un depósito de agua, entre los que mediaban dos manzanas de casas. Por qué nos apeamos en la primera estación que pudimos es una cosa relacionada con un reloj de oro y cierto trato de diamantes de Alaska, que no logramos realizar el día anterior, recorriendo la línea de Kentucky.
»Cuando desperté, oí cantar a los gallos y percibí el olor de las emanaciones del ácido nitro-muriático, a lo que se unió el ruido de la caída de un cuerpo pesado en el piso bajo, amén de unas palabrotas.
»-Albricias, Andy -dije-. Hemos llegado a una comunidad rural. Alguien acaba de tentar el suelo con sus costillas. Salgamos, veamos lo que puede sacarse de un campesino y, después, pies para que os quiero.
»Los campesinos equivalían para mí a una especie de fondo de reserva. Siempre que me apretaba la mala suerte me situaba en un cruce de caminos, introducía el índice entre los tirantes y la camisa de un hombre del agro y de una manera maquinal le recitaba el texto de los prospectos de mi negocio. Después examinaba lo que el sujeto poseía, le dejaba el llavero, el eslabón y la yesca y cuantos papeles no tenían valor más que para el propietario y me alejaba sin hacer nuevas preguntas. Los campesinos no son caza lícita para cuando ando en asuntos tan importantes como los que Andy y yo desarrollábamos, pero en ocasiones encontrábamos incluso a un palurdo tan útil para nosotros como Wall Street lo es para la Secretaría del Tesoro de vez en cuando.
»Cuando descendimos las escaleras admiramos el mejor ambiente rural que viéramos jamás. A unas dos millas, en una colina, se veía una gran casa blanca rodeada de árboles, y más allá, tierras de cultivo y praderas, y más allá, porches y pabellones auxiliares.
»-¿De quién es aquella casa? -preguntamos al posadero.
»-Ese lugar -respondió- constituye el domicilio y los complementos arbóreos, terráqueos y hortícolas del campesino Ezra Plunkett, uno de los más progresivos ciudadanos de nuestra comarca.
»Después de desayunar, Andy y yo, dueños del sobrante de nuestro capital conjunto de ocho centavos, trazamos el horóscopo del potentado rural.
»-Déjame ir solo -pedí a mi amigo-. Dos juntos contra un labriego podríamos parecer tan mancos como Roosevelt usando ambas manos para matar un oso pardo.
»-Muy bien -dijo Andy-. A mí me gusta ser un caballero incluso cuando me limito a imponer tributos a agricultores. Pero -me preguntó- ¿qué cebo piensas tenderle a ese Ezra?
»-¡Bah! -repuse-. El primero que se me ocurra. Quizá le hable de los nuevos recibos del impuesto sobre la renta; o de la receta para preparar miel de romero con desperdicios de alfalfa y mondaduras de manzana; o de los pedidos en blanco para los lectores de McGuffey, que luego resultan ser pedidos de navajas de afeitar de McCormick; o del collar de perlas encontrado en el tren; o del lingote de oro que llevo en el bolsillo; o del...
»-Es bastante -aprobó Andy-. Cualquier elemento de ese lote hará que Ezra se trague el anzuelo. Pero procura, Jeff que ese paleto nos entregue billetes nuevos y limpios. Es una vergüenza para nuestro departamento de Agricultura, nuestro Cuerpo de Servicio Civil y la ley de Vigilancia de Pureza de Alimentos la clase de papel que los labradores nos entregan. Algunos me han dado fajas que parecían paquetes de caldo de cultivo microbiano capturado a una ambulancia de la Cruz Roja.
»Fui, pues, a una cuadra y alquilé -sin otro adelanto que dar la cara- un cochecillo de campo. Cogí las riendas y adelante. Al llegar a la casa de Plunkett me apeé. Un hombre estaba sentado en los peldaños de la entrada del edificio. Llevaba una camisa de franela blanca, un anillo con diamantes, un gorro de golf y una corbata de color rosa. «Será un veraneante que tengan aquí de huésped», me dije.
»-Quisiera ver al señor Ezra Plunkett -anuncié.
»-Está delante de usted -respondió el hombre-. ¿Qué se le ofrece?
»No contesté. Me quedé inmóvil, repitiéndome interiormente las últimas notas de la alegre tuna de «El Hombre y el Mono». Mirando a aquel campesino, las modestas recetas que pensaba administrarle parecían tan absolutamente inútiles como intentar destruir el Trust de la Carne en Conserva con una carabina de salón.
»-Hable, hombre -me dijo, mirándome-. Noto que el bolsillo izquierdo de su chaqueta está algo caído. Empiece primero, si quiere, con lo del ladrillo de oro. Me interesa la ladrillería más que las letras a sesenta días y las minas de plata no explotadas.
»Experimenté una cierta sensación de demencia en los fundamentos de mi raciocinio, pero saqué el ladrillo aludido y desenvolví el pañuelo que lo envolvía hasta entonces.
»-Un dólar y ochenta centavos -dijo el granjero, sopesando el objeto-. ¿Trato hecho?
»-El plomo que contiene vale más -dije, dignamente, volviendo a guardarme el ladrillo.
»-No lo niego -repuso Ezra-, pero, si me interesa, es para una colección que quiero hacer. La semana pasada adquirí uno valorado en cinco dólares y sólo pagué dos y diez centavos.
»En aquel momento sonó en la casa el timbre de un teléfono.
»-Entre, Bunk -dijo el labriego- y le enseñaré mi casa. Uno a veces se siente muy solitario aquí. Creo que me llaman desde Nueva York.
»Entramos en un cuarto que parecía el despacho de un hombre de negocios neoyorquino: mesas de oficina, ligeras, de madera de encina, dos teléfonos, sillones y divanes tapizados en cuero español, pinturas al óleo en marcos dorados de un grosor de un pie y en un rincón un trasto muy raro.
»-¿Quién habla? -dijo el singular campesino-. ¿Es el Regent Theatre? Sí, aquí Plunkett, de Woodbine Centre. Reserve cuatro sillones de orquesta para el viernes por la noche. Las de costumbre. El viernes, sí. Adiós.
»-Voy a Nueva York cada dos semanas para ver una función -me dijo mientras colgaba el auricular-. Cojo el expreso de las dieciocho en Indianápolis, paso diez horas de la noche en la línea yappiana y llego aquí con el tiempo suficiente para oír cacarear a las gallinas, es decir, cuarenta y ocho horas más tarde. El primitivo labrador de la época de las cavernas se ha trocado en un hombre que asiste a la reunión anual de los Partidarios del Gas Permanentemente Encendido. ¿No le parece, señor Bunk?
»-Me parece notar -convine- cierta alteración en las tradiciones campesinas, en las que, hasta aquí, he confiado siempre.
»-Ciertamente, Bunk -dijo él-. La amarilla prímula de las márgenes del río empieza a miramos a los palurdos como una edición de lujo del «Lenguaje de las Flores», con bordes dorados y elegante frontispicio.
»El teléfono sonó de nuevo.
»-Al habla -dijo él-. ¡Ah, es Perkins, de Milldale! Ya te dije que ochocientos dólares son demasiado por ese caballo. ¿Lo tienes ahí mismo? Pues vamos a verlo. Apártate del receptor y haz trotar al animal en círculo... Más de prisa... Sí, le oigo... Más de prisa aún. Basta. Ahora acércale al teléfono. Más cercano el hocico... Bueno... Espera... No, no me quedo con ese caballo... ¿Cómo? No, a ningún precio. Tiene el trote irregular y no está sano de los pulmones. Adiós.
»El hombre se volvió a mí.
»-Ahora, Bunk, ¿se da cuenta de que la agricultura se ha procurado un corte de pelo? Usted pertenece a una época ya remota. Hasta el mismo Tom Lawson sabe lo bastante para no intentar engañar a un agricultor a la moderna. Hoy es sábado, catorce, como sabe muy bien. Ahora observe cómo nosotros nos enteramos de los acontecimientos del día.
»Me llevó hasta el rincón donde estaba el trasto que dije. Algo parecido a una máquina expendedora automática. Una voz de mujer empezó a recitar anuncios de asesinatos, accidentes y alteraciones políticas.
»-Lo que está oyendo -dijo Ezra- es una sinopsis de las noticias del día, tal como las han publicado los periódicos de Nueva York, Chicago, San Luis y San Francisco. Se telefonean los sucesos a nuestro Oficina Rural de Noticias y se sirven fresquitas a los suscriptores. En esa otra mesa verá los principales diarios y revistas del país. También tengo un servicio de recortes anticipados de las revistas mensuales.
»Tomé un pliego y vi que lo encabezaba este título: «Pruebas Anticipadas Especiales. El Century de julio de este año dirá...» Y así sucesivamente.
»El labriego llamó a alguien -supongo que a su administrador- y le dijo que vendiera las quince cabezas vacunas a seiscientos dólares cada una, que sembrara de trigo el campo de novecientos acres y que aumentase en doscientas el número de latas que debía dejar en la estación para ser transportadas por el tren lechero. Después sacó unos puros Henry Clay y una botella de chartreuse verde y se acercó a su aparato de noticias.
»-Los Gas Consolidados ganan dos puntos -comentó-. ¡Muy bien!
»-¿No ha intervenido nunca en negocios de cobre? -sugerí.
»-Cállese -respondió, alzando la mano-, o llamo al perro. Ya le advertí que iba usted a perder el tiempo conmigo.
»Y añadió, al cabo de un rato:
»-Bunk, con perdón suyo, le diré que su compañía empieza a fatigarme. Tengo que escribir un artículo para una revista, tratando de «La Quimera del Comunismo», y asistir esta tarde a una Junta de la Asociación de Aficionados a las Carreras. Desde luego ya habrá comprendido que usted no puede conseguir de mí nada para nada, sea lo que fuere.
»Todo lo que se me ocurrió hacer fue salir y volver a mi coche. El caballo dio la vuelta y me devolvió al hotel. Lo até a un árbol y me fui en busca de Andy. Ya en su cuarto le referí mi conversación con aquel campesino, palabra por palabra, y me senté a la mesa con el aire de un as de la sagacidad hecho papilla.
»-Aún no comprendo lo que ha sucedido -añadí, mientras silbaba una cancioncilla triste para disimular mi humillación.
»Andy paseó de un lado a otro del cuarto durante largo tiempo, mordiéndose la punta izquierda del bigote, como hace siempre que se entrega a sus pensamientos.
»-Jeff -dijo, al fin-, creo en la historia de ese rústico expurgado, de su rusticidad, pero no me ha convencido por completo. Me parece increíble verle vacunado contra todas las ramificaciones del ambiente bucólico. Tú dime: ¿has sospechado nunca en mí alguna inclinación religiosa?
»-Realmente, no -repuse. Y agregué, para no herir sus sentimientos-: De todos modos, he conocido a muchos nombres posesores de la dicha inclinación que no la exteriorizaban tanto que hubiese de quedar grabada en un pañuelo si se la frotaba.
-Siempre he sido un profundo estudiante de la naturaleza de la creación -dijo Andy-, y creo en los designios finales de la Providencia. Los campesinos han sido formados con un propósito, y es el de proporcionar medios de vida a los hombres como tú y como yo. Si no, ¿por qué se nos ha provisto de cerebro? Tengo la creencia de que el maná del que los israelitas vivieron en el desierto durante cuarenta años es una expresión simbólica para designar a los campesinos, y de todos modos los judíos continúan esa práctica hasta nuestros días. Tras lo cual -añadió Andy- voy a intentar llevar a la realidad mi teoría. El que es campesino siempre lo será, a pesar de los especiales cauces y orificios de salida que una civilización espuria y artificial pueda proporcionarle.
»-Te sucederá lo que a mí -dije-. Ese hombre, en concreto, ha roto las cadenas del agro. Se encuentra atrincherado detrás de las ventajas de la electricidad, la educación, la literatura y la inteligencia.
»-Probaré -insistió Andy-. Hay ciertas leyes de la naturaleza que el simple intento rural de borrarlas no puede vencer.
»Andy entró en el cuartito-guardarropa y salió vestido con un traje a cuadros pardos y amarillos, cada uno del tamaño de la mano. Llevaba un chaleco encarnado con lunares azules y un alto sombrero de seda. Observé que había empapado su bigote rubiáceo con una solución de tinta azul.
»-¡Por vida de Barnum! -exclamé-. ¿Vas a hacer la propaganda de un circo?
»-Justo -corroboró Andy-. ¿Tienes el coche fuera? Espérame. No tardaré.
»Dos horas después Andy entraba en el cuarto y depositaba un montón de billetes sobre la mesa.
»-Ochocientos sesenta dólares -dijo-. Voy a explicártela todo. El hombre estaba en casa. Me vio y empezó a dirigirme bromas. No contesté palabra, pero saqué unas cáscaras de avellana e hice rodar una bolita sobre la mesa. Silbé un par de tonadas y en seguida puse en juego la vieja fórmula.
»-Diviértase lo que quiera, caballero -dije-, pero mire rodar la bolita. Mirar no le cuesta nada. La verá, y, casi a la vez, ya no la verá. Adivine dónde está el jugador. La rapidez de la mano y la disposición de las cáscaras engañan los ojos.
»Dirigí los míos al campesino. Vi que el sudor perlaba su frente. Cerró la puerta y me contempló. Luego dijo: «Apostaría veinte dólares a que eso lo hago yo».
»-Después de esto -continuó Andy- poca cosa hay que añadir. El buen hombre sólo tenía en su casa ochocientos sesenta dólares en metálico. Cuando le dejé me acompañó hasta la puerta. Brillaban las lágrimas en sus pupilas mientras me estrechaba la mano. «Bunk -me dijo-, gracias por haberme proporcionado el único placer auténtico que he tenido en muchos años. Esto me recuerda los antiguos días en que yo era un simple labriego y no un agricultor. Dios le bendiga».
Aquí Jeff Peters dejó de hablar y yo inferí que su narración había terminado.
-De modo que tú piensas... -empecé.
-Sí -dijo Jeff-. Una cosa parecida. Lo mejor es dejar a los campesinos ir adelante y entretenerse un poco con la política. La vida de labrador es muy solitaria y no es la primera vez que se empeñan en jugar contra la cáscara de avellana y la bolita.

O´Henry