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jueves, 1 de noviembre de 2018

Rescue Plus - Bach

 

Isla: todos los cuentos (fragmentos)

Primero aprendí lo necesario acerca de nuestra casa, que era una de las cincuenta y tantas que formaban una hilera alrededor de la herradura de la ensenada en que se abría el puerto con la dársena en su corazón. Algunas estaban tan próximas a la orilla que durante un temporal la espuma del mar azotaba sus ventanas, mientras otras quedaban más rezagadas, a resguardo de la playa, como era el caso de la nuestra. Tanto las casas como sus habitantes, igual que los de los pueblos y aldeas vecinos, eran resultado del descontento reinante en Irlanda, de la expulsión de los indígenas de los Highlands de Escocia y de la guerra de Independencia norteamericana. Eran celtas católicos, impulsivos, emotivos, que no soportaron la convivencia con Inglaterra, o protestantes puritanos, astutos y decididos que, en los años que siguieron a 1776, no soportaron vivir sin ella.
La estancia más importante de nuestra casa era una de esas cocinas alargadas y antiguas, que caldeaba un fogón mixto, de carbón y de leña. Tras el fogón había una arqueta llena de astillas y troncos; al lado, un cubo para el carbón. El centro lo ocupaba una robusta mesa de madera, con dos alas que reducían o expandían sus dimensiones. Había cinco sillas de madera maciza, hechas en casa, que habían sido astilladas y tajadas por gran variedad de cuchillos. Contra la pared este, frente al fogón, se hundía un sofá por el medio con un cojín a modo de almohada; encima, un estante donde se colocaban las cerillas, el tabaco, los lápices, anzuelos sueltos, rollos de sedal y una lata de aluminio llena de facturas y recibos. La pared sur estaba dominada por la ventana que daba al mar; en la pared norte había un tablero de metro y medio de altura, donde había adheridos varios colgadores para la ropa. Debajo, se amontonaba un sinnúmero de calzados desordenados, la mayoría de caucho. En esa misma pared estaban colgados un barómetro, una carta náutica de la zona y un estante sobre el que descansaba una radio pequeña. El espacio de la cocina lo compartíamos todos; era una franja de separación, un colchón entre el orden inmaculado de las otras diez habitaciones y el caos impracticable de la habitación que pertenecía a mi padre.
Mi madre se ocupaba de la casa tal como sus hermanos se encargaban de sus pesqueros. Todo estaba limpio, inmaculado, en orden. 
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Hubo un tiempo, hace muchísimo, en que las langostas no tenían tanto valor. Seguramente porque en los mercados del mundo entero aún no las habían descubierto, o bien porque esos mercados estaban lejísimos. La gente comía cuantas langostas le venían en gana, e incluso las empleaba como abono en sus campos. Y los que se las comían tampoco las consideraban un manjar exquisito. De aquella época lejana se suele citar una anécdota, según la cual en las escuelas siempre era posible identificar a los niños de familias más pobres porque eran los que llevaban bocadillos de langosta. Los más adinerados se podían permitir el lujo de la carne con tomate.
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Casi todo el tiempo se hablaron en gaélico, como todas las generaciones anteriores en los últimos cien años. Aunque en el periodo de entreguerras, al vender las reses, los corderos o lo obtenido en la pesca, se dieron cuenta de que la lengua jugaba en su contra. Aún veía a su abuelo ponerse rojo como la grana bajo los bigotes canos mientras intentaba llegar a un acuerdo con los compradores anglohablantes: pronunciaba palabras en gaélico para recibir voces inglesas y la inmensa mayoría de lo dicho caía en un valle de incomprensión que se abría entre uno y los otros. Y al otro lado del río pasaba más de lo mismo con los acadianos francófonos, igual que sucedía al este con los Mi'kmaq. Todos ellos estaban atrapados en aquellas bellas cárceles de las lenguas que amaban.

Alistair MacLeod