Blogs que sigo

martes, 22 de mayo de 2018

Museo de Bellas Artes de Sevilla



Oscurecimiento en Nueva York 

¡Qué vuelo! De Buenos Aires a Nueva York. (El avión lleva en los costados un letrero rojo: «Pan American Airways». El año 1943 también debe de llevar en alguna parte su letrero rojo: «Guerra».)  
Al anochecer el gran pájaro buscaba su nido. Y por la mañana volvía a atravesar los vahos del planeta y se iba, sagrado, por el azul serenísimo.  
A la tercera noche le dijeron:  
-Ya llegamos.  
Eduardo se asomó, respetuoso. La ciudad estaba apagada sobre la tierra negra como un cisco de tenues brasas esparcidas.  
Se preparó para descender. Sentía unos ahogos de emoción, de miedo, de extrañeza, de impaciencia...  
¡Nueva York! Otro mundo. Parecía imposible. ¡Todo había sido tan inesperado, tan repentino, tan casual! Una invitación para asistir a una reunión de escritores de la que nunca había oído hablar. Un cable: «venga». Otro: «voy». En un tris. Y, en seguida, el acto de prestidigitación: uno, dos y tres ¡Nueva York! Sólo que no era la luminosa Nueva York de la fama, sino una lucífuga Nueva York de 1943. «War!» «Black-out!»  
El aeropuerto. El viaje en automóvil. El hotel. Ahora, otro vuelo, esta vez en ascensor. En el piso treinta -curioso: un piso por cada año de edad- su cuarto. Escudriñó desde la ventana. ¡Qué raro, qué raro! La ciudad callada y disuelta en sombras, como maldita, como si nadie morase allí, excepto él, el Extranjero. En el cielo, enhiesto como un inmenso espejo, las estrellas parecían sólo reflejos de otro cielo estrellado, reflejos de un cielo austral, distante, muy distante, del que él, Eduardo, ya se sentía nostálgico. ¡El cielo, un espejo! ¡El cielo, de vidrio! Se rió de su ocurrencia, como un chico; y, como un chico, pensó en que a toda esa fragilidad se la podría romper fácilmente. De una pedrada toda la noche estallaría en añicos, caerían a pedazos los falsos luceros y, detrás, se aparecería el gran ojo reventado.  
En el primer momento Eduardo no sospechó nada. Ni siquiera cuando, al acostarse, recibió una carta.  
Tuvo que descifrar esos trazos largos, agudos, vibrantes como la inscripción de un latido: «¡Por fin has llegado! ¿Quieres que nos veamos mañana en el Empire State Building? A las cinco, en la punta. Cecily».  
¿Cecily? ¿Quién podía ser? ¿Y cómo había sabido que él vivía allí?  
Se durmió. Al día siguiente, a las cinco, Eduardo estaba en la punta del Empire State Building.  
No había nadie. Se puso a esperar, a la Cecily de la carta, en el mirador, de codos a los torreones del paisaje.  
«Estoy en la torre más alta del mundo», se dijo. Y en seguida pensó: «Pero podría ser aún más alta. Estos tallos gigantes que se levantan en la humedad seguirán creciendo. El viento los mecerá dulcemente. Se inclinarán unos sobre otros, se rozarán en las puntas...».  
Alguien lo tomó del hombro y lo apartó del pretil. Era una mujer enternecida que se le estaba arrimando y lo besó. Eduardo la apartó con suavidad, asombrado. No era linda, pero la confianza en sí le relumbraba como el halo de una belleza que llevara invisible.  
Ella volvió a abrazarlo, y a taparle los ojos con su pelo, y a apretársele.  
Quizá (esto se le ocurrió de pronto, y se sobresaltó) quizá estuviera loca... Pero su cara, poco a poco, empezó a recordarle... ¿a recordarle qué, a recordarle a quién?  
No le venía el recuerdo.  
Ella, pegada a su oreja, murmuró: -¡Qué alegría, Duende!  
Entonces, al oír que la llamaba «Duende», la imagen que desde hacía unos segundos le estaba temblando en lo oscuro se levantó en una oleada espesa y casi lo tocó. Pero la oleada, intacta, ya bajaba a su pozo con el secreto dentro... Antes que se sumiera para siempre cerró los ojos, se dio vuelta dejando la mujer a su espalda, se apoyó en el barandal, suspendió hasta su respiración, le negó al cuerpo que se distrajera en sus sensaciones, suprimió todo pensamiento y esperó, esperó que en ese vacío se hinchara nuevamente la ola oscura. Y se hinchó, llegó a los bordes y se derramó sin misterios.   
La reconoció. Allá, en Buenos Aires, hacía... ¿cuánto?... ¿trece años?... Solían conversar y hasta salir juntos. Ella lo llamaba "Duende». Ya no se acordaba por qué... Estaba un poquito enamorada de él... Después la había perdido de vista y no supo de ella nunca más. Supuso que se había casado. O muerto. ¡Y ahora venir a encontrársela en Nueva York! Irreal como un acto de comedia. Los rascacielos podrían servir de bambalinas: eran bambalinas de cartón paradas contra el telón plomizo de la tarde. Alguien había escrito un papel que ambos tenían que representar. Como una vieja actriz, la Cecily de Nueva York hacía recordar a una Cecily más joven, la de Buenos Aires.  
¿Qué hacer? ¿Qué decirle?  
Sin volverse recitó desganada:  
-¡Venir a encontrarnos en Nueva York!  
Y la oyó a sus espaldas:  
-Aquí teníamos que encontrarnos.  
¿«Teníamos»? ¿Por qué «teníamos»? Permaneció todavía por unos segundos en el parapeto, columbrando el río, el parque, las colinas. Y extrañado de no oírla se volvió. ¡Había desaparecido! Recorrió rápidamente los cuatro lados de la torre (¡qué redondo estaba el cielo!) la buscó por los salones de dentro. Fue inútil. «¿Dónde se habrá metido?» Bajó a la ciudad, que ya estaba fosca. Se confundió con la muchedumbre y erró por los cauces del laberinto. Había que mirar al frente, siempre al frente, para evitar el empellón. Lo estrujaban, lo restregaban. Paletadas de máquinas de lavar, con chorros de agua jabonosa para adelante, para atrás, para adelante, para atrás; y él, Eduardo, en medio del vaivén de la espuma -cada cara, una burbuja- como un trapo sucio. Bultos de soldados, de marineros, de aviadores abrazados a muchachas se le venían encima, se abrían a sus costados, se juntaban a su espalda y se escabullían cantando. Qué gente diferente. Enérgicos, de rápidas descargas (negros y rubios: carbones y alambres de cobre de una pila eléctrica). Ni siquiera les entendía la lengua. ¿Qué dijo esa señora al niño-de-la-cara-asustada que llevaba en brazos, después de echar una ojeada sobre él, Eduardo? Acaso: «No te asustes: ese señor que va ahí es un muerto. No existe de verdad». Y Eduardo seguía adelante, murmurando «I'm sorry», «Excuse me», «Pardon me», en un tímido deseo de existir.  
De improviso, en el cruce de Broadway y la calle 42, tuvo la impresión de que ya no estaba solo, de que en el brazo izquierdo llevaba pegado el insistente roce de una persona. Se dio vuelta ¡y vio a Cecily! que lo acompañaba, ¡quién sabe desde cuándo!, con el aire calmoso de haber estado siempre a su lado.  
-¡Hola! -dijo Eduardo, sorprendido como por un pálido relámpago.  
Y ella desapareció como un pálido relámpago. Se detuvo. Trató de mirar por encima de las cabezas... Todo estaba oscuro y aquella gente lo atropellaba, lo arrojaba de un lado a otro. Tuvo que seguir caminando, solo otra vez, solo y preocupado.  
Regresó al hotel. Esa misma noche (serían las doce) sonó el teléfono y al atender reconoció la voz de Cecily, que se movió en el aire, amorosa, ancha, como si avanzara queriendo acariciarlo, y dijo:  
-Te necesito, Duende. Te estoy esperando, sola, ahora mismo.  
Y le dio una dirección: un callejón bohemio en Mac Dougal Street.  
Ningún deseo, ninguna curiosidad. Al contrario: más bien ganas de huirle. Pero tuvo que salir al viento helado, cruzó la ciudad, llegó a Greenwich Village, encontró el callejón y la casa. Un timbrazo. (En alguna habitación estaban estrangulando el gañote de un violín, y chillaba.)  
Se abrió la puerta y al entrar vio a Cecily,  sonriente. El kimono rojo le llameaba bajo una luz fluorescente.  
Se miraron, de pie, uno frente a otro, sin decirse nada. Y al rato ella, siempre sonriente, se desciñó la seda, la dejó resbalar y quedó lisa, blanca.  
Eduardo retrocedió, desagradado por su desnudez. Desnudez sin vida, desnudez artificial; falsa piel pintada sobre las formas de una mujer invisible que estaba debajo, escondida, condenada a no existir. Y los ojos, celestes y tan desleídos como la fluorescencia de aquella luz, también le parecieron ojos mentidos. Si la frotara con una esponja empapada en lavanda la desnudez se borraría en el aire y, en esa habitación ajena, quedarían solos él y el olor a lavanda.  
Cecily levantó mimosamente un hombro y se insinuó, ladeada, hacia él.  
Nada. A Eduardo no se le despertó nada. Ni una sensación de placer, ni el menor alboroto de la sangre, ni siquiera la anticipación de lo que podría hacer con esa mujer. Nada. Todas sus glándulas, en huelga; todas sus cavernas, deshabitadas. Insensible. Como quien se deja olvidado el paraguas en una estación, el se había dejado olvidado el sexo, en alguna parte, allá, bajo la Cruz del Sur. (Él, nada menos que él, Eduardo, resultaba un inerte, sin iniciativa? ¿Él, un frígido? «¿Qué es esto? ¿qué es esto?» Ah, quizá el cuerpo de Cecily no hablaba a su propio cuerpo simplemente porque ninguno de los dos existía. Se sintió sin carne, fláccido, disgregado en opio turbio, espectral como Cecily, tenue como la hebra de un sueño que alguien estuviera soñando. «Dios, Dios mío», sollozó asustado.  
Y se lanzó a la puerta, huyó hacia el callejón, que ahora se le enroscó al cuerpo; y cuerpo y casas y pavimento y madrugada se estremecieron como la nervadura de un único tegumento. «Dios mío, Dios mío», sollozó otra vez. Y se abrazó, ebrio, al poste de la esquina.  
Alzó la cara. Los rascacielos se apartaron y allá, al terminar, dejaron mucho espacio libre entre sus cabezas. En esa abertura de arriba grandes pájaros negros se apretaban unos a otros y lo observaban burlonamente; y por los huecos de sus plumas vio la piel de la noche, fina como un párpado, redonda como la de una mujer dormida. «¿Existo, Dios mío?», balbuceó. ¡Todo estaba tan muerto, tan sin nacer! Y ese frío que lo hacía tiritar, ¿de qué exteriores vendría?  
Aterido, cansado, muriéndose, llegó al hotel y se tumbó sobre la cama. Y oyó como una voz, al punto que se le desfallecían los sentidos:  
-Mañana, al mediodía, en la Estatua de la Libertad. Despertó alarmado, sin saber por qué. «¿A qué tanto sobresalto?, ¿dónde tengo que ir?» Y recordó la voz de Cecily. «¡Al demonio con Cecily!» Se acostó de nuevo. Quiso despreocuparse, quiso dormir, pero sintió que Cecily lo estaba llamando desde lejos. «No iré, no iré.» Se sentó en el borde de la cama, con los pies sobre la alfombra. «Vamos a ver: ¿qué es lo que me ocurre? No quiero ir, pero...»  
No era la fascinación que arranca al sonámbulo de la cama y hace que sus pasos se entretejan por las azoteas con los rayos de la luna. No era la tiesa docilidad del hipnotizado. Ya no existía, eso era todo. Ahora era un pensamiento dentro de una cabeza ajena.  ¿Y la realidad que le resistía? ¿Y esas infinitas puertas giratorias que debía empujar cada vez que pasaba de un minuto a otro? ¡Ah, el demiurgo que lo estaba soñando a él también soñaba la resistencia de esos molinetes! Soñaba la contingencia y la necesidad. Su angustia, su frío, su desvelo, todo estaba soñado. «¿Quién me sueña? ¿Cecily?» Sí, Cecily. Pero no la Cecily de la carta, del Empire State Building, de la llamada telefónica, del callejón en Greenwich Village. No, no. Esa Cecily también estaba soñada: La Cecily que él había visto era un simulacro, un ente vano y falaz. No. Quien lo estaba soñando a él era otra Cecily, real, exterior, poderosa. Había dos Cecily: la quimérica y la verdadera. La verdadera debía de ser aquella que se enamoró de él, en Buenos Aires, trece años atrás; quizá se mudó a los Estados Unidos; un buen día leería en el New York Times la noticia de la reunión de escritores y de su llegada; esa noche se acostó y, al soñar, lo absorbió en su sueño. Él había aterrizado dentro del sueño de Cecily. Y la verdadera Cecily, al soñarse a sí misma, hacía andar, por el fuero de su propio ensueño, una «doble», que era la Cecily que él, también internado en el mismo sueño, había visto. Él y ella, dos invenciones de la misma estofa, mirándose de hito en hito.  
«¿Qué es lo que ocurre? No quiero ir, pero...»  
Cedió al reclamo de ese poder. Se puso de pie y salió hacia el puerto, hacia el océano, donde Cecily lo estaba soñando.  
Descarnado como una idea, como un número, se sintió él mientras la lancha navegaba hacia la Estatua de la Libertad, que ya se veía a lo lejos: erguido bulto en la bruma. Y a medida que se acercaba fue esculpiendo en las colinas del mar las formas de la mujer y de su antorcha hasta que apareció nítida. Porte de diosa, noble semblante, honrados brazos...  
Desembarcó en el islote. Repentino encogimiento: ¡un insecto al pie de una lámpara! Y siempre con los ojos clavados en la testa solemne de la Estatua se acercó a su pedestal. ¡Toda la Estatua era hueca! Entró por un portal. Empezó a subir.  
Escalerillas, escalerillas, escalerillas... Caracola vacía, con colgajos de telarañas. Terminaba una y se aparecía otra. La pesadilla ascendía en espiral, por el envés oxidado. Las ondas en bronce del manto, las gruesas salientes de cada arruga, los remaches, el interior del brazo: ¡qué de escondrijos para los murciélagos! Y siguió trepándose por el fino encaje de hierros, que daba vueltas y vueltas por las entrañas vacías, cada vez más alto, ahora en su torso, después en los hombros y ¡por fin! en la oronda cabeza. Y más alto todavía, a la diadema ceñida a su frente, diadema que, vista desde afuera, era de diamantes pero que, desde adentro, era un ventanaje de vidrios por donde se puso a mirar el triste mediodía, velado como la pupila de un moribundo que ya no ve el sol. No pudo divisar Nueva York, aunque adivinaba su latido: sólo veía el gris del mar y el gris de la neblina.  
Oyó una voz:  
-¡Duende!  
Una voz que retumbó en la campana de aire.  
Bajó unos escalones: desde uno de los pliegues de la armadura se deslizaba Cecily y, como una acróbata, empezó a cruzar travesaños de hierro sobre el abismo.  
-Oye -gritó Eduardo desde la escalera-. Es preciso terminar esto de una vez. Ya basta. ¿Soy acaso un gigoló de fantasmas?  
La cara de Cecily estaba casi transparente, con los ojos desaparecidos. Eduardo temió que ella fuese a desbarrancarse por el precipicio de metal. Suavizó el tono:  
-¿No comprendes que todo esto es absurdo? Eres..., (se calló). Mientras tú y yo estamos encerrados en esta cacerola, Cecily, la verdadera Cecily, la marmota, está tendida en su cuarto, a solas, imaginándose ahora esta escena, imaginándose que ella eres tú, imaginándose que yo he de besarte. Pero no te besaré, no te besaré.  
Dejó al engendro de Cecily allá arriba y escapó. Saltó a la lancha. La lancha viró. La lancha volvía ya a la ciudad.  
Ahora se entreabría la niebla y caían copos de nieve. Se esfumaban en comba las lejanías. Y navegó como una boya dentro de la boya mayor de la nieve, flotante en la esfera del aire.  
Al llegar, Nueva York crecía blanca y blandamente. Caminó sobre la nieve intacta hiriendo la inocencia del suelo y dejándolo todo llagado. Comprendió que esa luz blanca era el amanecer, que se estaba infiltrando de alguna parte por las pestañas de Cecily, la verdadera; y que él, y toda la isla de Nueva York habían empezado a desvanecerse. Cecily, ¡amo odiado!, estaba despertándose, sus párpados empezaban a despegarse.  
Eduardo tendió al cielo sus palmas, su boca en llanto, y se ofreció como un hoyo del camino a la nevada. El ámbito se llenó de nieve espesa. Todo se fundió en puro claror. Él, la nieve... No quedó ni un perfil, ni una sombra gris, en esa violenta lumbrarada final de los ojos recién abiertos.  

Enrique Anderson Imbert