El alterego
Mi mujer no
cree una palabra de lo que voy a contarle, doctor. Por eso la abandoné.
Trasladé mis desgracias, mi gabinete y mi covacha a un terreno que compré en
las playas de Salinaseca. Colgué una hamaca de dos palos. Lo único que saqué de
la casa de mi mujer fue a mi perro, el Alterego, de quien tengo mucho que
platicarle, doctor. Yo sé que usted me cree, yo sé que usted va a querer
escribir esta historia, doctor.
La parte de
abajo de la playa la tienen ocupada los millonarios, casas rodeadas de malla
ciclónica, adornadas con jardines y pintaditas de blanco. Alrededor hay un
caserío de pescadores, agricultores, trabajadores de las quintas, empleadas
domésticas, lavanderas y planchadoras de ropa, jardineros, choferes, cortadores
de leña y otra gente menesterosa y urgida. Siempre es así, doctor. Esta parte del
cuento usted debe sabérsela mejor que yo.
Yo me
conseguí un terreno en la parte más alta. En la cresta de una loma. De manera
que fui a quedar arriba de todos, por encima de pobres, acomodados y ricos. ¡Es
una belleza mi terreno, viera qué vista! Tengo que llevarlo para que conozca,
doctor. Yo sé que a usted va a encantarle el lugar.
De momento
casi no hay nada. Un bajareque, unas tablas derribadas, una piedras
amontonadas. Pero yo voy a convertir ese lugar en un oasis, en un paraíso
mahometano. ¿Usted me cree, doctor? ¿De verdad?¿De verdad? ¡Deme un
abrazo! Eso precisamente es lo que mi mujer alega que son puras locuras. Por
eso la dejé.
Tenemos que
ir allá para que usted conozca. Yo ya tengo controlada la cartografía, la
escenografía y todo el elenco dramático de la comunidad. Está don Evaristo
Garmendia Montiel, que es el patriarca de aquel pueblo, en una punta del
caserío. Mientras al otro extremo, ya en mis linderos, viven Policarpo
Salmerón, sus hijos y sus compinches, gente retobada y malhechora, que se han
quedado representando a los malos de las películas mexicanas.
Y existen dos o tres
mujeres casaderas, más una divorciada, que a todo el que llega desde afuera lo
miden con ojos de posible partido marital.
De todo esto me di cuenta
en cuanto llegué (porque hasta cierto punto yo estoy aprendiendo de usted,
doctor).
Lo primero
que les llamó la atención a los del pueblo fue la fidelidad con que me obedecía
el Alterego, mi perro. Yo le ordenaba que se quedara de noche solo, cuidando el
bajareque y el terreno. Y el perro se quedaba. Pero además no necesitaba ni
hablarle, mucho menos gritarle ni pegarle, yo levantaba las cejas, o me alisaba
el pelo, y el perro descifraba mis intenciones, y las ejecutaba al pie de la
letra, cabal. Si lo que quería era que me dejara solo con alguna visita, con
sólo oírme toser dos veces el perro comprendía y se salía al patio moviendo despacio
la cola. Al entendido, por señas, dicen.
Pero lo que
más los escandalizaba era que yo conversara con el perro, como se habla con una
persona. Le consultaba mis problemas, le exponía mis proyectos, le confesaba
mis dudas y hasta mis pecados, si quiere usted.
A decir
verdad, durante los primeros quince días que estuve en ese lugar sólo
conversaba de verdad con el Alterego. Yo sé que usted va a entenderme, doctor,
yo sé que a usted no van a parecerle locuras lo que digo. Usted sabe que hasta
los mayores disparates pueden nutrirse de insospechadas razones. Por eso se lo
cuento a usted, que de todo se percata y advierte. Le digo, yo estoy apenas
tratando de aprender de usted, doctor.
Yo estaba atravesando la mayor crisis financiera en ese tiempo (¿Pero, cuándo es que no?, dice mi mujer). Me
preocupaba no tener que darle de comer al perro. Ayunábamos los dos, días
enteros, doctor, le soy franco. Él se quedaba enrolladito en un rincón,
haciendo la siesta. Hasta que de repente levantaba la cabeza, paraba las
orejas... y entonces se oía a lo lejos «¡pum!» que alguien había dejado caer
una bolsa de basura en el contenedor del sector de los ricos. El Alterego
salía corriendo, se metía de cabeza al contenedor, rompía con los dientes la
bolsa de plástico, hurgaba entre la basura fresca... y encontraba algo de
comer.
Regresaba
contento, satisfecho, orgulloso.
De noche salía yo a orinar al patio antes de acostarme. El Alterego me
seguía. No crea que de confianzudo e igualado iba a pararse junto a mí. No. Se
quedaba esperando unos pasos atrás, discreto, juicioso, educado, con las orejas
tiesas, mientras yo orinaba contra el tronco de un chilamate.
Seguramente
pensaba:
Mi jefe tiene problemas. Anda preocupado, caviloso, intranquilo. Las
divisas líquidas se le escabullen, los proyectos más luminosos se le apagan. Se ha llenado de
problemas y deudas. La mujer lo malcomprende, lo regaña y lo destierra. Vive
aislado. Pero por lo menos, de ahora en adelante, sabe que lo que soy yo, no le
voy a ocasionar ningún gasto para mi mantenimiento. Mientras exista basura de
ricos en este mundo...
Cuando llegué
a la comunidad lo primero que hice fue recoger a todos los cipotes. Ofrecí
darles trabajo, pagarles. Se me hizo un grupo como de treinta. El trabajo sería
recoger todas las latas vacías del basurero que había sido hasta entonces mi
terreno. Las de cerveza y gaseosa las pago a diez centavos, las de sardinas a
cinco, les dije, porque también estoy revalorizando todos esos billetitos de
cinco y diez centavos que la gente desecha. Por eso es que le digo que estoy
aprendiendo de usted, doctor.
Uniendo las
latas con nailon de pescar hice unas ristras, y clavando unas ristras junto a
otras en una regla hice una especie de cortinas para portones. Todavía no he
podido vender ninguna. Mi mujer dice que por ese tipo de disparates es que a
ella no le cabe la menor duda de que estoy completamente loco, y que todos mis
proyectos van a fracasar. Pero yo estoy seguro de que existe un cierto tipo de
turista que podría pagar buen precio por un invento tan vistoso. O no sé si
usted habrá visto a esos pintores que pegan latas en una tabla, las esmaltan,
las barnizan y las venden carísimas. Algo así es lo que he querido hacer yo.
¿Usted cree en mí, doctor? ¿De verdad?
Se lo
agradezco. Con gente como usted vamos hasta el final del cuento.
Yo no conversaba con nadie, más que con el Alterego, ya le digo, pero
saludaba a todo el mundo. De los cipotes había obtenido entre plática y chisme
información detallada y completa de toda la gente adulta de la comunidad.
Un domingo
decidí ir a la iglesia. Allí me encontré reunido a todo el pueblo. Había una
Jacobita, divorciada, nieta de don Evaristo, el patriarca, que era la que me saludaba con más simpatía. Acaso
porque ella pensaba Este hombre vive solo,
y es
el dueño de El Erario (que
por capricho así había bautizado yo mi media manzana de terreno). La Jacobita no me despegaba los ojos. Yo me
hacía el que no era conmigo, pero con cualquier pretexto le agarraba la mano.
Le digo que lo que yo quisiera es apenas aprender de usted, doctor.
Pero resultó
que la Jacobita de quien se había divorciado era del hijo cumiche de Policarpo Salmerón, que todavía la celaba. Con la ayuda de unos amigos de mala
calaña y de todo el resto de su familia.
Ahí comenzó el problema. Y
si usted me creyó el principio, doctor, quiero que también me crea el final.
El
Policarpito comenzó a buscarme camorra donde nos encontráramos. En las calles,
en las ventas, en las ramadas playeras del caserío, hasta en el mismo atrio de
la iglesita el hombre inventaba maneras de provocarme. Y nunca llegaba solo,
siempre aparecía escoltado por dos o tres malvivientes que le hacían coro. Pero
yo disimulaba, no le ponía mente, doctor.
Una noche nos
encontramos en la cantina del pueblo. Como por desafío me invitó a bebernos media
botella de aguardiente. Acepté. Me senté en la misma mesa donde estaba sentado
él, junto con tres de sus amistades nefastas, lo peor del pueblo: Franz
Gallina, Serrucho Marín y Tomasito Mierdal, vil escoria humana, gente
fanfarrona y cuchillera. La segunda media de aguardiente la invité yo. Pero no
platiqué con ellos ni media palabra. Sólo los oí presumir, contando sus
aventuras, las hazañas de sus estafas y sus atracos.
A medianoche
estábamos borrachos todos. Pero aun en medio de mi borrachera noté que
Gallina, Serrucho y Mierdal salían de la cantina primero. Me van a esperar
afuera, pensé. Dije que iba a orinar y salí al patio. No había luna, la
noche estaba oscura. A tientas me salté un cerco, pero afuera no se miraba el
camino. Me sentí desorientado, inseguro. Pensé que mis enemigos me acechaban.
Retrocedí hasta apoyar la espalda en las tablas del cerco. No sabía qué hacer.
Cuando en
eso, se va apareciendo, calladito, calladito, el Alterego.
En la oscurana cerrada me fui siguiendo al perro. Me pareció que
dábamos un rodeo muy largo, bordeamos el pueblo, orillamos la playa, pasamos
por detrás de las casas de los ricos, subimos la loma por la retaguardia.
Cuando llegamos a mi terreno me sentí seguro y a salvo. Yo sabía que mis
enemigos podían haberme seguido, pero no se iban a atrever a meterse en mi
propiedad. Aquí soy rey.
En lo oscuro
siempre, me salí a lo más limpio de mi terreno, y les grité:
Hijos de puta (porque como le repito, doctor, yo apenas
estoy tratando de aprender de usted), ¿por qué me acosan? Policarpitos de
mierda, Tomasitos Mierdales, Serruchos y Gallinas, se extrañan porque me
niego a hablarles, porque prefiero la compañía de mi perro a la de ustedes. Si
les digo que en mi perro encuentro más humanidad que en ustedes, les diría apenas
un lugar común. Pero les digo más: si aquí en esta oscuridad algún bicho
ponzoñoso me mordiera, más bien me serviría de alimento, comparado con lo que
me destruye y corrompe la cercanía de alimañas tan inmundas como ustedes,
¡hijos de puta! Y eso fue todo, doctor. No se volvieron a meter conmigo.
El resto de la historia no es nada, doctor. Usted se sabe estos cuentos
mejor que yo. No pasó nada. La Jacobita al final ni se enredó conmigo ni
regresó tampoco con el Policarpito. Más bien acabó enqueridándose con un
agente viajero que llegaba cada quince días a distribuir mercadería en una
Subaru verde, y que no tenía nada que ver.
Pero con esa bronca yo he definido mi estatuto en el coro mayor de la
escena municipal. Además de que se ha sellado para siempre la afinidad, la confianza
y el cariño recíprocos que nos dispensamos con mi fiel Alterego.
¿No le parece
un gran logro, doctor?