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sábado, 25 de noviembre de 2017

La Puerta del Futuro - Cerámica aragonesa para el siglo XXI


Los amantes aprobados 

Es una historia sencilla. En mil novecientos treinta y tantos, vivía en el villorrio de..., en el litoral, una viuda respetable, gorda, de mirada blanda y crenchas algo canosas. Había tenido once hijos, de los cuales sobrevivían nueve, y toda la aventura de su vida había sido la de, como mujer de un magistrado pobre, haber recorrido el país en el transcurso de un pasar anónimo y sin fe. Triste, tal vez no. El marido había sido un tipo holgazán, sociable en extremo y que había hecho grandes amigos, muchos de los cuales sobrevivían también. Su muerte, ocurrida en pleno vigor físico y cuando esperaba la promoción a juez de segunda instancia, había provocado una crispación de pánico en los nervios de los colegas y de toda una pandilla fervorosa de los vicios de provincias, que son las malas lenguas, la política y el interés, esas fístulas crónicas de los hombres cuarentones. Los huérfanos, al principio socorridos con una generosidad demasiado exaltada para mantenerse fiel, fueron poco a poco dejados de la mano de Dios para que se criasen. Se sabía que la madre era una señora seria y de buenos principios y esto tranquilizaba -¡ya sabremos por qué!- las conciencias. Tenía ella en el pueblo una casa, poco más que una vivienda de pescadores, y allí se acomodó con los niños. Dos, protegidos por sus padrinos, tendrían estudios pagos y donativos de ropa; los otros crecieron un poco al azar, en el hábito de esa tragedia insulsa, pasmada, fría, de la burguesía avariciosa. Se podía decir que vivieron entre la escuela y el empleo en la burocracia, sin conocer el color del dinero. Enredados en un engranaje de deudas, promesas, limosnas, de caridad sopesada hasta la última gota en la balanza de los que en cada dádiva o tutela parecen encajar la bazofia de un concepto inútil, de la moralidad más rastrera y sin brillo, adquirieron todos un patrón de personalidad que los hacía muy idénticos. Así, todos sabían disimular y nunca manifestaban a tiempo sentimiento alguno; reaccionaban por aprendizaje, no por instinto, y en su alma todo estaba pegoteado y postizo como la luna en el teatro del propio Shakespeare.  
Con el tiempo y la colocación del mayor como celador de un colegio, se mudaron a una entreplanta, dejando el barrio excéntrico en cuyas zanjas los restos de pescado atraían a grandes moscas verdes. Vivían peor que nunca, pero habían logrado lo que se llama «meter baza». Poseían un relativo crédito y, comprobada su penuria, sus antecedentes de una honesta monotonía y el hecho decisivo de que habían vivido bien, la sociedad se había apaciguado un poco y les había concedido ciertos derechos. Por ejemplo, las muchachas llevaban cuellos de vieja piel percudida, sin que la gente se riese, porque en ellas los atributos de la clase y el lujo eran, por así decir, una adquisición histórica. Las admitían en la intimidad superficial de las personas finas, homenajeándolas con la confianza de pedirles favores como los de vender rifas o recortar florecillas de papel para el Día del Casco. En fin, podía afirmarse que todo marchaba bien, si algo muy extraño e imprevisto no alterase la conmovida paz de los benefactores que son la multitud en general cuando se siente despreocupada. Se supo que la viuda tenía un amante. Habíamos dicho que ella era una mujer gorda, callosa, de mirada blanda, pero no es del todo exacto. Era en realidad un tanto pesada, con un andar tambaleante de quien siempre ha usado zapatillas de plástico o cáñamo o cuero; sólo vestía batas de algodón negro y su apariencia era bastante mala, incluso los domingos, sobre todo los domingos, cuando, en la misa de las nueve, se arrodillaba en su almohadilla de raso liso rojo, al lado del «altar de los Dolores». Tenía un rostro inexpresivo de lo mucho que la fatiga se había sobrepuesto a las emociones y parecía no gustarle reír ni llorar, ni siquiera observar a los demás en esas ocupaciones. Por lo demás, tenía aún unos ojos hermosos y la frialdad de sus maneras le daba una gracia un tanto hostil que infundía ternura, después de haber provocado recelo. Era frecuente verla cruzar la calleja de viejo macadán, decidida a arrastrar del brazo a alguno que otro hijo que se juntaba con la troupe de la chiquillada con el propósito, en el vestíbulo del cine, de mendigar la cantidad necesaria para la entrada. Le huían para, en el gallinero del cine, que era como una asamblea de jueces apiñados en escalones al borde de los pasillos, vociferar amenazas contra «el cínico» de aquellas películas de Tim Mac Coy de hermosa dentadura que se precipitaba en un foso del prado en llamas. ¡Ay el lenguaje de esos ladrones de ganado, de esos sheriffs, de esas «excavadoras de oro» que sugerían hambre y agua de lavar platos! «Comete un grave error», decían, explicando la intriga y la traición mientras, con un rumor de viento filtrado por grietas de canteras, ardía un reguero de dinamita. Los muchachos se precipitaban, en el intermedio, hasta la calle, se enzarzaban llenos de arrojo imitando tiros; e iban a comprar, en la pequeña tienda próxima, un pan duro como corcho, de domingo, con trozos de carne de membrillo, o cartuchos de almendrados o pastillas Naval que chupaban laboriosamente, mostrándoselas unos a otros en la lengua para provocar envidia.  
-¡Qué cruz! -exclamaba la propietaria que iba, por condescendencia, a ayudar en la tienda, ya que entraban a tentebonete, y oleadas de muchachos embestían contra los mostradores donde los caramelos endulzaban junto a las onzas de tabaco. Era una mujer oxigenada, vistosa, llena de ambiciones que encajaban mal en su oficio de maestra de niños. Detestaba a los chiquillos, sus ropitas con olor a pescado y a mugre, sus zuecos con tachas, sus bolsas de harpillera con flores pintadas y que la lluvia descoloría; descargaba en ellos el odio por el mundo de frío y chatura que había conocido desde su infancia, cuando, desterrada del nabar donde su padre sorbía colillas de cigarrillo sentado en los montículos de abono, se había hecho letrada. Se había casado en el pueblo con un tipo mezquino que usaba manguitos de cutí y pesaba kilos de arroz con la destreza de un Shylock. A su hija, guapa como ella, la había criado para otra clase, otro medio, otra vida. ¡Cuántas lágrimas indignadas, esos vestidos de volantes, esas sombrillas japonesas! ¡Cuántos favores equívocos, asqueados, en los que acumulaba tedio e impotencia, para que ambas, en la Asamblea, sonriesen un poco duramente, como quien presiente que se ha equivocado de puerta y de lugar, y espera en todo momento una advertencia, una rectificación!  
-¡Qué cruz! -decía, cuando extendía sobre el mostrador, intentando no tocar las manitas en las que se escamaban los mocos secos, los confites o los panes cubiertos de harina, muy lamidos, color gris. Y, en particular, su aversión alcanzaba a los hijos de la viuda. Los despreciaba porque le parecían pobres, raquíticos, fastidiosos, serios; porque tenían hábitos finos, vivían disciplinados como hormigas, usaban con naturalidad sus ropas lavadas con bencina, y porque los niños adinerados los trataban con deferencia. ¿Alguna vez su Loló, delgada y frenética criatura de ojos verdes, había jugado en los jardines de sus mansiones, había usado los patinetes de los pequeños burgueses y la habían llevado a casa sus criados? Loló recorría las calles perseguida por una turbamulta de chiquillos con la camisa suelta que se dispersaban cuando ella se detenía para reconocerlos, lo que no ocurría nunca. Aun así, los denunciaba después; la madre se encargaba de repartir palmetazos en los nudillos de sus dedos, hiriendo, desollando, con una mirada malévola, nublada, y que hacia gritar a los menos estoicos antes de que se les acercase. ¡Ah, aquella viuda había sido durante mucho tiempo una espina clavada en medio del pecho, había sido un poco como una sombra proyectada sobre una pantalla donde se desliza el paisaje! Admiraba sus buenas maneras, su aire sobrio, sin sonrisas, pero sin amargura; envidiaba la tranquilidad con la que parecía estar entre sus hijos, que crecían feúchos y pelados como ratas de alcantarilla. De repente, aparecían todos grandes, las muchachas con su beauté du diable, sus vestidos inesperadamente a la moda, tentando destinos, viviendo; los muchachos tenían ahora buenas relaciones, hacían carrera modestamente, sin importunar, seguros. También su Loló, delgada y llena de encanto, bailaba un poco el charlestón y salía con un soldado. Pero los otros niños, siempre los mismos, con su olor a marisco en la piel, con su nariz lacrada con moco amarillo, con sus gritos a lo Tarzán, su pelota de trapo, ésos no crecían. Seguía dándoles en las orejas con palmeta, mientras les embutía las medidas de peso o de leña. ¡Y un sol tan blanco redondeándose sobre el mar! ¡Y el trepidar de los coches en el Largo de Sao Tiago, en la avenida, en la plaza! ¡Dios mío, Dios mío! Había una lámpara sobre la mesa donde corregía ejercicios, por la noche, y la luz amarilla se difundía nimbando su cabeza oxigenada. Los asiduos del cine la veían y, bajo la impresión inmediata de las carteleras donde se retorcían mujeres como llamas, comentaban: «Parece una vamp... Brigitte Helm... Marlene...». Y ella sentía en la piel, a flor de su piel blanca, empolvada y levemente fláccida, que hablaban de ella y cómo.  
Fue ella la primera en comprender y revelar que la viuda tenía un amante. Era un muchacho de veinte años, muy extraño, delgadito, y que daba clases en un colegio; se llamaba David, había llegado de las Islas, sin recursos, para estudiar. Era, por tanto, interno, y había comenzado a pagar con clases en los primeros cursos sus matrículas. La viuda lo conocía como compañero de sus hijos mayores, hacía bastante tiempo, los había visto salir juntos en las mismas mañanas de verano para darse un baño, con la toalla enrollada sujeta al cinturón del bañador. Con ocasión de los cumpleaños de las chicas, David no dejaba de enviarles postales, ilustradas por lo general con muchachas ricas entre flores, en alamedas de jardines, y colores muy brillantes. Él era tristón, casi huraño cuando desconfiaba de alguien o simplemente no lograba adaptarse; pero, familiarizándose, quebrada su cáscara de timidez tremenda, de orgullo más tremendo todavía, era maravilloso. Había en él un arranque de sinceridad que no sufría mella por la conciencia de virtud que en ello podía sorprender la razón. En su aceptación de todo lo que ocurre, de todo lo que triunfa, de todo lo que pierde, de todo cuanto es inútil o sin estética, de todo cuanto es bello para vejamen de nuestra propia alma, había paz. A veces sonreía, cuando todos se agrupaban haciendo traducciones de latín, estirando un labio siniestro sobre el mentón. Sonreía, con el libro abierto enfrente, como si observase una imagen verdaderamente llena de interés y humor.  
-¿En qué piensa? -preguntaba la viuda, sonriendo también.  
-Es tan tonto vivir exactamente así -decía David-. Dividimos el tiempo y nos emparedamos dentro de él. Pero no hay tiempo, el tiempo no existe, el tiempo es solamente memoria. Mire las violetas en ese florero... Se han marchitado, pero no tienen el recuerdo de su frescura, así que existen en un tiempo único. ¿Comprende?  
-Comprendo.  
Y ella ya no sonrió. Su rostro cansado se estremeció, se crispó y volvió a adquirir su fría blandura habitual. Sí, había comprendido. Durante muchos días se consumió en inmovilizarse dentro de sí misma, en rastrear en torno a su alma, para  que ella no presintiese cuánto la vigilaba, viendo si dormía o  estaba en vela; durante muchos meses vivió metódicamente entre su pequeña gente oscura, discutidora, mezquinamente ansiosa y que se traicionaba de habitación en habitación, de plato a plato. Se consideraba sosegada e igual a antaño, se sorprendía riendo jovialmente, porque tal liberación la exaltaba y le daba una especie de febril felicidad. Después, recaía de súbito; David la deslumbraba hasta el odio, quería que se fuese, tramaba planes para alejarlo, para dejar de recibirlo, para no volver a verlo; no le daba importancia, volvía a reírse de su ceguera,  acusándose de insensatez, malignidad, vileza. Rezaba mucho pero, en su oración, en el voto más ardiente, brotaba de su corazón el nombre de él, se sumergía en una postración tierna, exasperada y sumisa por fin. Enfermaba y renacía de la enfermedad como la serpiente que se desprende de su propia piel y se desliza vigorosamente hacia fuera del nido mohoso. La asaltaban escrúpulos que se traducían en manifestaciones de sacrificio; su amor por los hijos parecía recrudecer, se esclavizaba a ellos, contenta si dominaba su propia impaciencia y el juicio desfavorable que le provocaban el carácter de ellos, sus discusiones, su nulidad, su egoísmo desamparada e impotente. Se mataba lidiando inútilmente, infeliz cuando recorría la casa y veía que todas las cosas estaban correctas en su lugar, que el polvo flotaba en el aire sin posarse; todo era tranquilo e incluso, bajo la mesa de la sala, los gatos dormían indiferentes a travesuras en la vieja alfombra inglesa muy raída en las bordes como un camino hollado por una rueda en un pastizal. Se sentaba un momento, con las manos en el regazo, como alguien que espera en un banco de estación; le dolía la inmovilidad, la agitaba una añoranza de lágrimas que no podía llorar, y todo lo que hasta allí había vivido le parecía inoportuno en su memoria. Se ponía a pensar entonces en David, la sangre le latía despacio en las sienes y sonreía como una muchacha. Pensaba en él, encontrando sufrimiento y alivio porque él se le aparecía de repente tan distante como alguien ya muerto, como alguien a quien, a fuerza de dedicar sentimientos y proyectos, nos ha aproximado a la indiferencia y la erosión del alma. La vida parecía estancarse y se quedaba distraída observando por la ventana el cielo frío de primavera que tan bien le sugería todo el pueblo dibujado sobre una luz apática, con sombras que crecían rápidamente por los muros, con campos y norias, flores en miniatura que se balanceaban imperceptiblemente como cabecitas seniles; y los arenales donde se reparaban redes, oscurecidos aquí y allá por los desechos del mar, con recortes de espuma que, despacio, se evaporaba. ¡El cielo frío de primavera sobre el pueblo! Sobre los zarcillos tiernos llenos aún de pelusa gris; sobre los tallos nuevos de rosal que, partidos, derramaban savia dulce; sobre los campos, sobre los campos...  Fríos, de un verde inacabado, con tierra fría, cerrada, aún hostil, por debajo. Le llegaba ese escalofrío agudísimo del atardecer de primavera. Y, trémula, retomando con esfuerzo el movimiento, volvía a ser dueña de sí misma.  
Cuando hablaron las voces, diciendo que David y ella eran amantes, sólo se explicaría por el presentimiento de catástrofe al que son sensibles las colectividades. Se veían poco, nunca se tocaban; pero había sin duda en ellos una exaltación de pasión que el propio silencio, la propia ausencia y apariencia de ser extraños mantenían en secreto. Los hijos comenzaron a abandonar la casa, tratándola con una afectación incómoda. Algunos lloraban un poco por la nostalgia de la simbólica madre; por lo demás, habían amado siempre un símbolo de madre y no a ella. No a ella. Otros se volvían más viriles con esa realidad que en el fondo del alma los vejaba; y la torturaban.  
-¿Es verdad? ¿Es verdad? -decían-. Siempre hemos sido buenos hijos, la pobreza no nos hizo enrojecer nunca, almidonábamos nuestra ropa por la noche para ahorrarte trabajo, despreciábamos a las muchachas para no abandonarte. Has destruido todo eso. Ya no podemos tener confianza, porque nos has escupido en la cara.  
-¡Madre, madre! -decían las muchachas, con muecas de una cólera ávida, repelente, destructiva, la cólera sin finalidad de las mujeres, que es sólo pretexto de una afirmación, de una expansión casi vengativa del sexo-. ¡Es una canallada!...  
Y el propio David, que sentenciaba con una voz en la que se entreveía más el placer de la audacia que la intención de disculparla:  
-No hay acciones canallas sino almas canallas. La misma acción vivida por almas diferentes no es la misma acción.  
Ella suspiraba, se llevaba la mano a la cara como si fuese a defenderse de un golpe. No comprendía; no comprendían. Y, cuando David apoyaba la cabeza en sus rodillas y los envolvía el silencio denso, el silencio amasado con todo el vociferar de la calle donde jugaban los niños y se desencajaban las vendedoras de pescado, con todos los sollozos de agonía de los que morían en la soledad terrible de aquellos a quienes ha abandonado el propio pecado, ella encontraba felicidad. Un día se dijo que se habían matado. Ella había aparecido con dos balas en el pecho, en el suelo de su pequeña habitación donde se respiraba esa miseria estéril de los que sólo duran, sólo duermen, sólo sueñan, sólo mienten. Los candelabros de cristal, sobre la cómoda, frente a imágenes baratas de verbena de peregrinación, tenían viejas gotas de estearina cubiertas de polvo. David respiraba todavía.  
El caso, muy poco divulgado, pasó deprisa, pues a la gente le gusta eludir su responsabilidad con el olvido. Sí, con el olvido que precede siempre a la redención. Todo pasó deprisa; por tanto, pocos años después, el vecindario sólo trivialmente se refería a la viuda, a los hijos que se habían marchado por casarse, por haber sucumbido a una fiebre, a un accidente, o porque la provincia los había devorado como pequeños burócratas. Sólo quien fielmente se acordaba de todo era la rubia maestra de niños, que continuaba corrigiendo problemas en su mesa iluminada por la lámpara que el tiempo había torcido y cuya pantalla se había puesto sucia y raída como una faldita de bailarina de guiñol. La luz amarilla hacía resplandecer sus cabellos y hasta los asiduos del cine miraban, con un interés pronto apagado, el recorte de su cabeza en el cristal. Pero ya no hacían comentarios.  
-¡Qué cruz! -murmuraba la mujer, rayando ferozmente con rojo los cuadernos llenos de borrones color violeta y donde se dibujaba la tripa de la tinta. Loló había engordado y ya no tenía ojos verdes, ya no usaba sombrillas japonesas; ya no tenía pretendientes vestidos de franela blanco como Conrad Ángel, como Barrymore; se había casado con no sé quién, bajaba a tropezones su escalera estrechita, agarrándose de lado al pasamano, con unos viejos zapatos orlados de felpa y que ganaban pulgas -¡oh, esos zapatos de lana que criaban pulgas alimentaban la comunicabilidad pachorruda, morosa, feliz, con más de una vecina!-, iba a elegir alcachofas a la panadería, haciendo crujir su corteza entre los dedos, expresando razones de protesta con todas las cosas que ocurrían.  
-¡Qué cruz! -decía ella también.  
Su madre, aún oxigenada, atrevida aún porque se pintaba bajo las arrugas, sobre las facciones deshechas, se había desprendido mucho de ella. A veces pensaba en la viuda, en David, en su amor que sentía vivo, impregnado en el propio cielo frío de primavera, fluyendo de todas las cosas, incluso las más ingratas e inexpresivas cosas del mundo. Ellos se habían amado. En aquel entresuelo donde había vivido la viuda, no podía ver a nadie correr un estor, abrir una ventana, arrojar fuera los restos de un cenicero, sin que pensase que todo estaba ocurriendo todavía. Que, en la habitación, que recibía luz de una claraboya del pasillo, dos seres tan verdaderos como sólo pueden ser los que comprenden que la muerte participa de la vida y la completa, agonizaban, sin tragedia, sin vehemencia, porque la tragedia, la vehemencia, no es de los que cumplen, sino de los que sólo los imitan. ¡Las carteleras expuestas en la acera del cine, las mujeres serpentinas de mirada vidriosa o fulgurante, las pasiones estereotipadas de un mundo senil, agotado, impaciente! ¡Y aquella criatura, sin juventud, que vestía batas de percal, que era tal vez algo estúpida y sin importancia, pero cuya fealdad, limitación, pobreza, merecían una aprobación a través del amor! Así sentía la maestra de niños que seguía distribuyendo los domingos paquetitos de pastillas Naval, reclamando el dinero justo en la palma de la mano para librarse de las vueltas. Los chicos se apiñaban, se repelían, se aplastaban contra el mostrador, ella decía «¡qué cruz!» aburrida y, a pesar de todo, lírica, porque no renunciaba a sus cabellos rubios, a su solemnidad, y porque, en fin, en cada esteta fracasado hay un lírico que se busca.  
Ésta es la historia sencilla de los que llamamos amantes aprobados. Nos olvidábamos de decir que David sobrevivió. Qué le ocurrió después no lo sabemos. O, mejor dicho, la última vez que fuimos a la ciudad, encontramos en la calle a un hombre que se le parecía mucho; los cabellos eran más ralos y usaba gafas. Por lo demás, caminaba muy deprisa y no pudimos observarlo mucho. Se asemejaba a uno de esos eruditos pobres que viven en un zaguán, duermen sobre un baúl y ellos mismos se cocinan un arroz quemado en un hornillo a queroseno. Tal vez era él, con su mirada retraída, fina, persistente, pero no lo podemos asegurar. El mundo está lleno de personas que se parecen y todas se continúan, sí, todas se continúan. De cualquier manera, el David que conocemos hace mucho... Pero ya no tenemos nada que agregar a esta historia.  

Agustina Bessa Luis