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lunes, 24 de septiembre de 2018

Drácula





El monstruo                        

Bochornoso calor, silencio; la vida ha quedado inmó­vil, cuajada en la luminosa calma del día; el cielo mira acariciador a la tierra, como un claro ojo azul en el que el sol es su ígnea pupila.
El mar, liso, parece forjado de metal azul; las barcas de los pescadores, de diversas tonalidades, permanecen quietas, igual que si estuvieran soldadas en el semicírcu­lo del golfo, tan claro como el cielo. Vuela una gaviota, agitando perezosa las alas, y el agua refleja otro pájaro, más blanco y bello que el que está en el aire.
Se desvanecen las lejanías; allá, en la bruma, flota dulcemente o se funde, derretida por el sol, una isla lilá­cea -roca solitaria en medio del mar- como una gema de acariciadores destellos en la bahía de Ná­poles.
La quebrada y pedregosa costa desciende hacia el mar, toda ella ensortijada y fastuosa con las obscuras hojas de las vides, de los naranjos, de los limoneros y las higueras; con la plata sin brillo del follaje de los olivos. A través del torrente de verdor que cae al mar por la es­carpada orilla, sonríen afables las flores, doradas, roas, blancas, mientras los frutos amarillos y anaranjados se asemejan a las estrellas en una de esas calurosas no­ches sin luna en que el cielo está obscuro y el aire satu­rado de humedad.
Calma en el cielo, en el mar y en el alma; se sienten deseos de oír la silenciosa plegaria que todo lo vivo canta al dios Sol.
Entre los huertos serpentea un sendero, y por él, ba­jando despacio, de piedra en piedra, va hacia el mar una mujer alta, enlutada; su negro vestido, desteñido por el sol, tiene unos manchones pardos y sus remiendos se di­visan incluso desde lejos. Lleva la cabeza descubierta y brillan sus argentados cabellos blancos, que, formando pequeños anillos, le caen sobre la despejada frente, las sienes y la obscura tez de las mejillas; tales cabellos debe ser imposible alisarlos.
Su rostro severo, de pronunciadas facciones, es de los que, con una sola vez que se vean, no se olvidan jamás: hay algo profundamente antiguo en esta cara enjuta, y si se tropieza con la obscura mirada de sus ojos tenaces, no se puede por menos de recordar los desiertos de Oriente, a Débora y a Judit.
Inclinada la cabeza, hace ganchillo, algo de color es­carlata, refulge el acero de la aguja, lleva metido entre la ropa el ovillo de lana, pero parece que el hilo rojo brota del pecho de la mujer. El sendero es empinado y tortuoso, se oye el susurro de las piedras al caer, mas la de los blancos cabellos desciende con paso tan seguro, que pa­rece que sus pies ven el camino.
He aquí lo que cuentan de esta mujer: es viuda; su marido, un pescador, fue a pescar poco después de la boda, dejándola embarazada, y no volvió más.
Cuando nació el niño, ella empezó a ocultarlo de la gente, no salía con él a la calle a tomar el sol y vana­gloriarse del hijo, como hacen todas las madres; lo tenía escondido en un obscuro rincón de su casucha, en­vuelto en trapos, y durante largo tiempo ninguno de los vecinos vio cómo estaba constituído el recién nacido; veían solamente su cabeza grande y unos ojazos inmóviles en el rostro amarillento. Observaron también que ella, mujer hábil y fuerte, que antes luchaba incansable y alegre con la miseria y sabía infundir ánimo a los demás, se había vuelto ahora taciturna, estaba obsesionada con algún pensamiento fijo, tenía de continuo fruncido el ceño y miraba a todo, a través de la neblina de su pena, con unos ojos extraños que parecían preguntar algo.
No hizo falta mucho tiempo para que todos supieran las causas de la aflicción de la madre: el niño había na­cido monstruoso; por eso lo ocultaba, aquello era el motivo de su doloroso abatimiento.
Entonces los vecinos le dijeron que ellos comprendían, desde luego, la gran vergüenza que era para una mujer ser madre de un monstruo; nadie, a excepción de la Madonna, sabía si ella merecía o no aquel castigo, pero el niño no era culpable de nada, y hacía mal en privarle del sol.
Ella obedeció el consejo de la gente y les mostró el hijo: tenía unas piernas y unos brazos cortos como ale­tas de pescado; la cabeza, hinchada igual que un gran globo, apenas se sostenía sobre el cuello delgado y flác­cido, y en la cara, toda llena de arrugas, que parecía de un viejo, había un par de ojos turbios y una bocaza di­latada en una sonrisa muerta.
Las mujeres lloraban al verlo; los hombres, torciendo el gesto con repugnancia, se alejaban sombríos; la madre del monstruo, sentada sobre la tierra, unas veces ocultaba el rostro y otras alzaba la cabeza al tiempo que miraba a todos, en muda interrogante, como queriendo preguntar algo que nadie comprendía.
Los vecinos hicieron un cajón, semejante a un ataúd, para la deforme criatura, lo llenaron de borra de lana y trapos, metieron al monstruo en aquel nido blando y cá­lido y pusieron el cajón a la sombra, en el patio, con la secreta esperanza de que el sol, que hace milagros cada día, realizara un prodigio más.
Pero el tiempo pasaba, y el niño continuaba igual: la cabeza enorme, el cuerpo largo, con cuatro imponentes apéndices; únicamente la sonrisa iba tomando una ex­presión, cada vez más definida, de avaricia insaciable, mientras la boca se llenaba de dos filas de dientes afila­dos y corvos. Las cortas garras aprendieron la atrapar los pedazos de pan y a llevárselos a la ardiente bocaza, sin equivocarse casi nunca.
Era mudo, pero, cuando alguien comía cerca del monstruo y éste percibía el olor de la comida, lanzaba unos mugidos sordos, con las fauces abiertas, balan­ceando la cabezota, mientras las turbias córneas de sus ojos se cubrían de una redecilla de vetas sanguinolentas.
Engullía mucho y, cuanto más tiempo pasaba, aumentaba su gula y su mugir se iba haciendo más constante; la madre trabajaba sin descanso, pero su sa­lario era mísero con frecuencia y a veces no ganaba ab­solutamente nada. No profería una sola queja y aceptaba de mala gana -siempre callada- la ayuda de los vecinos, pero éstos, cuando ella no estaba en casa, irri­tados por el continuo mugir, corrían al patio y metían en aquella boca insaciable cortezas de pan, hortalizas, fru­tas, cuanto era comestible.
-¡Pronto se te comerá todo! -le decían-. ¿Por qué no lo metes en el hospicio o en un hospital?
Ella contestaba sombría:
-Yo lo he parido, y yo debo alimentarlo.
Era guapa, y más de un hombre la había requerido de amores, sin que ninguno tuviese éxito; al que más le gustaba a ella, le dijo:
-No puedo ser tu mujer; temo parir otro monstruo, y eso sería una vergüenza para ti. No, ¡vete!
El intentó convencerla, le recordó a la Madonna, que es justa con todas las madres y las considera sus hermanas, pero la madre del engendro le repuso:
-Yo no se cuál será mi culpa, pero, ya ves, he sido castigada cruelmente.
El imploró, lloró, se puso furioso, y entonces ella le repuso:
- No es posible hacer aquello  en que no se tiene fe. ¡Vete!
Y él se fue, para siempre, sin que se supiera adónde.
Así estuvo la mujer varios años, llenando aquellas fau­ces sin fondo, aquella bocaza que masticaba sin cesar, se comía los frutos de sus trabajos, se tragaba su sangre y su vida; la cabeza había crecido y era cada vez más espantosa, se asemejaba a un globo dispuesto a des­prenderse del cuello delgado y feble para volar, trope­zando contra las esquinas de las casas, balanceándose perezoso.
Todo el que se asomaba al patio se detenía involun­tariamente, asombrado, estremecido, sin poder compren­der qué era lo que veían sus ojos. Junto al muro cubierto por una parra, sobre unas piedras, como sobre un ara, se encontraba un cajón, del que se alzaba la cabeza aquella y, destacándose netamente sobre el fondo del verdor,­ atraía las miradas del transeúnte un rostro amarillento, surcado de arrugas de abultadas facciones; sobresalían, saliéndose de sus órbitas, unos ojos estúpidos para que­dar grabados largo tiempo en la memoria de quien los viera, temblaba la nariz, ancha, achatada, movíanse unas mandíbulas y unos pómulos desmesurados, palpitaban trémulos unos labios marchitos, dejando al descubierto dos filas de dientes de animal carnicero, y se er­guían, como si tuvieran vida propia, unas orejas grandes, agudas, de fiera; remataba aquella espantosa carátula, una cabellera negra, compacta y espesa, ensortijada en pequeños anillos, como el pelo de un negro.
Sosteniendo en la mano enana, semejante a una patita de lagartija, un trozo de algo comestible, el monstruo inclinaba la cabeza, con movimiento de ave que picotea, y desgarraba con los dientes la pitanza, masticando y sorbiendo ruidosamente. Cuando estaba harto, al mirar a las personas, enseñaba siempre los dientes y sus ojos convergían en el entrecejo para fun­dirse en una mancha turbia, insondable, de aquel rostro medio muerto cuyas convulsiones recordaban las de la agonía. Cuando estaba hambriento, alargaba el cuello hacia adelante y, muy abiertas las rojas fauces, mo­viendo la fina lengua de culebra, mugía exigente.
La gente se alejaba de él santiguándose, musitando una oración, y a su memoria venía todo lo malo que les aconteciera y todas las desdichas pasadas en su vida.
El viejo herrero, hombre de lúgubres pensamientos, había dicho en más de una ocasión:
-Cuando veo esa boca que se lo zampa todo, pienso que mis fuerzas se las ha tragado alguien semejante a él, y me parece que todos nosotros vivimos y morimos para los parásitos.
Aquella cabeza muda sugería a todos tristes pensa­mientos, despertaba sentimientos que empavorecían el corazón.
Al oír las palabras de la gente, la madre del monstruo callaba, sus cabellos encanecían con rapidez, en su rostro iban apareciendo arrugas, hacía tiempo que había perdido la costumbre de reír. La gente sabía que, por las noches, permanecía inmóvil, en pie, a la puerta, mirando al cielo, como si esperase a alguien, y se decían unos a otros:
-¿Qué puede esperar?
-¡Ponlo en la plaza, junto a la vieja iglesia! –le aconsejaban los vecinos-. Por allí pasan los extranje­ros; no se negarán a arrojarle todos los días unas mone­das de cobre.
La madre decía, temblando asustada:
-Sería espantoso que lo viesen gentes de otros paí­ses. ¿Qué pensarían de nosotros?
Le contestaban:
-La pobreza existe en todas partes, ¡todo el mundo lo sabe!
Ella denegaba con la cabeza.
Pero los extranjeros, empujados por el tedio, vaga­ban por doquier, se asomaban a todos los patios y, claro está, también entraron en el suyo: ella estaba en casa, veía las muecas de asco y repugnancia en los rostros satisfechos de aquellas gentes ociosas, oía que hablaban de su hijo, torciendo la boca y entornando los ojos. Sin­gularmente hirieron su corazón unas palabras pronun­ciadas con desprecio, hostilidad y manifiesto aire de triunfo.
Guardó en su memoria aquellos sonidos, repitió men­talmente, muchas veces, las palabras extrañas en que su corazón de italiana y de madre percibía un sentido ofen­sivo; aquel mismo día fue a ver a un conocido suyo, via­jante de comercio, y le preguntó qué significaban aquellas palabras.
-¡Depende de quién las diga! -repuso el viajante, frunciendo el ceño-. Significan: Italia degenera antes que todas las demás razas latinas. ¿Dónde has oído esa mentira?
Ella se fue sin responder.
Al día siguiente, su hijo se dio un atracón y murió entre convulsiones.
Ella estaba sentada en el patio, junto al cajón, po­sada la mano en la cabeza sin vida del hijo, esperando serenamente algo, mirando interrogante a los ojos de cuantos se acercaban a ella para ver al muerto.
Todos guardaban silencio, nadie le preguntaba nada, aunque quizás muchos quisieran felicitarla -pues se había librado de su esclavitud-, decirle unas palabras de consuelo -pues había perdido a su hijo-, pero todos callaban. A veces, la gente comprende que hay cosas de las que no es posible hablar hasta el fin.
Después de aquello, la mujer continuó largo tiempo mirando a la cara a la gente, como preguntándole algo; luego, se tornó tan corriente y sencilla como todos.

M. Gorki