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jueves, 29 de noviembre de 2018

Bitxikiak 2018


El asesino                                         

Ya no hago más que pensar en mi asesino, ese joven imprudente y tímido que el otro día se me acercó al salir del hipódromo, en un momento en que los guardias lo habrían hecho pedazos antes de que alcanzara a rozar el borde de mi túnica. 
Lo sentí palpitar cerca de mí. Su propósito se agitaba en él como una cuadriga furiosa. Lo vi llevarse la mano hacia el puñal escondido, pero lo ayudé a contenerse desviando un poco mi camino. Quedó desfalleciente, apoyado en una columna. 
Me parece haberlo visto ya otras veces, rostro puro, inolvidable entre esta muchedumbre de bestias. Recuerdo que un día salió corriendo un cocinero de mi palacio, en pos del muchacho que huía robando un cuchillo. Juraría que ese joven es el asesino inexperto y que moriré bajo el arma con que se corta la carne en la cocina. 
El día en que una banda de soldados borrachos entró en mi casa para proclamarme emperador después de arrastrar por la calle el cadáver de Rinometos, comprendí que mi suerte estaba echada. Me sometí al destino, abandoné una vida de riqueza, de molicie y de vicio para convertirme en complaciente verdugo. 
Ahora ha llegado mi turno. Ese joven, que trae mi muerte en su pecho, me obsede con su leve persecución. Debo ayudarlo, decidir su cautela. Hay que apresurar nuestra cita, antes de que surja el usurpador que lo traicione, dándome una muerte ignominiosa de tirano. 
Esta noche pasearé solo por los jardines imperiales. Iré lavado y perfumado. Vestiré una túnica nueva y saldré al paso del asesino que tiembla detrás de un árbol. 
En el rápido viaje de su puñal, como en un relámpago, veré iluminarse mi alma sombría. 

Arreola

martes, 27 de noviembre de 2018

Museo de Arte Popular

 


Cuentos para tahúres

Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.
-Lo que quieran… -dijo.
Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.
-La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a dormir.
Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.
-Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos.
-¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.
Flores lo midió de arriba abajo.
-¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.
Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.
El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.
-El cuatro -cantó alguno.
En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y ahora buscaba otra vez el 4.
El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:
-¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.
Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:
-¡El cuatro!
En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.
Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre Flores, era demasiada suerte”. Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.
En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
“Le erraron a Flores”, pensé en el primer momento, “y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte.”
Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.
Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.
Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.
Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los “chivos” tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.
Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.
Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.
Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces… y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.
Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso…
Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.
Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.
Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los “chivos” y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.
Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor…

Rodolfo Walsh

domingo, 25 de noviembre de 2018

Museo Málaga








La hora de los équidos                                                                                                                                                                                                                                                 Clotildita llegó con la novedad a casa, diz que en la oficina lo supo, que era la comidilla de todos. A partir de entonces no aceptó subir más al auto del novio, e hizo bien porque a las semanas se quedó viuda antes de casarse: al tal Arturo lo cogieron en la peor forma: cuando reponía un neumático pinchado, un tipo (o una tipa, no se averiguó nunca) se le cercó por la espalda y le cercenó la cabeza. En pleno centro de la ciudad, hasta eso. En los alrededores de Gobernación, apenas pasado el mediodía. Luego incendiaron su carro, con todo y llanta de repuesto.                                                Pobre Clotildita. Pero hoy no hay hombre seguro, digo hombre de automóvil. No más se ve aparecer un vehículo cuando medio centenar de francotiradores apuntan al chofer desde las ventanas de las oficinas, las vitrinas de los comercios, los balcones, las estatuas, los aleros, los postes, las barricadas, los sumideros, las mesas de los cafés al aire libre. La gente se ha organizado para cazar automovilistas porque ya no se aguantaba más la polución del aire. El monóxido carbónico y el polvillo y no sé qué más paraban en gotitas de ácido nítrico. Y allí nos tenían a todos con los pulmones como chatarra de orfebrería o como placas de grabador al agua fuerte.                              Lo que Clotildita contó es que el segundo jefe había sido atacado con bazooka mientras paseaba con la familia hijos incluidos. Una temeridad llevar niños en una situación como la actual. El carro quedó hecho trizas, claro está, y hubo dificultades para recoger los restos dispersos de los ocupantes. Pero aunque era la comidilla de toda la ciudad, los diarios no publicaron nada, el gobierno puso censura a esa clase de noticias. La cosa ocurrió así (cómo ocultarlo del todo si fue en pleno centro y en día feriado): una guerrilla urbana, integrada por amas de casa, emplazó bazookas en la Avenida de los Héroes. Allí batieron el Chevrolet del segundo jefe de Clotildita y dieciséis automóviles más, antes de rendirse a la Primera Compañía de fusileros del Tercer Batallón de Infantería del Segundo Regimiento, con plaza en la Quinta Zona. 
Furiosos por la contaminación del aire estábamos todos; pero las amas de casa, por aquello del amor materno, vaya usted a saber, eran las más furiosas. En alguna forma obtuvieron armas (no sólo escopetas de caza, como podría suponerse, sino también y principalmente fusiles M-2 de mira telescópica, metralletas, granadas de mano, cañones antitanque, etc.), y organizaron comandos guerrilleros. Antes habían hecho la llamada "Operación Miel Sobre Hojuelas": se pusieron de acuerdo para verter azúcar en los tanques de gasolina de los autos caseros, y azotó a la ciudad una epidemia de motores pegados para desconcierto de todos, menos de ellas, las amas de casa. Como al cabo de un tiempo muchos automóviles no sólo se habían recuperado del achaque sino que, reparados a prisa en los talleres abarrotados, producían más humo que nunca, las doñas decidieron pegarle fuego a cuanto vehículo motorizado pudieran. Y vista la oposición y hasta la resistencia violenta de los conductores, se convino en que era más fácil proceder con orden y lógica: fusilar al individuo y quemar a continuación el auto. Poco después aparecería la mejor indicación de que la campaña, marchaba exitosamente: por las noches no había un auto en las calles, ni parado ni rodando, y se acabaron los embotellamientos en las horas-punta, y las grandes vías de tránsito rápido son ahora fáciles de cruzar, pues el tránsito ya no es rápido. 
Porque tránsito siempre hay, digo tránsito rodado. La gente exhumó las viejas bicicletas cuando la producción local y la importación no bastaron para satisfacer la demanda, y hoy pueden verse millares donde antes no entraba una, condenada como estaba a ser arrollada por los coches y los autobuses. 
Cuando la guerra de las amas de casa iba por lo mejor, los altos funcionarios públicos y los ejecutivos de las principales empresas privadas decidieron transportarse en tanques o carros de combate, blindados; pero las bombas que llovían desde las azoteas terminaban por pararlos de todas maneras, y contra sus ocupantes la furia de las madres de familia era especialmente sangrienta: directores generales hubo despedazados con tijeras de costura, limas de uñas, ganchos de pelo y agujas de crochet. Además, las orugas le hacían mucho daño al pavimento, y eso era otro motivo más de cólera. Ahora todos ellos van en coches tirados por caballos, y a esos las amas de casa los respetan. Los modelos son variados, y dependen de la categoría o la situación económica de cada quien. El jefe de Clotildita tiene un cabriolé con pescante posterior elevado. Como es viudo y sus hijos ya se casaron, no precisa de mucho espacio. Me imagino que por eso escogió ese modelo. Las familias grandes prefieren los charabanes cubiertos, y hay quien tiene diligencias, especialmente los que viajan a menudo a las zonas rurales o viven en ciudades satélites. Las familias pequeñas montan en landós. Los médicos suelen usar tiros en tándem, lo mismo que los oficiales de la policía y los repartidores de los almacenes de lujo; los jóvenes solteros y de medios se inclinan por los tílburis y los cabriolés simples, los playboys por los carros romanos (ya ataviados de procónsules, ya -lo que es de un pésimo anacronismo de jockies); las señoritas coquetas en edad de merecer se exhiben los domingos y las tardes claras en buggies, (1) siendo más populares los modelos ingleses que los americanos. Los ministros van a Palacio en berlina, y los directores generales en calesín, al igual que los gerentes de banco y los comerciantes ricos. El señor presidente gasta carroza, y litera el nuncio apostólico de Su Santidad. Los escolares van en patines y monopatines, y los obreros y dependientes de comercio en bicicleta. El alcalde ha inaugurado el primer servicio público de transportes: diez unidades de ómnibus con imperial, tirada cada unidad por seis caballos. Se habla de un avance técnico: los tranvías, de sangre. Hay también calesas en los puntos de taxis. Papá tiene un faetón económico, en el que se acomodan mamá y Clotildita. Yo me cuelgo como puedo. Yo estoy feliz con todo esto, es más divertido que antes; pero me consta que hay quienes no lo están, particularmente aquellos que, sudan y maldicen en sus vehículos de inválido (van en ellos aunque no son inválidos, obligados a hacerlo por la presión social que ve con malos ojos al peatón) los cutis que se ganan la vida arrastrando carretones, los portadores de sillas de mano y palanquines, etc. Siempre hay descontentos en este valle de lágrimas. 
Muchas cosas han variado en la ciudad. Y no sólo porque desaparecieran las estaciones de servicio (en todo caso, ya no se vende más gasolina en ellas; ahora se venden helados, látigos y sombreros de paja, heno y concentrado para bestias, etc.), qué va, por muchas otras cosas digo que ha variado la ciudad. Hasta la conversación se transformó con los nuevos vientos. Antes hablábamos, como cualquier pueblo mecanizado, de radiador, acelerador, embrague, diferencial, tubo de escape, volante, arranque, palanca de velocidades, sedán, limousina, convertible, qué sé yo; ahora se nos llena la boca de arneses y arreos: muserolas, quijeras, colleras, sillines, sufras, tirantes, bridas, petrales, baticolas, sobrecuellos. Cuando nos referimos a los vehículos propiamente dichos, el lenguaje no ha variado tanto, por lo menos eso siento yo: ruedas (delanteras y traseras), guardabarros, pescante, faroles, ventanillas, portezuelas, estribo, frenos... Cambio radical hubo en el vocabulario de quienes, en vez de ir en coche, prefieren montar a caballo: copete, ollar, belfos, cerviz, cruz, cascos, grupa, maslo. Y eso sin mencionar los aires del cuadrúpedo: el paso de andadura, el trote, el galope tendido. Ni los aplomos de las extremidades (estevado, cerrado, patizambo, poco pecho...), qué sé yo, la cosa es que ahora sólo se habla de eso, de purasangres y árabes, de equitación, de passage, de cabriolas y corvetas, porque hasta allí hemos llegado otra vez, a soportar a los de siempre, a los que antes cogían las esquinas con chirrido de llantas y frenaban y aceleraban a destajo y tocaban a medianoche aquellas bocinas electrónicas de ochenta decibeles con canciones populares y hoy, a falta de carro, se encallecen el trasero sobre sillas de montar repujadas con pedrería de mero relumbrón, se gastan el presupuesto familiar en estribos de Plata con campanitas, en espuelas de relojería, en frenos de fiesta, todo para qué, si el animal, que ha atado esperando en los establos subterráneos o en las caballerizas elevadas o en los parques o amarrados a los parquímetros o en los salones de belleza equinos (cepilleo, lavadeo, lustreo de cascos, trensadeo de crines, pulideo de dientes), si ha estado esperando el caballo a que el jinete salga de sus ocupaciones, muestre la avena al más leve hincar de espuelas, piafe, salte, corra, todo para qué, si al final de cuentas al primer corcovo el petimetre da de bruces, y allí está abollada la visera o la hombrera, rota la clavícula, destornillada la escarcela o la adarga, el penacho de plumas de gallo alicaído. Porque hasta eso también: los señoritos se encasquetan yelmos medievales o armaduras completas, de cuero o de plástico imitación hierro, claro, por aquello del precio, del peso, del calor y la incomodidad. De cowboy sólo se visten los chabacanos. 
En la campaña a mamá le corresponde la fabricación en serie de cócteles molotov. Como es medio cegata y difícilmente acertaría tiro con el fusil de precisión, el comité la encargó de llenar botellas con gasolina. Al principio papá protestaba, después se entusiasmó y ahora tuerce mechas de hilo de algodón en una rueca de pedal. El comité puso a disposición de mamá nueve ayudantas y la casa es ahora una fábrica de cócteles molotov con horario de entrada y de salida, pausa para el café, estímulos a la producción, vacaciones anuales y toda la cosa. Los jueves y los lunes llegan a casa carretas tiradas por percherones para entregar a mamá las botellas recolectadas entre el vecindario y recoger la producción. 
Lo sorprendente es que ya no hay automóviles, o quizás no sea sorprendente. Ya nadie quiere arriesgarse a conducir, o meramente a ir de pasajero, por temor a que le den cacería. No sé si el cáncer del pulmón ha disminuido, en todo caso nos divertimos de lo lindo. Clotildita no. Clotildita no cesa de llorar al Arturo. Pero el aire sí está más límpido, más respirable, y eso alegra a cualquiera, aunque el pavimento de las calles y aceras es una porquería con tanto estiércol. Algo habrá que hacer al respecto. 
Pero cegata y todo, mamá no renuncia a lanzar ella misma de vez en cuando un cóctel molotov. Eso la divierte a mares. Guarda una bombita en la cartera, va a misa, se mete en el confesionario, sube a la torre y espera allá arriba el paso de algún coche a motor para tirar la botella. La molotov es una bomba sorda, incendiaria, y todo lo que se escucha es el volar de vidrios rotos y apenas un crepitar, o casi un crepitar, de los lengüetazos de las llamaradas, por lo que la misa no se interrumpe, además todos saben que se trata de mamá. Por supuesto no pasan coches, qué van a pasar; pero mamá arroja de todas formas su botella (prefiere las de whiski. Dice que por ser el cristal más delgado se rompen mejor), no es cosa que va a subir los trescientos veintiún escalones por gusto. Enciende la mecha con un fosforito, sostiene la bomba, así encendida, un rato en la mano, como candil, y la arroja a plomo contra cualquier viandante de corbata. "Son los mejores blancos", dice; "además ahora habrá que purificar la ciudad de corbatudos. Son burócratas y fuman demasiado". Eso dice. Si mamá acierta (y para ello no es preciso dar en la coronilla, con que caiga cerca basta), el hombre corre despavorido por el atrio, hasta que se desploma retorcido entre estertores, se inmoviliza en una postura inverosímil y así se quema, la ropa chamuscada confundida con la piel chamuscada, la corbata reducida al nudo inconmovible, en el aire un acre olor a chamusquina. Entonces mamá baja, hay coros en la misa, los fieles la miran con envidia, y es tiempo todavía para comulgar. 

Álvaro Menén Desleal

viernes, 23 de noviembre de 2018

Librería Metáfora


El conductor

József Pereszlényi, desplazador de materiales, se detuvo con su coche Wartburg, matrícula número CO 75–14, junto al kiosco de periódicos de la esquina.
–Deme un Noticias de Budapest.
–Lamentablemente se agotó.
–Deme uno de ayer, entonces.
–También se acabó. Pero casualmente tengo ya uno de mañana.
–¿También ahí aparece la cartelera del cine?
–Eso sale todos los días.
–Entonces deme ese de mañana –dijo el movilizador de materiales.
Se volvió a sentar en su coche y buscó la programación de los cines. Después de un rato encontró una película checoslovaca –Los amores de una rubia– de la que había oído hablar elogiosamente. La proyectaban en el cine Cueva Azul de la calle Stácio, a partir de las cinco y media.
Justo a tiempo. Todavía faltaba un poco. Siguió hojeando el diario del día siguiente. Le llamó la atención una noticia acerca del desplazador de materiales József Pereszlényi, quien, con su coche Wartburg matrícula CO 75–14 se desplazaba con una velocidad mayor a la permitida por la calle Stácio, y no lejos del cine Cueva Azul chocó de frente con un camión. El descuidado conductor murió en el acto.
“¡Quién lo diría”, pensó Pereszlényi.
Miró su reloj. Ya pronto serían las cinco y media. Guardó el periódico en el bolsillo, se puso en marcha, a una velocidad mayor de la permitida, y chocó con un camión en la calle Stácio, no lejos del cine Cueva Azul.
Murió en el acto, con el periódico del día siguiente en el bolsillo.

István Örkény

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Arenys de Mar


Era un país pobre

…even supposing that history were, once 
in a way, no liar, could it be that...
Kenneth Grahame

Era un país pobre, como tantos otros de que guarda siempre confuso recuerdo el viajero impenitente. La exportación se reducía a pieles de camello, utensilios de barro, estampas devotas y diccionarios de bolsillo. Ya adivinaréis que se vivía por completo de géneros y efectos traídos de otras naciones.
A pesar de la escasa producción de riquezas sobrevino un periodo de florecimiento artístico. Si sois profesores de literatura, os explicaréis el hecho fácilmente.
Aparecieron muchos poetas, de los cuales uno era idílico, lleno de ternura y sentido de la naturaleza y también muy poseído de la solemne misión de los bardos; y otro, satánico —verdadera bête noire de cierta crítica mojigata—, a quien todas las señoras deseaban conocer, y que en lo personal era un pobre y desmedrado sujeto. Hubo también incontables historiadores: uno de ellos, medioevalista omnisciente, aunaba del investigador impecable y del sintetizador amenísimo; otros eran concienzudos y prolijos, o elegantes y de doctrina cada vez más sospechosa.
La crítica literaria prosperaba con lozanía. Además de los tres o cuatro inevitables retrasados, que censuraban por sistema cuanto paraba en sus manos y que sin fruto predicaban el retorno a una época remota de mediocridad académica, había escritores eruditos e inteligentes que justificaban, ante una opinión cada vez más interesada, los caprichos y rarezas de los hombres de gusto.
La novela, el teatro, el ensayo adquirían inusitado vigor.
Después de los dioses mayores venía la innumerable caterva de los que escriben alguna vez, de los literatos sin letras, de los poetas que cuentan más como lectores, y cuyos nombres se confunden (en la memoria de cualquiera de nosotros, harto recargada de cosas inútiles), con los que vemos a diario en los rótulos de la calle.
Los extranjeros comenzaron a interesarse por este renacimiento de las artes, del que tuvieron noticias por incontables traducciones, algunas infelicísimas aunque a precios verdaderamente reducidos. Entonces se notó por primera vez un curioso fenómeno, muy citado en adelante por los tratadistas de Economía Política: el apogeo literario producía una alza de valores en los mercados extranjeros.
¡Qué sorpresa para los hombres de negocios! ¡Quién iba a sospechar que los libros de versos y embustes poseyeran tan útiles virtudes! En fin, la ciencia económica abunda en ironías y paradojas. Había que aprovechar desde luego esta nueva fuente de riquezas.
Se dictó una ley que puso a la literatura y demás artes bajo la jurisdicción del ministro de las finanzas. Los salones (bien provistos por cierto de impertinencia femenina), las academias, los cenáculos, todo fue reglamentado, inspeccionado y administrado.
Los hombres graves, los hombres serios protegían sin rubor las artes. En la Bolsa se hablaba corrientemente de realismo e idealismo, de problemas de expresión, de las Memorias de Goethe y de los Reisebilder de Heine.
El ministro de las finanzas presentaba por Navidad al Parlamento un presupuesto de la probable producción literaria del año siguiente: tantas novelas, tantos poemas… se restablece el equilibrio en favor de los géneros en prosa con cien libros de historia. Las mayorías gubernamentales estaban por los géneros en prosa, mientras que las izquierdas de la oposición exigían siempre mayor copia de versos.
Las acciones y géneros subían siempre en las cotizaciones de las bolsas. La moneda valía ya más que la libra esterlina, a pesar de que años antes se codeaba con el reis de Portugal en las listas de los mercados. A cada nuevo libro correspondía una alza, y aun a cada buena frase y a cada verso noble. Si había una cita equivocada en este tratado o en aquel prólogo, los valores bajaban algunos puntos.
El costo de la vida humana había descendido al límite de lo posible. Todas las despensas estaban bien abastecidas. Humeaban los pucheros de los aldeanos y el vino tierno henchía alegremente las cubas. Las señoras ya no hablaban de carestía, sino de sus alacenas bien repletas de holandas y brocados, de sus tarros de confituras y conservas, de sus arquillas que guardaban lucientes cintillos y pedrerías deslumbradoras.
Pero un día ocurrió una catástrofe. Bruscamente descendió la moneda muchos puntos en las cotizaciones. Pasaron semanas y el descenso continuó: no se trataba, pues, de un golpe de Bolsa.
¿Qué había sucedido? Todos se lo preguntaban en vano. Las señoras atribuían el desastre a la mala educación de las clases inferiores y al escote excesivo que impuso la moda aquel invierno.
La causa sin duda había de ser literaria. Sin embargo, los cenáculos, ateneos y todo el complicado mecanismo literario-burocrático seguía funcionando a maravilla. Nadie había salido de su línea.
Ordenose una minuciosa investigación; los mejores críticos fueron encargados de llevarla a buen fin. En realidad, nunca se llegó a saber la razón de aquella catástrofe financiera.
El dictamen de los críticos señalaba a algunos escritores de pensamiento tan torturado, de invenciones tan complicadas y de psicología tan aguda y monstruosa, que sus libros volvían más desgraciados a los lectores, les ennegrecían en extremo sus opiniones y les hacían, por último, renunciar a descubrir en la literatura la fuente milagrosa a donde purificar el espíritu de sus cuidados.
Ciertamente las artes no pueden ser el único sostén del bienestar de un pueblo.

Julio Torri

lunes, 19 de noviembre de 2018

Follas Novas







El cuento del niño malo

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.
Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.
La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.
Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de bofetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le halaba las orejas.
Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido… no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.
Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro… nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de religión.
Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la gorra a George Wilson… el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado:
-No castigue usted a este noble muchacho… ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo.
Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.
Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí… esa debe ser la razón.
La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivoco ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.
Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.
Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.

Mark Twain