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domingo, 5 de noviembre de 2017

La Atalaya


Peor que la muerte

Se lo llevaron esta mañana. Daba un poco de pena las últimas semanas, sentando en su silla frente a la ventana, apenas sin poder moverse, dejando que los rayos del sol de la mañana lo calentasen la piel, esa piel arrugada, tan vieja. Sin embargo su cabeza estaba bien, no podía casi hablar, pero eso era por el pecho, el pulmón que le quedaba casi corroído del todo no le daba aliento suficiente con el que hablar. Mentalmente estaba sano, muy sano.
Mi padre siempre había tenido la cabeza llena de números, de ideas, de esas raras, aquellas que florecían en los viejos tiempos. Sabía incluso leer, fíjate en esos viejos tomos amarillentos, colección nova, antiquísimos. Solo pensar en desgastar la vista en ellos me cansa. Aunque ahora estaba muy separado de los tiempos era divertido. Se pillaba unos rebotes morrocotudos viendo la tele, empezaba a despotricar contra la programación actual. No sé que tiene de malo, a mí me gustan las ejecuciones, son divertidas y educativas, y la niña también le gustan, se ríe mirándolas.
Por una parte da pena, a pesar que estaba ya muy mal, era lo único que me quedaba de mi juventud, aquellos años locos y felices, me gustaba sentarme frente a él y recordarle mucho más joven, los dos paseando por el retiro un Domingo, viendo los títeres, el sol las barcas, mucha gente riendo. Por otra parte, tenía que hacerlo, es lo normal, además de él dijeron que tenía un coeficiente 1,4, muy alto, no se puede desperdiciar un coeficiente 1,4. Yo apenas llego al uno. La niña, jugaban juntos... hoy me ha preguntado por él, ¿Dónde esta el abuelo? Pobre, tendrá que aprender que yo soy lo único que le queda.
Nos hemos quedado sin su pensión, y volver a trabajar, no.. no lo logro, lo he intentando todo menos venderme.... tampoco es que me fueran a dar mucho, pero ahora las cosas cambiarán, tendremos dinero hasta para un medico y un colegio.
Es triste, no debería estar contenta, al fin y al cabo a él le hubiera gustado ayudarnos, me lo decía, que si no fuera por la parálisis, por el asma, se levantaría y le ajustaría no sé qué cuentas a no seé cuántos opresores. No se daba cuenta el pobre de los beneficios de esta sociedad, la competitividad que nos hace mejores. Me acuerdo como se cabreó el día que Juan se marchó. Luego me arrepentí, por el dinero claro, pero entonces me sentí orgullosa de él. Hacía poco que había llegado a casa a vivir con nosotros. Juan se había mantenido al margen, refunfuñando, yo sabía que aquello no duraría, que Juan no tardaría en cabrearse de haber traído a mi padre a casa, a pesar que su pensión era mayor que su sueldo de economista o quizás por eso mismo. Siempre se metía con él, cuando no le oía claro ¡Viejo de mierda! Era lo más suave. El viernes vino tarde, bebido, él y los de la oficina habían estado de cañas. Sabía lo que iba a pasar, lo sabía sin embargo le dejé entrar, no se porque, quizás porque no me sentía tan desamparada con mi padre en casa. Entró y la emprendió a golpes con todo, incluido yo misma. No era la primera vez, solo que la rabia era mayor, los golpes más sañudos. No sabía ni donde estaba, tendida en un charco de mi propia sangre bajo la mesa de la cocina, sin embargo lo vi perfectamente. Erguido, todavía fuerte pese a su vejez, plantándole cara a Juan, a la mala bestia de Juan. Bastó una mirada para acojonarlo, yo sentía la furia de mi padre, una furia que no era solo contra Juan, de alguna manera él era un símbolo de todo la amargura de su vida actual. Fue rápido con el taburete, golpeó a Juan justo en la cabeza, partiendo el plástico, como disfruté de ese momento... a pesar que sabía que Juan se marcharía llevándose su sueldo, el futuro de la niña. Un
momento de felicidad por años de terribles sacrificios. Con la pensión y el sueldo malvivíamos, solo con la pensión fue duro, muy duro.
A veces lo pienso... ¿Descansarán?, ¿Sentirán?, ¿Qué será de sus pensamientos tras la muerte? Dicen que no sienten nada, están muertos, pero dicen tantas mentiras, como que aquellas sustancias con las que trabajó mi padre eran inocuas. Tantos años después le comieron por dentro destruyendo sus nervios, sus pulmones, pero no su cabeza, su mirada altiva y clara aún en la silla de ruedas mientras los limpiaba, le daba de comer, como desafiando a la misma muerte.
Creo que él lo sabía, lo sospechaba, y por supuesto se oponía. Si hubiera tenido fuerzas para matarse quizás lo hubiera hecho cuando la niña y yo estuviéramos fuera, para que al encontrarle estuviese ya demasiado frío. Era a lo único que temía.
Con su sueldo ahora viviremos mejor, casi tendremos suficiente para una casa mejor, debería estar feliz, pero no lo estoy. Debería sentirme a gusto, una muerte eficaz para la sociedad, como dice el anuncio de la tele. Solo que la gente de la tele siempre es feliz y las personas reales, rara vez.
Por lo menos fueron rápidos, vinieron en cuanto les llamé, apenas dos minutos y estaban aquí con aquel tanque helado que desprendía vaho blanco. Me hicieron firmar y después se pusieron a trabajar. No quise mirar, abracé a la niña y fuimos a la otra habitación. No paraba de decirme "él quería lo mejor para nosotras", "él quería lo mejor para nosotras", "él quería lo mejor para nosotras", "él quería lo mejor para nosotras". Se lo llevaron y un señor trajeado, muy amable nos pidió los datos de la cuenta, y acordamos la cantidad, el sueldo mensual por su trabajo. No sé si hice bien en contratar con esa compañía. Hay varias, no entiendo mucho, quizás en otra me hubieran pagado más, Juan hubiera sabido sacar mejor partido, pero mejor que esté lejos, que no haya vuelto en estos diez años. Le pregunté tímidamente en que consistía aquel trabajo, que iban a hacer con él y el señor trajeado me explicó que era algo completamente legal: el trabajo postmortem. Se toma el cerebro todavía sin daños de un recién fallecido, se le alimenta por métodos artificiales, se le mantiene vivo y se le reprograma hasta que se convierte en un potente ordenador biológico. Luego su uso concreto es difícil de determinar. Su padre, dado su alto coeficiente de computación trabajara en proyectos grandes, junto a enormes baterías de cerebros en paralelo que investigan o diseñan.
También me dijo con una sonrisa deslumbrante que no sufrían, que en realidad su personalidad se perdía con la muerte y la reprogramación, y que él seguiría llamándole persona y pagándole un sueldo era consecuencia de leyes anticuadas, pero que se mantenían porque de alguna manera ayudaban a otras personas, como nosotras. Le creí, al principio sin dudas, luego tuve pesadillas, recordé las mentiras que personas trajeadas nos han contado en múltiples ocasiones y empece a dudar, a imaginar que mi padre despertaba en una oscuridad total, un silencio de piedra, la ausencia de todo estímulo, con pensamientos extraños taladrándole la consciencia, obligado a pensar por caminos cambiantes, sin sueño, sin descanso, en una eternidad muy parecida a un infierno, quizás recordando esos últimos momentos, cuando ya la muerte se le echaba encima con un peso intolerable, y me miraba con pánico, la única vez que vi pánico en sus ojos orgullosos, pánico no de la muerte, sino de lo que habría tras ella.

Eduardo Vaquerizo