La modelo
A primera hora de la mañana, Ephraim Elihu telefoneó a la Liga de Estudiantes de Arte y les preguntó cómo podía encontrar a una modelo con experiencia a la que pudiera pintar desnuda. Le dijo a la mujer que contestó la llamada que quería alguien de unos treinta años.
-¿Cree que podría ayudarme?
-No recuerdo su nombre -dijo la mujer por teléfono-. ¿Se había puesto antes en contacto con nosotros? Algunas de nuestras alumnas hacen de modelos, pero generalmente solo para pintores que conocen.
El señor Elihu dijo que no había tenido relación con la liga antes. Quiso dejar claro que era un pintor aficionado que tiempo atrás había estudiado en la liga.
-¿Posee usted un estudio?
-Es un gran salón con mucha luz. Ya no soy ningún jovencito -añadió-, pero después de muchos años he vuelto a pintar y me gustaría hacer algunos estudios de desnudos para volver a cogerle el pulso a la forma. No soy pintor profesional, pero me tomo en serio la pintura. Si quiere referencias acerca de mi carácter, se las puedo proporcionar.
Le preguntó cuál era la tarifa actual de las modelos y la mujer, tras una pausa, respondió:
-Seis cincuenta la hora.
El señor Elihu dijo que era un precio razonable. Parecía tener ganas de hablar más, pero ella no le dio pie. La mujer anotó el nombre y la dirección del señor Elihu y dijo que quizá consiguiera alguna modelo al cabo de dos días. Él le agradeció su amabilidad.
Eso fue un miércoles. La modelo se presentó el viernes por la mañana. Le había telefoneado la noche anterior y habían acordado una hora. La modelo llamó al timbre poco después de las nueve y el señor Elihu abrió la puerta enseguida. Era un hombre de setenta años de pelo gris que vivía en una casa de piedra marrón cerca de la Novena Avenida, y estaba emocionado con la perspectiva de pintar a esa joven.
La modelo era una mujer poco agraciada de unos veintisiete años. El pintor concluyó que su rasgo más hermoso eran los ojos. La joven llevaba un impermeable azul a pesar del despejado día de primavera. Al viejo pintor le gustó la cara de la chica, pero no se lo dijo. Ella apenas lo miró mientras entraba decidida en la sala.
-Buenos días -dijo él.
-Buenos días -contestó ella.
-Es casi primavera -continuó el anciano-. Las hojas de los árboles están empezando a brotar.
-¿Dónde quiere que me cambie? -preguntó la modelo.
El señor Elihu le preguntó cómo se llamaba.
-Señorita Perry -respondió ella.
-Puede cambiarse en el cuarto de baño, señorita Perry, o, si lo prefiere, mi habitación, al final del pasillo, está vacía y también puede cambiarse allí. El cuarto de baño está más caldeado.
La modelo dijo que le daba igual, pero que creía que prefería cambiarse en el cuarto de baño.
-Como desee -contestó el anciano.
-¿Está su esposa? -preguntó la modelo mirando dentro de la habitación.
-Soy viudo.
El pintor le contó que habían tenido una hija, pero que murió en un accidente.
La modelo dijo que lo lamentaba.
-Me cambiaré en un par de minutos.
-No hay prisa -dijo el señor Elihu, contento porque estaba a punto de pintarla.
La señorita Perry entró en el cuarto de baño, se desvistió y regresó enseguida. Se quitó el albornoz de rizo. Tenía la cabeza y los hombros delgados y bien formados. Le preguntó al anciano cómo le gustaría que posara. Él estaba de pie junto a una mesa de cocina con el tablero esmaltado, en una sala que tenía una gran ventana. Mezclaba el contenido de dos pequeños tubos de pintura sobre la mesa. No tocó los otros tres tubos. La modelo dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó contra la tapa de una lata de café que había en la mesa de la cocina.
-Espero que no le moleste que fume de vez en cuando.
-No me importa, si lo hace durante la pausa.
-Esa es mi intención.
Ella lo observaba mezclar lentamente los colores.
El señor Elihu no miró inmediatamente su cuerpo desnudo, sino que le dijo que le gustaría que se sentara en la silla que había junto a la ventana. Esta daba a un patio trasero donde había un ailanto cuyas hojas acababan de brotar.
-¿Cómo desea que me siente, con las piernas cruzadas o no?
-Como prefiera. No importa si cruza las piernas o no. Como esté más cómoda.
La modelo pareció sorprendida, pero se sentó en la silla amarilla al lado de la ventana y cruzó las piernas. Tenía buena figura.
-¿Está bien así?
El señor Elihu asintió con la cabeza.
-Muy bien -dijo-. Estupendo.
Mojó el pincel en la pintura que había mezclado sobre la mesa y, tras echarle un vistazo al cuerpo desnudo de la modelo comenzó a pintar. La miraba y enseguida apartaba la vista, como si le diera miedo ofenderla. Pero la expresión del pintor era objetiva. Aparentemente pintaba con naturalidad, levantando los ojos hacia la modelo de vez en cuando. No la miraba a menudo. Ella parecía ajena a la presencia del pintor. En una ocasión ella se volvió para observar el ailanto y él la estudió un momento para comprender qué podía haber visto en el árbol.
Entonces ella comenzó a fijarse en el pintor con interés. Observaba sus ojos y observaba sus manos. Él se preguntaba si estaba haciendo algo malo. Al cabo de casi una hora la chica se levantó impaciente de la silla amarilla.
-¿Cansada? -preguntó él.
-No es eso -dijo ella-, pero me gustaría saber, en nombre de Dios, qué cree que está haciendo. La verdad, me parece que no tiene la menor idea de pintar.
Lo dejó atónito. El pintor cubrió rápidamente el lienzo con una toalla.
Un instante después, el señor Elihu, con una respiración estrecortada, se humedeció los labios secos y aseguró que no se las daba de pintor. Dijo que había procurado dejarle eso bien claro a la mujer de la escuela de arte con quien había hablado al pedir la modelo.
Luego añadió:
-Puede que haya cometido un error al pedirle que viniera hoy a esta casa. Creo que debería haberme puesto a prueba un poco más, solo para no hacerle perder el tiempo a nadie. Me parece que aún no estoy preparado para hacer lo que me gustaría.
-No me importa lo mucho que se haya puesto usted a prueba -dijo la señorita Perry-. La verdad, no creo que me haya pintado. De hecho, creo que usted no tenía interés en pintar. Creo que lo que le interesa es contemplar mi cuerpo desnudo por razones que usted sabrá. Ignoro cuáles son sus necesidades, pero estoy prácticamente segura de que la mayoría de ellas poco tienen que ver con pintar.
-Supongo que he cometido un error.
-Supongo que sí -dijo la modelo. Ya se había puesto el albornoz con el cinturón bien apretado-. Soy pintora, y hago de modelo porque no tengo un centavo, pero reconozco a un farsante en cuanto lo veo.
-No me sentiría tan mal-replicó el señor Elihu- si no me hubiera tomado la molestia de explicarle la situación a esa señora de la Liga de Estudiantes de Arte. Siento que haya sucedido esto -añadió el señor Elihu con voz ronca-. Debería haberlo pensado mejor. Tengo setenta años. Siempre he amado a las mujeres y me parecía muy triste no tener ninguna amiga en esta época de mi vida. Esa es una de las razones por las que quería volver a pintar, aunque nunca he pretendido tener un gran talento. Además, me imagino que no me di cuenta de lo mucho que se me había olvidado pintar. No solo eso, también se me había olvidado cómo era el cuerpo femenino. No se me ocurrió que me afectaría tanto el suyo y, si lo pienso bien, la manera en que ha transcurrido mi vida. Esperaba que volver a pintar reviviera mi gusto por la vida. Lamento las molestias y los inconvenientes que le he causado.
-Las molestias me las pagará -dijo la señorita Perry-, pero lo que no puede pagarme es el insulto de venir aquí y someterme al repaso de su mirada.
-No pretendía insultarla.
-Pues así es como lo he percibido.
Entonces le pidió al señor Elihu que se desvistiera.
-¿Yo? -exclamó él, sorprendido-. ¿Para qué?
-Quiero dibujarle. Quítese los pantalones y la camisa.
El pintor dijo que todavía llevaba la ropa interior de invierno, pero ella no sonrió.
El señor Elihu se quitó la ropa, avergonzado de lo que pensaría de su aspecto la modelo.
Con rápidos brochazos, la chica dibujó su silueta. No era un hombre feo, pero se le veía incómodo. Cuando lo hubo dibujado, la joven mojó el pincel en un pegote de pintura negra que había sacado del tubo y emborronó sus rasgos, que se convirtieron en un caos negro.
El pintor contempló su odio, aunque no dijo nada.
La señorita Perry arrojó el pincel a la papelera y regresó al cuarto de baño a vestirse.
El anciano le extendió un cheque por la suma que habían acordado. Le daba vergüenza firmar con su nombre, pero lo firmó y se lo entregó. La señorita Perry metió el cheque en su bolso y se fue.
El pintor se dijo que la joven era, a su manera, atractiva, si bien carecía de gracia. Entonces el anciano se preguntó: ¿No hay nada más en mi vida que esto? ¿Es todo lo que me queda?
La respuesta parecía ser que sí, y lloró al darse cuenta de lo rápido que había envejecido.
Después apartó la toalla del lienzo e intentó dibujar la cara de la joven, pero ya la había olvidado.
Bernard Malamud