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miércoles, 4 de abril de 2018

Librería Follas Novas


El señor de las dinamos

El principal servidor de las tres Dínamos que zumbaban y traqueteaban en Camberwell y que hacían funcionar el tendido eléctrico del ferrocarril procedía de Yorkshire y se llamaba James Holroyd. Era un buen electricista aunque aficionado al whisky, un bruto, pesado y pelirrojo con dientes irregulares. Dudaba de la existencia de Dios pero aceptaba el ciclo de Carnot y había leído a Shakespeare, al que encontraba flojo en química Su ayudante procedía del misterioso Oriente, su nombre era Azuma-zi. Holroyd, sin embargo, le llamaba Pooh-bah. Le gustaba tener un ayudante negro, pues podía aguantar los puntapiés —hábito de Holroyd— y no fisgoneaba en la maquinaria ni intentaba conocer su funcionamiento. Holroyd nunca llegó a darse cuenta del todo de que ciertas raras posibilidades de la mente del negro se pondrían en abrupto contacto con la cumbre de nuestra civilización, si bien al final tuvo ciertos indicios de ello.
Definir a Azuma-zi está fuera del alcance de la etnología. Era tal vez más negroide que otra cosa, si bien su pelo era ensortijado más que rizado y su nariz tenía un puente. Además, su piel era marrón más que negra y el blanco de sus ojos era amarillo. Sus anchos pómulos y la barbilla estrecha daban a su rostro un aspecto viperino. Su cabeza, ancha también por detrás y baja y estrecha por la frente, como si su cerebro hubiese evolucionado en el sentido contrario al de los blancos. Era de pequeña estatura, más bajo incluso que los ingleses. Durante la conversación profería numerosos sonidos raros de significado desconocido y sus palabras, infrecuentes, eran rebuscadas y retorcidas como escudos nobiliarios Holroyd intentaba elucidar sus creencias religiosas y —especialmente después del whisky— le sermoneaba en contra de la superstición y de los misioneros. Sin embargo, y aunque se le golpease por ello, Azuma-zi esquivaba discutir de sus dioses.
Azuma-zi había llegado a Londres, mal vestido de blanco, desde el cuarto de máquinas del Lord Clive, desde los Straits Settlements o de más lejos aún. Desde joven que había oído de la grandeza y la riqueza de Londres, donde las mujeres eran blancas y hermosas y donde incluso los mendigos de las calles eran todos blancos; y había llegado, con monedas de oro recién ganadas en sus bolsillos, a adorar en el santuario de la civilización. El día en que desembarcó era sombrío; el cielo estaba oscuro y el viento y una llovizna molestos penetraban en las calles grises. Él, sin embargo, se precipitó audazmente en los placeres de Shadwell y fue echado, destrozada su salud, civilizado en cuanto a su vestimenta, empobrecido y, salvo para las necesidades más primarias, se había vuelto tan estúpido como para trabajar para James Holroyd y ser utilizado por él para realizar trabajos rutinarios en la nave de Dínamos de Camberwell. Y para James Holroyd tiranizar era una tarea muy grata.
En Camberwell había tres Dínamos con sus motores. Las dos que estaban allí desde el principio eran máquinas pequeñas; la mayor era también la más nueva. Las máquinas pequeñas hadan un ruido razonable; sus correas zumbaban sobre los tambores, de vez en cuando las escobillas estallaban y silbaban, y el aire se agitaba continuamente, ¡un!, ¡un!, ¡uh!, entre sus polos. Una llevaba los cimientos sueltos y hacía vibrar la nave. Pero la Dínamo grande ahogaba todos estos pequeños ruidos con el resonar continuo de su corazón de hierro que de algún modo formaba parte de la zumbante carpintería de hierro. El lugar invitaba a que la cabeza de los visitantes diese vueltas con el trop, trop, trop, de los motores, la rotación de las grandes ruedas, el giro de las válvulas esféricas, las salpicaduras ocasionales del vapor y, sobre todo, el sonido profundo, incesante y agitado de la Dínamo grande. Este sonido constituía, desde el punto de vista técnico, un defecto, pero Azuma-zi lo consideraba parte del poder y el orgullo del monstruo.
Si fuese posible, desearíamos tener los sonidos de esta nave siempre sobre el lector durante su lectura, nos agradarla narrar toda esta historia con un acompañamiento semejante. Era una comente constante de estruendo en la que el oído extraía primero una hebra y luego otra; el intermitente bufido, jadeo y furia de los motores de vapor, la succión y el golpeteo de sus pistones, el triste sonido en el aire al pasar los radios de las grandes ruedas que giraban, una nota que las correas de cuero daban cuando corrían más prietas o más sueltas y un inquieto tumulto de las Dínamos; y sobre todo, a veces inaudible como si la oreja se hubiera ya cansado de él, pero progresando de nuevo por encima de los sentidos, el sonido de trombón de la máquina grande. El suelo no se sentía nunca firme y silencioso debajo de los pies, sino tembloroso y vibrante Era un lugar desconcertante e inestable y suficiente para sacudir el pensamiento de cualquiera hacia un raro zigzag. Durante tres meses, mientras avanzaba la gran huelga de los mecánicos, Holroyd, convertido en esquirol, y Azuma-zi, que era un simple negro, no salieron nunca de su cárcel y remolino, aunque dormían y comían en la pequeña choza de madera situada entre el cobertizo y las puertas.
Holroyd pronunciaba un discurso teológico sobre el texto de su gran máquina tan pronto como Azuma-zi venía. Tenía que gritar para que se le escuchara en medio de todo aquel estruendo.
—Mira esto —decía Holroyd—; ¿dónde está tu ídolo para compararlo?
Azuma-zi miraba. Por un instante no se oía a Holroyd, pero en seguida Azuma-zi volvía a oír:
—Mata a un centenar de hombres. Un doce por ciento —decía Holroyd—, y esto es algo parecido a un Gord.
Holroyd se sentía orgulloso de su gran Dínamo, y se deshacía en alabanzas sobre su tamaño y poder ante Azuma-zi; sólo el cielo sabe qué raras ideas le rondaban y qué bullía en el interior de aquella ensortijada cabeza negra. Quería explicar de la forma más gráfica posible la docena, o casi, de maneras en que podía matar a un hombre, y en cierta ocasión dio un susto a Azuma-zi como muestra de su talento. Después de esto, en los intermedios de su trabajo —era una tarea pesada, no sólo era la suya propia, sino también en gran parte la de Holroyd— Azuma-zi se sentaba a contemplar la gran máquina. De vez en cuando las escobillas chisporroteaban y lanzaban destellos azules, que hacían blasfemar a Holroyd, pero todo lo demás era tan suave y rítmico como la respiración. La correa se deslizaba rechinando sobre el eje y por detrás del que vigilaba se oía el ruido sordo del pistón. Así transcurría todo el día en la enorme nave, con él y con Holroyd; no prisionera o esclavizada para impulsar a un barco como estaban otras máquinas que él conocía, meros diablos cautivos del Salomón británico. A esas dos Dínamos mas pequeñas Azuma-zi las despreciaba por la fuerza del contraste; a la más grande la había bautizado privadamente como el Señor de las Dínamos. Aquéllas eran displicentes e irregulares, pero la gran Dínamo era constante. ¡Qué grande era! ¡Con qué serenidad y facilidad funcionaba! Más grande y tranquila incluso que el Buda que vio en Rangún, y sin embargo no inmóvil sino viviente. Las grandes bobinas negras giraban, giraban, giraban, los anillos iban por debajo de las escobillas y la nota profunda de su bobina estabilizaba el conjunto. Todo esto afectaba a Azuma-zi de una forma harto extraña.
Azuma-zi no era aficionado al trabajo. Se sentaba y miraba al Señor de las Dínamos mientras Holroyd salía a convencer al portero para que fuera a por whisky, aunque su lugar no estaba en la nave de las Dínamos sino detrás de las máquinas; además, si Holroyd le encontraba escondido le golpeaba con una gruesa vara de cobre. Iba y se quedaba de pie cerca del coloso, mirando la gran correa de cuero que pasaba por encima de su cabeza. Había un parche negro en la correa y entre todo aquel ruido le gustaba mirar cómo pasaba una y otra vez. Extrañas ideas le bullían a su paso. Los científicos nos dicen que los salvajes atribuyen alma a las rocas y a los árboles, y una máquina tiene mil veces más vida que una roca o un árbol Y Azuma-zi era prácticamente un salvaje; el barniz de civilización no era mas grueso que su ropa, sus cardenales o el tizne de carbón que cubría su rostro y sus manos. Su padre, antes que él, había adorado a un meteorito; puede ser qué sangre afín haya salpicado las anchas ruedas de Juggernaut. Aprovechaba todas las oportunidades que Holroyd le daba para tocar y manejar la gran Dínamo que le fascinaba. La limpiaba y pulía hasta que las partes metálicas relucían al sol. Experimentaba un misterioso sentido de servicio al hacerlo. Los dioses que él había adorado estaban lejos y los habitantes de Londres ocultaban a sus dioses.
Poco a poco, sus tenues sentimientos se fueron haciendo mas claros y tomaron forma de ideas, y al final de actos. Al entrar una mañana en la bulliciosa nave, hizo una reverencia al Señor de las Dínamos y mas tarde, cuando Holroyd se hubo ido, se dirigió a la máquina atronadora y le susurró que él era su sirviente, rogándole que tuviera piedad de él y le salvara de Holroyd Al hacerlo, un extraño destello de luz penetró a través del arco abierto de la nave, y el Señor de las Dínamos, girando y tronando, quedó radiante bañado en oro pálido, Azuma-zi supo entonces que su Señor aceptaba su servicio. Después de eso ya no se sintió tan abandonado, porque, en efecto, se sentía muy solo en Londres. Incluso una vez terminada su jornada laboral se quedaba, lo que era raro, ganduleando por la nave.
La siguiente vez que Holroyd le maltrató, Azuma-zi se acercó al Señor de las Dínamos y le susurró:
—¡Mira, oh mi Señor! —y el zumbido amenazador de la maquinaria pareció contestarle. Después, cada vez que Holroyd entraba en la nave le parecía oír una nota diferente mezclada con el sonido de la Dínamo.
—Mi Señor espera la hora propicia —se dijo Azuma-zi a sí mismo—. La iniquidad del imbécil no está todavía en su punto.
Y esperaba y vigilaba el momento decisivo. Una tarde se produjo un cortocircuito y Holroyd. al examinarlo sin excesivo cuidado, recibió una gran descarga Azuma-zi, desde detrás de la máquina, le vio saltar y maldecir la bobina.
—Está avisado —se dijo Azuma-zi para sí—. Por supuesto, mi Señor es muy paciente.
Al principio Holroyd había iniciado a su «negro» en los conceptos elementales del funcionamiento de la Dínamo para que le permitieran hacerse cargo temporalmente de la nave en su ausencia. Pero cuando observó la manera en que Azuma-zi rondaba el monstruo se volvió receloso. Aunque de forma vaga, percibía que su ayudante «tramaba algo» y, relacionándolo con el engrasado de las bobinas que había estropeado en algunos sitios el barniz, gritó:
—No te vuelvas a acercar nunca más por la noche a la Dínamo, fuera, o te arranco la piel.
Además, si a Azuma-zi le gustaba estar cerca de la gran máquina era de sentido común y decencia alejarle de ella. Azuma-zi obedeció aquella vez, pero más tarde le encontró haciendo reverencias delante del Señor de las Dínamos. Holroyd le retorció un brazo y le propinó un puntapié al irse. Cuando Azuma-zi se-encontraba detrás de la máquina y vela la espalda del odiado Holroyd, los ruidos de la máquina adquirían un nuevo ritmo y sonaban como cuatro palabras de su lengua nativa.
Es difícil decir exactamente qué es la locura. Me imagino que Azuma-zi estaba loco. El incesante estruendo y girar de las Dínamos puede haber agitado su escaso bagaje de conocimientos y su gran reserva de creencias supersticiosas, convirtiéndolo al menos en algo parecido a un delirio. En cualquier caso, cuando se le ocurrió la idea de sacrificar a Holroyd al Fetiche de la Dínamo, le invadió como un extraño tumulto exultante de emoción. Aquella noche, los dos hombres y sus negras sombras se encontraban solos en la nave, iluminada por una enorme luz de arco que parpadeaba con colores púrpuras. Las sombras se proyectaban detrás de las Dínamos, los reguladores esféricos de las máquinas iban y venían con rapidez de la luz a la oscuridad y sus pistones batían ruidosa y uniformemente. El mundo exterior, contemplado a través del extremo abierto de la nave, parecía increíblemente tenue y remoto. Además, parecía absolutamente silencioso, pues el tumulto de la maquinaria ahogaba cualquier sonido externo. A lo lejos se encontraba la valla negra del patio, con casas grises y sombreadas detrás, y arriba el cielo azul oscuro con un par de pequeñas y débiles estrellas. De repente, Azuma-zi se dirigió al centro de la nave por encima del cual pasaban las correas de cuero, y se detuvo debajo de la sombra de la gran Dínamo. Holroyd escuchó un clic y el giro del inducido cambió.
—¿Qué haces con ese interruptor? —bramó sorprendido—. No te he dicho…
Vio entonces la expresión de los ojos de Azuma-zi cuando el asiático, saliendo de las sombras, se dirigía hacia él. Instantes después los dos hombres luchaban agarrados con fuerza el uno al otro frente a la gran Dínamo.
—¡Imbécil; cabeza de café! —gritó con voz entrecortada Holroyd, con una mano oscura en su garganta—. Aléjate de esos anillos de contacto.
Un empujón le hizo dar un traspiés hacia atrás, sobre el Señor de las Dínamos. Instintivamente, soltó a su presa para salvarse de la máquina.
El mensajero, enviado urgentemente desde la estación para averiguar qué había sucedido en la nave de la Dínamo, encontró a Azuma-zi en la puerta de la caseta del portero. Azuma-zi intentaba explicar algo, pero el mensajero no pudo entender nada del incoherente inglés del negro y se dirigió a la nave. Las máquinas funcionaban ruidosamente y no parecía que sucediera nada anormal. Sin embargo, se percibía un extraño olor a cabellos chamuscados. A continuación, vio una extraña masa retorcida que colgaba de la parte anterior de la gran Dínamo y, al aproximarse, reconoció los restos deformes de Holroyd.
El hombre se quedó mirando, titubeando por un momento. Después reconoció el rostro y cerró los ojos con fuerza Giró sobre sus talones antes de abrirlos de nuevo de modo que no pudiera volver a ver a Holroyd y salió de la nave en busca de ayuda.
Cuando Azuma-zi vio a Holroyd muerto en el asidero de la Gran Dínamo, apenas se sobresaltó por las consecuencias de su acto. Incluso se sentía extrañamente alegre, y sabía que contaba con la aprobación del Señor de las Dínamos. Ya había fijado el plan cuando encontró al individuo que venía de la estación, y el director científico que llegó rápidamente al escenario sacó la conclusión obvia de un suicidio. El experto apenas si se fijó en Azuma-zi, salvo para interrogarle acerca de unas pocas cuestiones. ¿Se había matado Holroyd a sí mismo? Azuma-zi explicó que no lo había visto, al encontrarse en la chimenea, hasta que escuchó una diferencia en el ruido de la Dínamo. No era difícil de comprobar y quedó fuera de sospecha.
Mientras los restos deformados de Holroyd, que el electricista retiró de la máquina, fueron cubiertos por el portero con un mantel manchado de café, alguien tuvo la feliz inspiración de llamar a un médico. El experto estaba ansioso por que la máquina volviera a funcionar, pues siete u ocho trenes hablan quedado detenidos en mitad de los túneles mal ventilados del ferrocarril eléctrico. Azuma-zi, respondiendo o entendiendo mal las preguntas de la gente que había acudido por imprudencia o enviados por las autoridades a la nave, fue enviado de nuevo al cebador por el director científico. Por supuesto, al otro lado de las puertas del patio se había reunido una multitud —una multitud, por una razón que se desconoce, siempre permanece durante uno o dos días cerca de la escena de una muerte repentina en Londres—. Dos o tres periodistas lograron entrar de alguna manera en la nave e incluso uno de ellos se puso en contacto con Azuma-zi; pero el experto científico le expulsó de nuevo al tratarse del mismo periodista aficionado.
Se llevaron el cuerpo y el público, interesado, se fue con él. Azuma-zi permaneció tranquilamente en su homo viendo en el carbón una figura que se retorcía violentamente hasta quedar quieta. Una hora después del crimen, a cualquiera que entrara en la nave las cosas le parecerían exactamente igual a como si allí no hubiera sucedido nada notable. Asomándose desde la sala de máquinas, el negro vela al Señor de las Dínamos girando al lado de sus hermanos menores, las ruedas motrices giraban y el vapor de los pistones resonaba exactamente igual que por la tarde. Después de todo, desde el punto de vista mecánico, había sido un incidente insignificante, la mera desviación temporal de una comente. Pero ahora, la forma más delgada y la sombra también más delgada del director científico sustituía la robusta silueta de Holroyd, yendo de un lado a otro por el campo de luz. sobre el suelo que temblaba bajo las correas situadas entre las máquinas y las Dínamos.
—¿No he servido a mi Señor? —murmuró Azuma-zi inaudible desde su sombra, y la nota de la gran Dínamo resonó fuerte y clara Al mirar al gran mecanismo giratorio su extraña fascinación, que desde la muerte de Holroyd había disminuido un poco, reapareció.
Azuma-zi no había visto nunca matar a un hombre con tanta rapidez y de manera tan despiadada. La gran máquina zumbante había ejecutado a su víctima sin flaquear ni un segundo en su constante batido. En efecto, era un dios poderoso.
El inconsciente director científico le daba la espalda, mientras tomaba notas sobre un trozo de papel. Su sombra quedaba a los pies del monstruo.
¿Tenía todavía hambre el Señor de las Dínamos? Su sirviente estaba preparado.
Azuma-zi dio un paso sigiloso hacia delante y se detuvo. El director científico había, de repente, dejado de escribir, avanzó a lo largo de la nave hacia el extremo de las Dínamos y comenzó a examinar las escobillas.
Azuma-zi vaciló, pero de inmediato se deslizó sin hacer ruido hacia la sombra de los interruptores. Allí esperó. Podían escucharse los pasos del director que volvía. Se paró en su antigua posición sin percibir al fogonero acurrucado a diez pasos de él. De repente se apagó la gran Dínamo y un instante después Azuma-zi se abalanzaba sobre él desde la oscuridad.
El director científico había sido agarrado por el cuerpo y empujado hacia la gran Dínamo. Golpeando con sus rodillas y empujando hacia abajo con las manos la cabeza de su contrincante, logró soltar la presa de su cintura y cayó rodando lejos de la máquina El negro volvió a cogerle, colocando su ensortijada cabeza contra su pecho, y se tambalearon y jadearon durante lo que parecía una eternidad. El director científico, viéndose obligado a coger una oreja del negro entre sus dientes, mordió con furia. El negro profirió un horrible alarido.
Rodaron por el suelo y el negro, que aparentemente se había librado de la presa de los dientes, o sin media oreja —el director científico no sabía lo que era—, trataba de estrangularle. Cuando el director científico realizaba inútiles esfuerzos por coger algo con las manos y golpear, el grato sonido de unos rápidos pasos resonó en el suelo. Un instante después Azuma-zi se dirigía a su izquierda y se lanzaba contra la Gran Dínamo. Se produjo un chisporroteo en medio del ruido.
El guardia de la empresa, que había entrado, se quedó de pie mirando cómo Azuma-zi tomaba -en sus manos los bornes desnudos, hacía una horrible convulsión y quedaba colgado, inmóvil, de la máquina, con el rostro violentamente desfigurado.
—Estoy realmente contento de que haya llegado en el momento justo —exclamó el director científico, sentado todavía en el suelo. Miró la figura que aún se estremecía.
—Al parecer no es una forma agradable de morir, pero es rápida.
El guardia seguía contemplando el cuerpo. Era un hombre de comprensión lenta.
Se produjo una pausa.
El director científico se levantó con dificultad. Pasó sus dedos por el cuello de la camisa y movió varias veces la cabeza de un lado a otro.
—Pobre Holroyd. Ahora lo veo. —Después, casi de forma mecánica, se dirigió hacia los interruptores que había en la sombra y volvió a dar corriente a los circuitos del ferrocarril. Al hacerlo, el cuerpo chamuscado se soltó de la máquina y cayó de bruces. El núcleo de la Dínamo resonaba fuerte y claro y el inducido golpeaba el aire.
Así finalizó prematuramente el culto de la Deidad de la Dínamo, quizá la más efímera de todas las religiones. Sin embargo, puede jactarse al menos de un mártir y un sacrificio humano.

H. G. Wells