Un comerciante muy rico tenía una hija de mejillas brillantes como
Venus. Su rostro era hermoso como la luna y daba buena suerte. Cuando alcanzó
la edad de la madurez, su padre la confió a un marido. Pero este marido apenas
era digno de ella. Sin embargo, si las sandías maduras no se cogen, se pudren.
Así, por temor a los sobornadores, el padre se vio obligado a cometer este
error. Dijo, sin embargo, a su hija:
«Pon mucha atención para no quedarte embarazada. Sólo por necesidad te
caso con este pobre hombre. Es un solitario y no hay que esperar mucha
constancia por su parte. Si te abandona cualquier día, la carga de un hijo
sería demasiado pesada para ti.
-¡Oh, padre! dijo la bella, ¡tu consejo es bien intencionado y lleno
de razón y obraré siguiendo tu parecer! »
Cada tres días, el comerciante reiteraba sus consejos a su hija para
protegerla del peligro de la procreación. Pero ella era joven y su marido
también, tanto que no tardó en quedar embarazada.
Ocultó a su padre la noticia durante cinco meses, hasta el momento en
que la cosa se hizo evidente en exceso.
«¿No te había dicho yo que
tuvieras cuidado? exclamó el comerciante. ¿Se han desvanecido mis consejos como
humo? ¿Alguna vez han influido en ti?
-¡Oh, padre! Respondió la hija, ¿cómo habría podido protegerme? La mujer y el hombre son como del fuego
y el algodón. ¿Cómo podría el algodón protegerse del fuego y evitar
inflamarse?»
El comerciante replica:
«No te aconsejé que no te
acercaras a tu marido, sino sólo que te protegieras de su semen. ¡No tenías más
que alejarte de él en el momento fatal!
-Pero ¿cómo hubiera yo podido reconocer un instante tan secreto?
-Es evidente, sin embargo. ¡Es el momento preciso en que los ojos del
hombre se ponen en blanco!
-¡Querido padre! Exclamó la hija, ¡cuando los ojos de mi marido se
ponen en blanco, los míos se quedan ciegos!»