Blogs que sigo

domingo, 20 de mayo de 2018

Universidad de Sevilla




 
Los Reyes Magos de Totenleben 

En el curso del mes de noviembre de 1647, penúltimo de la Guerra de los Treinta Años, el general de las tropas francesas, vizconde de Turenne, decidió inspeccionar personalmente el estado de los puestos avanzados de su ejército en el Palatinado. Las jornadas se sucedían entre agotadoras cabalgadas y en el transcurso de una de ellas un destacamento de vanguardia realizó una extraña captura: se trataba de un hombre y una mujer, jóvenes ambos, pobremente vestidos y con las huellas del hambre en el semblante, que parecían desear atravesar la región a pie. Interrogados, manifestaron estar unidos en matrimonio (la mujer se encontraba embarazada de siete u ocho meses) y en tan precaria situación en virtud de los estragos de la guerra, que habían decidido abandonar la aldea en que vivieran, ahora saqueada e incendiada por las tropas mercenarias; mientras habitaron en ella, el hombre había ejercido de artesano y ambos cohabitaron bajo el mismo techo que los padres de la mujer. Ahora, sin hogar, trataban de alcanzar la villa natal del marido, llamada Totenleben, en el Bajo Meno, con la esperanza de encontrar morada y trabajo, pues nada poseían fuera de lo que llevaban puesto. 
Turenne, ocupado en la meditación de algún plan estratégico, no alcanzó a comprender enteramente el interrogatorio, que había sido llevado a cabo en alemán. Sin embargo, comprendió lo suficiente como para sentirse intrigado por el extraño nombre de la aldea que debía constituir el destino de la joven pareja: Totenleben, esto es, «Vida-de-muertos». Ordenó la liberación de ambos y, para su coleto, tomó una súbita y extraña decisión. 
Pocos días después, acompañado por un séquito de caballeros, Turenne se internó en la región del Bajo Meno. Era noche oscura como boca de lobo y el frío azotaba terriblemente los cuerpos envueltos en abrigos y pieles. La luna desataba pálidos destellos sobre la superficie metálica de los uniformes y armas. La zona aparecía cruelmente devastada, volviendo inútil el «Quién vive» de los dos jinetes que, mosquete en mano, cabalgaban en vanguardia a cien metros de la tropa, deteniéndose a menudo frente a edificios en ruinas y arbustos cubiertos de nieve, inspeccionando el terreno y lanzando la pregunta reglamentaria que nunca obtenía respuesta. La región parecía muerta y sólo algunos perros hambrientos y abandonados echaban a correr ante la inoportuna presencia, internándose en los campos cubiertos de nieve y destrucción, aullando en la distancia. El esqueleto de un cuerpo humano pendía de la horca de un patíbulo. La tropa lo rebasó y prosiguió su camino, vadeando las hondonadas cubiertas de nieve cuajada. Al alcanzar la linde de un bosquecillo los jinetes hicieron un alto. Turenne se apeó de su montura y dos criados, obedeciendo seguramente órdenes dadas de antemano, se acercaron al general y le ayudaron a quitarse el abrigo de pieles y el sombrero. 
Entre tanto, algunos oficiales se habían apeado también. Otros criados se acercaron a Turenne y colocaron encima de la armadura militar una extraña vestimenta: ancho manto que competía en blancura con la luna y la nieve y velo negro sobre el rostro. Sobre la nube de su manto se veían titilar estrellas y lentejuelas de oro. Era la indumentaria de Rey Mago, tal como la describían los villancicos de esta época del año. A continuación le fueron entregadas dos pistolas. 
—Me marcho —dijo Turenne a sus oficiales—. Vosotros esperaréis aquí. En caso de no regresar antes de las tres de la mañana, revisad la aldea. 
—Cumpliremos vuestras órdenes, señor —respondieron los oficiales. Turenne desapareció en la noche. 
Había avanzado algunos centenares de pasos cuando se perfiló ante él el contorno de una pequeña población. Por el límite montañoso de la aldea divisó una luz. El general se dirigió hacia ella. La luz era producida por una linterna especialmente hecha en forma de estrella, adosada al extremo de un palo de ocho pies. Junto a ella se encontraban dos hombres, uno de los cuales sujetaba el palo. Ambos aparecían igualmente disfrazados de Reyes Magos, con la diferencia de ostentar velos blancos sobre el rostro en lugar de negros. El vizconde levantó sus pistolas y pronunció su nombre. 
—Wrangel. Melander —contestaron los otros. 
Wrangel era el nuevo general del ejército sueco, sucesor en el cargo de Torstenson. El conde Melander de Holzapfel era, asimismo, jefe supremo de las tropas imperiales alemanas. 
Una vez frente a frente los tres hombres alzaron sus velos y se miraron. Nuevamente embozados, Turenne guardó sus pistolas en el cinturón de seda que llevaba bajo el manto del disfraz. Dijo: 
—Os pedí que nos reuniéramos en este lugar y ataviados de esta manera para poder tratar nuestros asuntos con la mayor discreción posible. Hoy es Día de Reyes y cualquiera que nos vea nos tomará por recitadores ambulantes de villancicos. Vayamos ahora a la aldea y busquemos una casa en la que poder organizar una tranquila asamblea. 
—La aldea ya no existe —replicó Melander—. Sólo quedan escombros humeantes. Supongo que es obra de vuestras tropas, vizconde. 
—Entre tanta algarabía pudisteis muy bien confundirlas con las vuestras, conde —repuso Turenne.  
—Tenéis razón. También pudieron ser los suecos.  
—Como hubiere sido —dijo Wrangel—, preocupémonos ahora de buscar algún techo bajo el que cobijarnos. No podemos permanecer aquí con el frío que hace. 
Caminaron los tres amparados por la estrella. Mientras atravesaban la calle principal de la aldea contemplaron las ruinas de lo que antes fueran casas. Por doquier reinaba el paisaje de la destrucción. Inspeccionando, alcanzaron el emplazamiento de la iglesia derruida y descubrieron junto a ella el armazón de una choza que se había conservado en pie. Las ventanas se hallaban cubiertas por maderos pero a través de algunos resquicios podía verse el resplandor de una débil luz. Se acercaron a la puerta y llamaron. Al no obtener respuesta, repitieron la operación y sólo después de un rato surgió una voz del interior que preguntaba por las intenciones de los visitantes. 
—¡Abrid! —contestaron los embozados a trío. 
La puerta, desprovista de goznes, fue separada ligeramente del marco y, entre crujidos, asomó la cabeza de un hombre. 
—¿Qué queréis? —preguntó. 
—Somos recitadores ambulantes de villancicos —contestó Melander—. Déjanos entrar. 
—¿Villancicos en estos días? 
—Eso he dicho —zanjó Melander—. Déjanos entrar de una vez. 
Y, empujando la puerta, penetró en el interior seguido de sus compañeros, abandonando la estrella frente a la cabaña. 
—Debéis ser extranjeros —dijo el hombre cerrando la puerta tras ellos—. Nosotros acostumbramos a cantar los villancicos el Día de Reyes y no en Nochebuena. 
—Te equivocas —respondió Wrangel—. Hoy es Día de Reyes. Sin duda sigues usando el calendario antiguo. 
—¿Hay acaso algún otro? —inquirió el hombre. 
—Hace años que el papa Gregorio XIII reformó el calendario. Los tiempos se encontraban atrasados diez días, a juzgar por la posición de los astros. ¿No lo supisteis en su tiempo? ¿No os lo dijo el cura? 
—Nuestro cura hace tiempo que murió —respondió el aldeano—. Lo mataron los suecos. Todo el pueblo quedó devastado, estériles los campos, muerta la región. Nada sabíamos de ninguna reforma del calendario. Diez días y sin gastarnos un céntimo en comida. Pero mirad: estamos celebrando la Nochebuena, si es que todavía se puede celebrar con la muerte y el hambre. 
—Sea como fuere —dijo Wrangel—, lo que a nosotros nos interesa es descansar un rato. Tráenos algo de comer y sírvenos vino. Te pagaremos por todo ello. 
—Antes yo era el posadero del pueblo —dijo el hombre— y las cosas marchaban sobre ruedas. Ahora ni siquiera tengo pan para mi familia. Cuando queremos agua tenemos que fundir la nieve, pues las fuentes se han helado. Digo las fuentes que no han envenenado los militares. Tomad asiento, que es lo único que puedo ofreceros. Pero, decidme: ¿qué clase de gente sois que creísteis poder ganar unos céntimos cantando villancicos? 
Sin hacerle caso, los tres hombres se dedicaron a inspeccionar el interior de la cabaña. No había más que una chimenea, bajo la cual parpadeaba un trémulo fuego. Al centro podía verse una mesa rodeada de algunas banquetas. En un rincón, la mujer y el hijo del posadero, espantosamente flacos, miraban a los visitantes. También aparte se encontraba una pareja: un joven y una muchacha rubia. Turenne los reconoció: e trataba del matrimonio apresado por sus tropas lías atrás. 
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Turenne en deficiente alemán. 
—Una pobre gente —respondió el posadero— que vino hace poco y no encontró cobijo ninguno. Él es de aquí, pero se marchó, encontró mujer y ahora ha regresado. Les he dado alojamiento en el establo. La mujer tendrá un niño dentro de poco. 
—Vaya por Dios —comentó el francés, sentándose a la mesa junto a sus compañeros de disfraz. 
Mientras los tres hombres conversaban, los otros comenzaron a reunir musgo y pequeñas figuras de madera, tierra y nieve, y montaron un pesebre navideño junto al hogar. Al parecer, conservaban las figurillas pintadas porque la rapiña de la soldadesca las había rechazado por poco valiosas. Ordenadas tradicionalmente, representaban la sagrada familia, los ángeles, los Reyes Magos, los pastores, el buey y la mula. 
—Las negociaciones de paz —decía Turenne—, hace un año iniciadas en Münster, no han considerado al ejército en ninguna cláusula importante. En caso de que la paz fuera acordada, el ejército pasaría a engrosar las capas de desempleados de la sociedad. Empero, el soldado se ha acostumbrado a vivir como un soldado, a trabajar como un soldado, a cobrar su paga como un soldado, y nosotros, sus jefes, debemos permanecer atentos ante cualquier reforma al respecto. La guerra, confesémoslo, se ha convertido en una profesión en la que el vencido satisface los emolumentos requeridos. No sé lo que vosotros pensáis sobre el asunto, pero yo me mantengo en el firme propósito de impedir que la paz sea hecha bajo condiciones desfavorables para la milicia, de manera que podamos ser despedidos de la noche a la mañana como vulgares jornaleros. Os he reunido aquí, precisamente, para estudiar las posiciones particulares y obrar en consecuencia. Pero, sobre todo, nos hemos reunido como militares que somos. Porque podremos pelear hombro con hombro espada contra espada, según soplen los vientos aliancistas, pero, amigos o enemigos, todos tiramos del mismo carro profesional y nos alimentamos de la misma forma. 
Los que construían el pesebre, escuchando la lengua extranjera de los visitantes, los contemplaban con asombro. El posadero, algo inquieto, estuvo escuchando largo rato. Luego, acercándose a la mesa, dijo: 
—¿Quiénes sois? En verdad que no parecéis recitadores de villancicos. Sois extranjeros, como al principio supuse, y hasta creo que soldados. ¿Qué buscáis por aquí? ¿Acaso no habéis visto que el país, la aldea, la casa, todo entero se encuentra completamente destrozado y sin posible objeto de beneficio? ¿Qué es lo que queréis? 
—Cierra la boca —ordenó Melander—. Somos tres Reyes Magos y eso debe bastarte. Déjanos en paz, tenemos cosas que hablar. —Y le arrojó una moneda de oro. El posadero miró la pieza resplandeciente. Hacía mucho que no veía una igual. Se agachó a recogerla y la retuvo fuertemente entre sus dedos. Su rostro reflejó algún cambio de ánimo. Trató de reconocer las Facciones de los desconocidos, conocerlas al menos, pero su mirada se detenía ante la impenetrabilidad de los velos. Entonces advirtió las botas de montar con espuela que sobresalían bajo las capas, y las vainas de daga rematadas en bronce. 
—Dispensen sus señorías —dijo inclinándose—, de ningún modo quisiera..., no sabía que... 
—Está bien, está bien —dijo Melander sin hacerle más caso. La conversación prosiguió en francés. Al cabo de un rato los aldeanos comenzaron a entonar un cántico de Nochebuena. Al finalizar la última estrofa, a mujer de rubios cabellos se tambaleó y se aferró al brazo de su marido. Empezaban los dolores del parto. 
Obviamente, la intención del posadero no podría haber sido otra que la de oficiar el alumbramiento en a sala. Pero ante la visita de los señores, tan magnánimos, por cierto, la mujer fue conducida al establo, donde tenía su lecho de paja y hojas secas. 
Ni el final del cántico ni la conducción de la mujer de rubios cabellos al establo habían llamado la atención de los tres caballeros. No solían distraerse con lo que no les concernía, a menos que comportara alguna remota amenaza. Siguieron hablando y entre as frases francesas surgían nombres como Torstenson, Jan van Werth, Max Emanuel. Por un momento pareció que, por la causa que fuere, los generales no se ponían de acuerdo. La charla tornóse airada. Melander, primeramente, se había pronunciado contra la continuidad de la guerra. Según él, bastaba con contemplar los campos exentos ya de fertilidad y la miseria de las gentes a quienes ni iba ni venía el motivo de las contiendas. Recordó que el posadero había mencionado de pasada el reciente recurso de comer carne humana a falta de cualquier otra cosa que llevarse a la boca. El hambre había azotado de tal manera las comarcas agrícolas que los muertos eran desenterrados, los animales perseguidos con furia y voracidad, y, tras probar a llenarse el estómago con nieve y cortezas de árbol, más de uno había matado a su compañero para no morir de inanición. Ya desde hacía tiempo se rumoreaba que, después de las batallas, mientras los soldados se entregaban al saqueo, la gente civil retiraba a los muertos para almacenarlos en sus despensas. 
Y la disputa proseguía hasta que, procedente del establo, alcanzaron a oír un grito. 
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Wrangel, obteniendo por respuesta solamente el silencio—. ¿Dónde se ha metido esa gente? —Se levantó y se acercó a la puerta que conducía al establo. La golpeó con la culata de la pistola. Al cabo de un rato apareció el posadero. 
—¿Qué gritos son ésos? —preguntó Wrangel—. ¿Qué hacéis todos ahí fuera? 
—¡Ah, señorías! —exclamó el posadero con el semblante descompuesto. 
—¿Nos dirás de una vez qué es lo que ocurre? —gritó Wrangel. 
—Ocurre —tartamudeó el aldeano— que, mientras sus señorías se encontraban hablando, ha sucedido algo imprevisto. Hace mucho tiempo que no ocurría nada semejante. Siempre venían soldados y más soldados, incendiando, destruyendo, robando, matando... Cada vez que venían quedábamos menos en el pueblo. Pero hete aquí que ahora hay uno más. La joven de rubios cabellos ha concebido un niño. Ojalá llegara con él la paz. Me permito preguntar humildemente si sus señorías no querrían ver al niño... 
Los tres generales se miraron entre sí. De obedecer el impulso inicial, de seguro hubieran tachado al hombre de majadero e importuno. Se podían ir al diablo él y el niño. Pero en sus rostros sólo había cansancio y tal vez el lejano recuerdo del nacimiento de algún niño entre sus propias familias. Ellos mismos nacieron alguna vez. Y quizá Turenne dedicó algún vuelo de su memoria a la dorada cabellera de la mujer. Acostumbrados a la jerga del soldado, las palabras del posadero habían sonado tan fuera de lugar, con tan insólito tono que, pasada la primera impresión, se sintieron desconcertados ante ellas. Creyeron ver un símbolo en todo esto: un niño naciendo en un paisaje salpicado de muerte. El parto de la época habíase producido tal vez: la danza de la muerte había tocado a su fin y daba paso a la primavera de la vida... Ellos, que constantemente habían ordenado la muerte, bien podrían descubrirse ante la vida. 
El primero en entrar en el establo fue Melander, después lo siguió Wrangel y, por último, Turenne. Allí estaba la mujer, pálidas sus mejillas como la nieve de las montañas y la leche que otrora se ordeñara a diario, dorados sus cabellos como el primer aullido de trompeta de una aurora radiante. Los demás la rodeaban de rodillas. El niño, envuelto en harapos, descansaba entre los brazos de la madre. 
Los tres generales guardaron silencio mientras contemplaban a la mujer y al niño. Luego, Turenne desprendió de su cuello la cadena de oro que ocultaba su manto de Rey Mago y la depositó junto al niño. Melander, quitándose un guante, sacó de su dedo una sortija de rubíes y la colocó junto a la ofrenda de Turenne. Wrangel, por su lado, puso sobre el lecho una bolsa llena de monedas. 
Los jóvenes padres creían asistir a la ejecución de un milagro y el hombre apenas pudo formular unas palabras de agradecimiento. Los tres generales, recobrándose, recuperaron su altanera gesticulación y se miraron como quien ha ejercitado un capricho propio de gentes capaces de permitírselo. Se marcharon precipitadamente, dejando a sus espaldas la estrambótica linterna. Al posadero, que quería acompañarles, le conminaron a quedarse en la casa. Frente a la aldea, en el punto en que antes se reunieran, sin continuar o poner término al tema que los había llevado hasta allí, cada cual musitó una rápida despedida y marchó por su lado. 
En sus corazones, no obstante, había un lugar para la paz. 

Alexander Lernet-Holenia