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martes, 4 de septiembre de 2018

El retrato español en el Prado


Un retrato                                   

-¡Toma! ¡Ahí está Milial! -dijo alguien cerca de mí.
Miré al sujeto a quien designaban con este nombre, porque hacía tiempo que deseaba conocer a aquel don Juan.
Ya no era joven. Su cabello gris, de un gris sucio, recordaba vagamente esas gorras de pelo que se llevan en algunas comarcas del Norte, y su barba fina, bastante larga, le llegaba al pecho. Hablaba con una mujer, inclinado hacia ella; hablaba en voz baja, mirándola cariñosamente, con mirada llena de respeto y caricias.
Conocía su vida, o mejor dicho, lo que contaban de ella. Había sido amado muchas veces hasta la locura y fue héroe de algunas tragedias amorosas. Aludían a él como a un hombre muy seductor, casi irresistible. Si interrogaba a las mujeres que más le elogiaban, tras de reflexionar unos momentos me respondían casi todas:
-No sé... Tiene algo...
En verdad, no era guapo. No poseía ninguna de esas elegancias que nos parece que adornan a los conquistadores de mujeres. Y me preguntaba a mí mismo, con interés, en qué consistía su seducción. ¿En su inteligencia? No citaban ninguna frase suya que fuera célebre, ni pasaba por muy listo. ¿En la mirada, acaso?... ¿En la voz?... La voz de algunos seres emana una gracia sensual, irresistible, el sabor de los manjares exquisitos. Gusta oírla, y el sonido de sus palabras penetra en nuestro interior como una golosina. Pasaba un amigo. Le abordé:
-¿Conoces al señor Milial?
-Sí. 
-Haz el favor de presentarnos.
Un minuto después cambiábamos un apretón de manos y charlábamos amistosamente. Lo que se decía resultaba cierto: tratábase de un individuo muy agradable. La voz era armoniosa, suave, acariciadora; pero otras había oído más subyugantes. Se la escuchaba con gusto, como se ve manar una fuente cristalina. No era necesaria ninguna atención fija para seguir su discurso; no despertaba ninguna duda ni ningún interés violento. Su conversación infundía una sensación de descanso, y no daba ganas de contestar con vehemencia ni de aprobar con entusiasmo.
Por otra parte, se hacía tan fácil replicarle como escucharle. La respuesta surgía espontánea al acabar él de hablar, y las frases se seguían unas a otras sin esfuerzo, como si lo que había dicho las ayudase a fluir de los labios.
No tardó en ocurrírseme una reflexión. Le conocía apenas un cuarto de hora antes y ya me parecía que éramos antiguos camaradas. Me eran ya familiares su fisonomía, sus ideas, su voz, su aspecto.
Al cabo de unos minutos de charla le creía un amigo íntimo. Se me antojaba que no debía haber secretos entre nosotros, y de pedírmelas, le hubiese hecho confidencias de esas a que sólo se estima que tienen derecho los más antiguos compinches.
Había un misterio en aquella impresión. Esas barreras que existen entre todos los seres y que únicamente una gran paridad de gustos o estudios abre poco a poco, no existían ya entre él y yo, y probablemente caían con igual facilidad entre él y todos los hombres o mujeres que el azar ponía en su camino.
Al cabo de media hora nos separamos, prometiéndonos vernos a menudo, y me dio las señas de su casa después de haberme invitado a almorzar al día siguiente.
Olvidé la hora y llegué con anticipación: Milial estaba aún de paseo. Un criado, correcto y callado, abrió la puerta de un hermoso salón un tanto oscuro, íntimo, familiar. Me noté a mis anchas, como en mi casa. ¡Cuántas veces me he fijado en la influencia que ejercen las habitaciones sobre el carácter y la mente! Hay estancias en que uno se siente siempre como atontado, otras, por lo contrario, que despiertan la inteligencia y la verbosidad. Unas, aun claras, blancas y doradas, entristecen; y otras, alegran, aunque ofrezcan  un aspecto poco llamativo. Los ojos, como el corazón, tienen sus ternuras y sus odios, que nos imponen furtivamente, sin consultar nuestra voluntad. La armonía de los muebles y las paredes, el estilo de un conjunto obran de modo instantáneo sobre nuestra inteligencia, lo mismo que el aire de los bosques, del mar o de la montaña modifica nuestra naturaleza física.
Me senté en un diván cubierto de almohadones, y de pronto me encontré sostenido, soportado por aquellos saquitos de pluma cubiertos de seda, como si con anticipación llevase ya aquel mueble la huella de mi cuerpo. 
Luego miré. No había nada detonante en la sala; por doquiera se veían muebles bellos y modestos, sencillos y raros, tapices orientales, que no parecían provenir del Louvre sino del interior de un harén. Enfrente de mí vi un retrato de mujer. Era de tamaño natural; pero sólo aparecían el busto y las manos, que sostenían un libro. Era joven la retratada; estaba con la cabeza descubierta, peinada con crenchas lisas, y sonreía casi con tristeza. No sé si por estar sin sombrero o por su postura natural, lo cierto es que ningún retrato me pareció jamás tan en su sitio como aquél. Casi todos los que he visto pecan de afectados, ya porque la señora haya revestido sus atavíos de gala y se acuerde de que el pintor la retrata y la gente ha de verla, ya porque adopte una actitud de abandono excesivo y vista con rebuscado desaliño.
Unas aparecen de píe, majestuosas, en todo el esplendor de su belleza, con un aspecto de altivez que es imposible que conserven en la vida familiar. Otras coquetean hasta en la inmovilidad del lienzo, y todas muestran algo, una joya o una flor, un pliegue del vestido o una sonrisa, que se adivina impuesto por el pintor para producir buen efecto. Lleven sombrero o mantilla, e igual si enmarca simplemente el pelo su rostro, todas traicionan cualquier detalle que en seguida se advierte cómo no les es habitual. ¿Qué? No se sabe, puesto que no se las ha conocido; pero se siente. Se creería que están de visita en  alguna casa a cuyos dueños quieren agradar y presentárseles bajo su mejor aspecto; han estudiado toda su actitud, tanto modesta como orgullosa.
¿Qué decir de aquélla? Estaba en su casa y sola. Sí, sola, porque sonreía como se sonríe cuando se piensa desde la soledad en algo triste o cariñoso, y no como se sonríe cuando alguien nos mira. Estaba de tal modo sola y en su casa, que parecía hacer el vacío en aquella habitación, el vacío absoluto. Sólo ella estaba allí, y animaba y llenaba aquel ámbito; no importaba que entrase mucha gente y que hablara y alborotara: siempre estaría allí sola, con su sonrisa aislada, prestando vida al recinto con su mirada de retrato.
Aquella mirada era única. Caía sobre mí fija y acariciadora, sin verme. Todos los retratos saben que se los contempla y corresponden con los ojos, con unos ojos que ven, piensan y nos siguen, sin dejarnos desde que entramos hasta que salimos de la habitación donde están.
Aquél no me veía, no veía nada, aun cuando me miraba de frente. Me acordé del sorprendente verso de Baudelaire:
Tus ojos atrayentes como los de un retrato.

Me atraían, en efecto, de un modo irresistible, produciéndome una turbación rara, poderosa, nueva, aquellos ojos que hablan vivido, que quizá vivieran todavía. ¡Oh, qué encanto infinito desprendíase de aquel lienzo sombrío y de aquellos ojos impenetrables! Era el encanto de un crepúsculo vespertino, azul, rosado, cárdeno, y melancólico como la noche que viene en pos suyo. Aquellos ojos, creados por unos brochazos, ocultaban en sí el misterio de lo que aparenta ser y no existe de lo que puede revelar una mirada de mujer, de lo que hace que el amor germine en nosotros.
Se abrió la puerta. Entró el señor Milial excusando su tardanza. Me excusé a mi vez por mi prontitud. Luego indagué:
-¿Sería indiscreto preguntarle quién es esa señora? 
Y respondió:
-Es mi madre, que murió muy joven. 
Entonces comprendí de qué provenía la inexplicable seducción de aquél hombre. 

Guy de Maupassant