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viernes, 18 de mayo de 2018

Museo Revello de Toro


Una tristeza común y corriente

Hoy me acerco a encender la radio con una sensación de vergüenza. La radio es la amiga que siempre tengo abandonada; la amiga a la que sólo llamo cuando mi vida se torna triste y desesperada. Siempre vuelvo a ella con un sentimiento de culpa, pero la radio siempre me está esperando. Siempre está dispuesta a aceptar mi regreso. 
Cuando empecé a vivir sola, al igual que tantos otros, escuchaba la radio todos los días. Por las mañanas, cuando me despertaba y, de nuevo, por las noches, cuando llegaba de trabajar. Mientras soportaba el agobio del primer verano que pasé en Nueva York, los únicos sonidos que podía tolerar eran los de la radio. 
Y cuando fracasó mi primera relación y me encontré hundida en la miseria, sola en un apartamento, recurrí otra vez a la radio. El gusto a yuca que freí por primera vez en aquella cocina minúscula, el olor a humo que impregnaba las cortinas y el del jabón de aceite Murphy, las entrevistas, los informativos, el largo recitado de la lista de las emisoras asociadas en el condado de Berkshire, todo eso está unido entre sí y unido a mí, conformando el sabor, el olor, el aire irrespirable de aquella soledad. 
Después de todo, la radio está hecha para los solitarios, los desplazados o los que viven en sitios alejados. A diferencia de la televisión -que te obliga con terquedad a mirar en una sola dirección, que exige la presencia de todo tu maltrecho cuerpo-, la radio está en todas partes. Las personas solas necesitan la radio porque sólo ella puede llenar los enormes espacios vacíos que albergan hasta los apartamentos más diminutos. No se enfada cuando nos distraemos, sino que tiene el tacto de comenzar en el momento en que la encendemos. 
Su sonido es nuestro ángel de la guarda: omnipresente pero modesto y sencillo. Mientras hacemos nuestras cosas, la radio nos sigue pacientemente. Su insistencia calma nuestras soledades más imprevistas y punzantes, suaviza las distancias entre nuestras almas y las siempre inalcanzables paredes. 
En ese sentido la radio es comprensiva, y las personas solitarias están necesitadas de comprensión. 
La primavera pasada fue como si mi vida entera me abandonara: me quedé sin un empleo que necesitaba desesperadamente y se acabó mi relación amorosa. Alquilé el primer apartamento que encontré, un lugar minúsculo y deprimente. No tenía fuerzas ni paciencia para buscar otro. Cambié de olores. Escuché la radio. Y las palabras empezaron a visitarme sin previo aviso. 
Mientras me estremecía en la urgencia de lo posible, mis comodidades y mi rutina me abandonaron. Empecé a notar el aire que me rodeaba. Aquel aire me conocía, tenía el calor de mi propia voz. Una vez a cubierto, me quedé quieta. Recogí palabras sencillas y luminosas del frío que me atenazaba las tripas. Vinieron nadando hasta mí y se metieron solas en mi red. 
Viví así durante meses, evitando hacer amistades nuevas, abandonando a los pocos amigos que habían sobrevivido a mi relación anterior. Pospuse la búsqueda de trabajo y preferí subsistir a base de café, de tostadas y del sol que se atrevía a colarse a través de mis sucias ventanas. Fueron días de indulgencia e indefensión. Pero tenía que buscar trabajo, recuperar las viejas amistades y entablar otras nuevas. Porque la cosecha iría menguando. 
Aunque todas las noches me dormía agotada de tanto llorar, aquellos momentos fueron los más intensos y dulces de mi vida. Continuamente destilaba mi tiempo libre y me alimentaba de él. Todos los días afianzaba mi codicia por tener más y más tiempo para mí, y sólo la radio estaba invitada. 
Así, en esa soledad, me fortalecí. Pero, poco a poco, el sentido práctico de la vida acabó con mi tregua. Me mudé a vivir con una amiga. Empecé a trabajar. Me enamoré. 
Enamorarse es como ir quedando arrinconado mientras retrocedes pintando el suelo a tu alrededor. Encantados con el color que hemos desplegado a nuestros pies, nos olvidamos de la libertad que, poco a poco, va disminuyendo a nuestras espaldas. Como consecuencia del abandono, mi río empezó a correr más lento, mi pesca empezó a menguar. Dejé de escuchar la radio. Otra vez volví a ocupar o a malgastar el tiempo en que estaba sola, en lugar de aprovecharlo para crecer. 
Y ahora -cuando parecía que me había recuperado- las cosas están a punto de hacerse añicos otra vez. Otro amor que se aleja, otra vez buscar un apartamento para mí sola. Siento cómo se tensa el aire y las paredes se alejan de mi cuerpo. 
Temblando, nerviosa, enciendo la radio por primera vez en muchos meses. Paul Auster esta leyendo un relato sobre una niña que ha perdido a su padre y que arrastra un árbol de Navidad por las calles de Brooklyn a medianoche. Nos pide que le enviemos nuestras historias. 
Hay ciertas condiciones: tienen que ser cortas y tienen que ser verídicas. 
Pero yo no tengo muertes ni viajes dignos de ser contados. No tengo golpes de suerte espectaculares ni tragedias increíbles. Sólo tengo una tristeza común y corriente. Peor aún, llevo semanas sin poder escribir nada y lo único que ocupa mi mente son las partidas inminentes, los cambios inminentes. 
Entonces me doy cuenta: éste es el momento en que la soledad me tiende su mano amiga. La radio me está invitando a que vuelva. Que vuelva a las habitaciones que llenará con su voz envuelta en la más tibia franela, que vuelva a la cálida luz de un tiempo a solas. 
He reconocido su invitación al escribir estas líneas. Ésta es mi historia, que concluye con el punto culminante del presente. 
A veces puede llegar a ser una suerte que nos abandonen. Mientras nos recuperamos de nuestra pérdida, podemos volver a estar con nosotros mismos. 

Ameni Rozsa