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jueves, 12 de abril de 2018

Musée Paul-Dupuy


Los estafadores

Siempre existió en París una clase de individuos, ex­tendida por todo el mundo, cuyo único oficio es el de vi­vir a costa de los demás: no hay nada tan habilidoso como las múltiples maniobras de estos intrigantes, no hay nada que no inventen, nada que no tramen para atraer, de una manera o de otra, a la víctima a sus malditas redes; mien­tras que el grueso de su ejército trabaja en la ciudad, unos destacamentos revolotean por sus alrededores, se despa­rraman por los campos y viajan sobre todo en los trans­portes públicos; una vez expuesta esta triste situación de forma inamovible, volvemos a la inexperta joven a la que pronto lloraremos cuando la veamos en tan perversas ma­nos. Rosette de Flarville, hija de un buen burgués de Ruan, a fuerza de súplicas acababa al fin de obtener el permiso de su padre para ir a pasar el carnaval en París a casa de un tal señor Mathieu, tío suyo, rico usurero que vivía en la calle Quincampoix. Rosette, aunque un poco lerda, te­nía no obstante dieciocho años cumplidos, una figura en­cantadora, era rubia, con grandes ojos azules, una piel res­plandeciente y su seno, bajo una leve gasa, anunciaba a todo buen conocedor que lo que la muchacha guardaba a cubierto valía por lo menos tanto como lo que se podía ver… La separación no se efectuó sin lágrimas: era la pri­mera noche que el amoroso papá se separaba de su hija; ella era sensata, ya estaba en condiciones de saber com­portarse, iba a casa de un bondadoso pariente y en Pascua tenía que regresar; todo esto era motivo de consuelo, pero Rosette era muy bonita, Rosette era muy confiada y marchaba a una ciudad peligrosísima para el sexo débil de provincias que arriba a ella inocente y lleno de virtud. No obstante, la bella parte, provista de todo lo que se nece­sita para brillar en París dentro de su reducida esfera y con alhajas y regalos más que suficientes para el tío Mathieu y para las primas, sus hijas; Rosette es reco­mendada al cochero, su padre la abraza, el cochero fusti­ga los caballos y todos lloran, pero el cariño de los hijos tendría que ser tan tierno como el de los padres; la natu­raleza consiente que los primeros encuentren en los pla­ceres a los que se entregan la distracción necesaria para alejarse involuntariamente de los autores de sus días y para que en sus corazones se vayan enfriando los senti­mientos de ternura, más puros y ardientes y de una sin­ceridad totalmente distinta en el alma de los padres y de las madres que, casi rozando esa fatal indiferencia que les vuelve insensibles a los antiguos placeres de su juventud, hace, por decirlo así, que ya no se interesen más que por esos sagrados seres que les dan nueva vida.
Rosette confirmó la ley general, sus lágrimas se seca­ron en seguida y sin pensar ya más que en el placer que experimentaba al ir a visitar París, no tardó en hacer amis­tad con gentes que iban allí y que parecían conocerlo me­jor que ella. Su primera pregunta fue para enterarse de dónde estaba la calle Quicampoix.
-Ese es mi barrio, señorita -le contesta un tipo de fuerte complexión, que tanto por una especie de unifor­me que vestía como por su seguridad al hablar llevaba la voz cantante dentro del traqueteante grupo.
-¿Cómo, señor, sois de la calle Quicampoix?
-Vivo en ella desde hace más de veinte años.
-Oh, si es así, entonces conoceréis bien a mi tío Mathieu.
-¿El señor Mathieu es vuestro tío, señorita?
-Sin duda, caballero, yo soy su sobrina; voy a verle, a pasar el invierno con él y con mis dos primas, Adelaida y Sofía, a las que también debéis conocer sin duda alguna.
-¡Oh! ¿Que si las conozco, señorita? ¿Y cómo no iba yo a conocer al señor Mathieu que es mi vecino más pró­ximo y a las señoritas, sus hijas, de una de las cuales, en­tre paréntesis, estoy enamorado desde hace más de cin­co años?
-¿Estáis enamorado de una de mis primas? Apuesto a que es de Sofía.
-Pues no, de Adelaida, para ser sincero, una figura adorable.
-Es lo que se dice en todo Ruan, pues yo, por mi par­te, no las he visto nunca; es la primera vez en mi vida que voy a la capital.
-Ah, entonces no conocéis a vuestras primas ni tam­poco, señorita, al señor Mathieu, sin duda.
-Pues no, fíjese; el señor Mathieu abandonó Ruan el año en que mi madre me dio a luz y no ha vuelto jamás.
-Es un hombre excelente sin ninguna duda y estará encantado de recibiros.
-Tiene una casa bonita, ¿verdad?
-Sí, pero alquila una parte, él ocupa solamente el pri­mer piso.
-Y la planta baja.
-Por supuesto, y también alguna otra habitación arri­ba, por lo que tengo entendido.
-¡Oh!, es un hombre riquísimo, pero yo no le haré pa­recer menos; mirad, aquí tengo estos relucientes cien lui­ses dobles que mi padre me ha dado para que me vista a la moda, con el fin de que mis primas no se avergüencen de mí y estos hermosos regalos que les llevo; mirad, es­tos pendientes por lo menos valen cien luises, pues bien, son para Adelaida, para vuestra amada; y este collar que, como mínimo, cuesta otro tanto, es para Sofía; y esto no es todo, mirad esta caja de oro con el retrato de mi ma­dre, ayer sin ir más lejos nos la tasaron en más de cin­cuenta luises, pues es para mi tío Mathieu, es un regalo que le hace mi padre. Oh, estoy segura de que en ropa, en oro y en joyas, llevo encima más de quinientos luises.
-No os hacía falta todo eso para ser bien recibida por vuestro señor tío, señorita -dice el pillo, mirando con el rabillo del ojo a la bella y a sus luises-. Seguramente hará mas caso del placer de veros que de todas esas pam­plinas.
Bueno, no importa, no importa; mi padre es un hom­bre que hace bien las cosas y no quiere que se nos des­precie por vivir en provincias.
-Verdaderamente, señorita, se está tan a gusto en vuestra compañía que desearía que no os fueseis nunca ya de París y que el señor Mathieu os diera a su hijo en matrimonio.
-¿Su hijo? Si no tiene ninguno.
-Su sobrino, quería decir, ese estupendo muchacho…
-¿Quién? ¿Carlos?
-Carlos, exacto, pues claro, el mejor de mis amigos.
-Pero, ¿cómo, también conocisteis a Carlos, caba­llero?
-¿Que si le conocí, señorita? Más aún, le sigo cono­ciendo y hago el viaje a París única y exclusivamente para verle.
-Os equivocáis, caballero, ha muerto; yo estaba pro­metida a él desde su infancia, no le conocía, pero me ha­bían dicho que era encantador; la manía del servicio se apoderó de él, se fue a la guerra y le mataron.
Bien, señorita, veo perfectamente que mis deseos van a cumplirse; podéis estar segura de que quieren daros una sorpresa: Carlos no está muerto, eso creían, hace seis me­ses que regresó y me escribió diciéndome que iba a ca­sarse; y para colmo os envían a París, no lo dudéis, seño­rita, es una sorpresa, dentro de cuatro días seréis la mujer de Carlos y lo que lleváis no son sino regalos de boda.
-Realmente, caballero, vuestras conjeturas están lle­nas de verosimilitud; sumando lo que me decís a ciertos propósitos de mi padre que ahora recuerdo, me doy cuen­ta de que nada es tan probable como lo que acabáis de señalar… Así, pues, yo me casaré en París. Seré una dama de París, oh, señor, ¡qué dicha! Pero si es así, al menos tenéis que casaros con Adelaida; haré que mi prima se decida y seremos una doble pareja.
Tal era durante el viaje la conversación de la dulce y bondadosa Rosette con el bribón que la sondeaba, pro­metiéndose de antemano sacar partida de la inexperta jo­ven que se le entregaba con tanta ingenuidad. ¡Qué cap­tura para la banda de libertinos, quinientos luises y una hermosa muchacha! Que se diga cuál de los sentidos no es halagado por hallazgo semejante. Cuando se están acercando a Pontoise:
-Señorita -dice el estafador-, se me acaba de ocu­rrir una idea: voy a alquilar unos caballos de posta para llegar antes a casa de vuestro tío y anunciaros a él; todos acudirán a vuestro encuentro, estoy seguro, y así, por lo menos no estaréis sola al llegar a esa gran ciudad.
El plan es aceptado, el galanteador monta a caballo y se da prisa en ir a prevenir a los actores de su comedia; cuando les ha dado instrucciones y les ha puesto a todos sobre aviso, dos coches conducen a la presunta familia a Saint-Denis; bajan a la hostería, el embaucador se en­carga de las presentaciones, Rosette encuentra allí al se­ñor Mathieu, al gran Carlos, que regresa del ejército y a las dos encantadoras primas; se besan, la normanda les entrega sus cartas, el buen Mathieu derrama lágrimas de felicidad al enterarse de que su hermano está bien de sa­lud y no esperan a llegar a París para repartir los rega­los; Rosette, que tiene demasiada prisa por que valoren la magnificencia de su padre, se pone en seguida a pro­digarla; más abrazos, más agradecimientos y todo sigue su curso hacia el cuartel general de los estafadores, que es presentado a la bella como si se tratara de la calle Quincampoix. Llegan a una basa de bastante buen as­pecto, acomodan a la señorita de Flarville, trasportan su baúl a una habitación y sin más preámbulos se sientan a la mesa; en ella tienen buen cuidado de hacer beber a la invitada hasta que se le trastorna la cabeza; acostumbra­da a no beber más que sidra, la convencen de que el vino de la Champagne es el jugo de las manzanas de París; la dócil Rosette hace todo cuanto quieren y al fin pierde el conocimiento; cuando es ya incapaz de defensa alguna, la dejan desnuda como la palma de la mano, y cerciora­dos nuestros bribones de que ya no le queda ninguna otra cosa sobre el cuerpo más que los atractivos que le pro­digó la naturaleza, deciden no dejárselos tampoco sin ha­berlos mancillado y se lo pasan en grande con ella du­rante toda la noche; al fin, contentos de haber obtenido de la pobre muchacha todo lo que podían sacar, satisfe­chos de haberle arrebatado su honor, su conocimiento y su dinero, la cubren con unos harapos y la abandonan, antes de que amanezca, en lo alto de la escalinata de San Roque. La infortunada abre los ojos en el preciso ins­tante en que el sol empieza a brillar y, espantada por el lamentable estado en que se encuentra, se toca, se hace preguntas y se interroga a sí misma sobre si está muerta o si sigue con vida; los chiquillos la rodean y durante un buen rato les sirve de juguete, les ruega que la lleven a casa de un comisario donde cuenta su triste historia, su­plica que escriban a su padre y que mientras le espera, le den asilo en alguna parte; el comisario ve tanto candor y honradez en las respuestas de la desventurada criatura que la acoge en su propia casa; el buen burgués normando llega por fin y después de derramar ambos infinitas lá­grimas, lleva a casa a su querida hija, la cual, según di­cen, no mostró en toda su vida el menor deseo de volver a ver la civilizada capital de Francia.
Lector, «alegría, saludo y salud», decían antaño nues­tros antepasados cuando acababan su cuento. ¿Por qué habríamos de temer imitar su cortesía y franqueza? Así, pues, diré como ellos: «Lector, adiós, riqueza y placer; si mis habladurías te han proporcionado todo esto, pon­me en un agradable rincón de tu gabinete; si te he abu­rrido, recibe mis excusas y arrójame al fuego.»

Marqués de Sade